Lecturas
Isaías 42, 1-4. 6-7 – Salmo 28 – Hechos 10, 34-38
Lucas 3, 35-16. 21-22: En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos:
«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego».
Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo:
«Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco».
Comentario:
EL BAUTISMO DE JESÚS, 2022
Con el bautismo de Jesús termina el ciclo litúrgico de la Navidad-Epifanía y comienza el relato de la vida pública del Señor. Hoy, en su bautismo, Jesús es revelado por el Padre como “mi Hijo amado, mi preferido”. Y es ungido por el Espíritu Santo que aparece en forma de paloma y le presenta como Mesías enviado para anunciar la salvación a los pobres.
Causa extrañeza que Jesús decidiera bautizarse por Juan cuando siempre se ha enseñado que el bautismo tiene como objeto el perdón de los pecados. Jesús no tiene pecado. Sin embargo, mediante su bautismo, quiso expresar su adhesión plena a la voluntad del Padre en cuyas manos ponía todas las cosas, se convirtió en imagen del cordero que toma sobre sí voluntariamente los pecados del mundo, ya que solamente así podrían ser destruidos, y quiso que el hecho simbólico de sumergirse y emerger en las aguas, fuera expresión eficaz de la muerte y sepultura, resurrección y salida del sepulcro de Jesús, una vez resucitado por el poder de Dios.
El judaísmo, además de otros múltiples ritos de limpieza y ablución, conocía un bautismo de prosélitos. Es posible que los esenios lo impusieran como vía de entrada en el camino hacia el reino de Dios. Jesús, en el bautismo, hace presente este reino que Juan el Bautista anuncia. En la carta de Pablo a los romanos (c. 6) encontramos por primera vez este sentido del bautismo cristiano, explicado la inmersión y emersión del agua como participación en la muerte y resurrección de Cristo. En el bautismo, nos dice Pablo, somos injertados en Cristo, y más precisamente en su cruz (v 5). En Col 2,12 se habla de “estar sepultados con él en el bautismo”. En la carta a los Gálatas dirá: “todos los que os habéis bautizado en Cristo, os habéis revestido de Cristo” (3,27). El bautismo se opone a la vida “en la carne”, de los paganos, o a la vida “según la ley”, de los judíos. Jesús, en su dialogo con Nicodemo habla del Bautismo como “un nuevo nacimiento de lo alto” (Jn 3,4). Las aguas simbolizan la vida y fecundidad, pero también la muerte: es el caso del diluvio. El agua vivifica y mata. En el nombre de Jesús, mata el pecado y el hombre viejo y resucita al nuevo como verdadero hijo de Dios.
Todos nosotros fuimos, un día, bautizados y posiblemente hoy apenas queda memoria de aquel hecho que, sin embargo, representó nuestro nacimiento a la vida eterna. Conocemos la fecha de nuestro nacimiento a la tierra. Pero posiblemente no recordamos la fecha en que nacimos al cielo. La ceremonia de aquel bautizo fue sumamente expresiva de esta realidad, pero el hecho del bautizo suele estar relegado en el olvido para una mayoría. Es un sacramento que se hace paseando desde la puerta de la Iglesia al bautisterio y, antiguamente, concluía en la celebración de la eucaristía. Es la verdadera entrada en la Iglesia, comunidad de salvación, o ingreso también en la vida eterna. Se nos impuso un nuevo nombre, en consonancia con la nueva existencia, bajo la advocación de un gran santo celeste al que nuestros padres eligieron como protector en nuestra vida terrena. ¡Qué pena la elección de nombres en referencia con la simple naturaleza o con otras arbitrariedades precarias! El sacerdote, los padres y padrinos hicieron sobre nuestra frente la señal de la cruz, significando que el amor sufrido de Cristo, amor sobrehumano, mejor que inhumano, debía presidir nuestra vida y nuestro comportamiento y que también nosotros en la vida debemos amar, como él, en la dificultad, viviendo el amor de la cruz en la misma ofensa. Se nos ungió con óleo de los catecúmenos: antiguamente se protegía la musculatura de atletas y luchadores para hacerse escurridizos y tensos en la lucha, pidiendo fortaleza a Dios para superar el mal en la lucha de la vida. Nuestros padres y padrinos hicieron pública profesión de fe en nuestro nombre y en esa fe fuimos bautizados. Se bendijo el agua y se nos bautizó derramándola sobre nuestra cabeza. Antiguamente se hacía por inmersión y emersión en la piscina del agua, repitiendo el gesto tres veces e invocando al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, el Ser, Conocer y Amar en Dios cuya dinámica compartimos para siempre a partir del bautismo. Esta es la vida eterna. El bautismo nos puso ya en comunión con esta actividad trinitaria. Seguidamente se nos ungió en la cabeza con el santo Crisma, constituyéndonos sacerdotes, profetas y reyes. Es decir, oferentes gozosos, testigos alegres, dominadores de las cosas y no esclavos. Se nos impuso un vestido blanco, símbolo de inocencia y gracia. Se entregó un cirio encendido a padres y padrinos, símbolo de la fe que ha de permanecer siempre viva y ardiendo. En nuestro nombre de recién nacidos, todos los presentes recitaron el Padrenuestro. Fue la primera vez, dichosa y feliz, en que nosotros invocamos anticipadamente a Dios como Padre. Recibida la bendición final, todos volvieron a casa, pero nosotros regresamos a ella transformados en verdaderos hijos de Dios. Se operó en nuestro corazón de niños una transformación extraordinaria que debería haber permanecido siempre viva en nuestra conciencia de adultos. El bautismo obró en nosotros realidades maravillosas. Fueron: nuestro bautizo aquel día fue la entrada en el cielo, en la Iglesia comunidad de fe, comunidad de los salvados por Jesús. Los ritos fueron símbolos de Jesús muerto, sepultado y resucitado, verdaderas corporalizaciones de la fe. Fueron ritos que significaban y activaban unas realidades mucho más reales que aquellos simples gestos que se hacían. Simbolizaban realidades muy superiores a lo que lo que dejaban ver. Celebraban cosas divinas de transcendencia eterna. Fue Jesús mismo quien instituyó el bautismo. Y fue él, por medio de otros, quien lo realizó. El bautismo se ha celebrado siempre y en todos los lugares con suprema emoción. Siempre se ha enseñado que las realidades maravillosas del bautismo tienen lugar en la fe, no en rutinas que han perdido, y olvidan, su significado y simbolismo. Aquel bautismo nuestro nos agregó para siempre a la Iglesia, pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. Nos perdonó todos los pecados. Nos unió para siempre, en el tiempo y en la eternidad, a Cristo. De tal forma que él vive ya permanentemente en nosotros. Y, como consecuencia, Dios nos ama en el mismo amor con que ama a su Hijo. Y nunca se separará de nosotros, en el tiempo y en la eternidad, porque el Hijo estará siempre con nosotros y en nosotros. Siempre seremos hijos de Dios. El bautismo tiene carácter indeleble. El Espíritu Santo estará siempre en nosotros como garantía y prenda, o arras, de estas realidades divinas. Siempre seremos hijos de Dios destinados a vivir en su casa. Estamos incorporados a la vida de la Santa Trinidad para correalizar su felicidad, siendo del todo en el Padre, conociendo del todo en el Hijo, amando de todo en el Espíritu. Nuestro bautismo nos hizo igual a todos los miembros de la familia de Dios. Igual a santos, papas y personajes bíblicos y eclesiales. Dios será todo en todos y todos tendremos y sentiremos la misma dignidad y altura. Bautizados en Cristo, ahora tenemos que vivir vida de bautizados, dando gracias a Dios por nuestro bautismo, el máximo don que nos ha hecho en la vida.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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