- ADVERTIR LA PRESENCIA Y HACERLA EXPERIENCIA
Con esta expresión, «entrar dentro» invita Teresa de Jesús en su «Castillo Interior», el libro que ha descrito de la forma más impresionante la experiencia de Dios en el hombre, a penetrar en la morada más profunda del castillo, el alma, donde Dios está presente amando y obrando. Con esta misma expresión te invito a penetrar en la zona maravillosa del Misterio en la vida cristiana. Advertir la Presencia y hacerla experiencia equivale a encontrar el sentido profundo de la existencia y a realizar en plenitud la madurez.
En la vida pastoral práctica actual no cuenta suficientemente la realidad de la Iglesia como misterio. Prevalece más la idea de una institución organizada. Está también seriamente minusvalorada la dimensión mística experimental de la vida cristiana. La evangelización aparece preferentemente como un hablar sobre Dios, más que la iniciación vivencial a la escucha inmediata y expresa de un Dios que no sólo habló, sino que sigue hablando hoy.
Al hombre le arrastra vivir en la superficialidad de la existencia. Tiende también en exceso a la superficialidad de la fe. Fácilmente reduce la liturgia a los signos externos; la oración a los rezos; la vida real a la ceremonia; el evangelio y la Buena Nueva a la simple disciplina y comportamiento. Ordinariamente el mismo creyente, y no pocos evangelizadores, hablan y piensan de forma más eclesiocéntrica que cristocéntrica. En lo hondo, nuestra mentalidad revela que nos domina la idea de una iglesia que «tiene» a Cristo, más bien que la de un Cristo que anima y vivifica la Iglesia.
Son también pocos los evangelizadores que son capaces de entrar y permanecer en la zona del misterio. No trabajan en espacios y planteamientos explícitos y audaces, capaces de provocar en los fieles la experiencia de la fe, una experiencia mística.
¿Misterio? ¿Mística? ¿Puede uno, acaso, atreverse hoy a hablar, sin complejos, en estos términos? ¿No equivale esto, en la mentalidad del ambiente, a evadirnos de la realidad, a vivir en las nubes? ¿No significa dejar de ser comprometidos y realistas, no pisar la tierra con los pies, e incluso drogar la conciencia de los fieles para retraerlos de los problemas reales de la calle?
Pero ¿qué es el misterio? Lejos de ser, como muchos piensan, lo extraño y enigmático, es, por el contrario, el espacio más noble de la misma existencia del hombre. Misterio es la vida misma, el amor, la amistad, el sexo, el arte … Y misterio es, ante todo, la Presencia de Cristo resucitado, Espíritu vivificante, en el hombre y en la historia, una presencia salvadora que es el manantial de la fe y de la gracia, el origen y la meta de la vida de los creyentes. Es la presencia salvadora, perceptible y velada a la vez, de un Dios personal, y de su obra, en cada lugar y en cada momento de la historia, que pide hacerse en nosotros vida y experiencia.
Y ¿qué es la mística? Sencillamente, la acción preponderante de Dios en el hombre. El reconocimiento práctico y experimental de la primacía de su ser y de su obrar. Hay cosas que Dios hace en el hombre con el hombre. Y hay muchas cosas, las más maravillosas, que Dios hace en el hombre sin el hombre: iluminarlo, impulsarlo, introducirlo en una experiencia inefable de gozo y de alegría, de amor y de fortaleza.
Misterio es la zona más alta y gozosa de la existencia humana. Y mística es la experiencia vértice de toda la vida cristiana. Es una situación de madurez, de gozosa connaturalidad con Dios; una sintonía afectiva y efectiva que ayuda a superar barreras y bloqueos, mediaciones y dificultades; que hace que el creyente oiga, escuche, entienda, acoja, entre en una situación gozosa de activa pasividad, en la que, más que pensar él, es más bien iluminado; más que actuar él, es más bien movido. El hombre místico actúa y fructifica más intensamente, y hasta se compromete más que nadie, pero experimenta que es actuado, iluminado, movido, impulsado por Dios. Es, evidentemente, el capítulo más gozoso de la Iglesia y de la vida cristiana.
- EL AÑO LITÚRGICO: LA REPRODUCCIÓN, A LO VIVO, DE LA VIDA DEL SEÑOR EN LA COMUNIDAD CELEBRANTE
Los cristianos nos reunimos en asamblea frecuente para celebrar la eucaristía. Si bien ésta es siempre idéntica, las lecturas proclamadas no son siempre las mismas: reproducen, de Navidad a Pentecostés, el proceso de la vida de Cristo en Palestina. El año litúrgico es la realización, a lo vivo, de la vida de Cristo en nosotros. No se trata de una simple pedagogía. Las lecturas proclaman una realidad presente. La salvación es un proceso de incorporación a Cristo, de progresiva identificación con él. Las fiestas contienen no sólo el recuerdo psicológico de lo que pasó ayer, sino la realidad misma que conmemoran. Son fiestas aquí y hoy, en nosotros y para nosotros: nuestra Navidad en Cristo, nuestra Pascua y Pentecostés. La Iglesia, nosotros, somos el Cuerpo de Cristo que revive ahora sus misterios actualizando en nuestra vida el proceso de la suya. Lo que ayer fue suceso e historia en la vida terrena del Señor, hoy es acontecimiento de gracia, de Espíritu Santo, en nosotros. Al comulgar con las escrituras y con el pan, y al asimilarlos, vivimos en Cristo, somos concrucificados, conmuertos, cosepultados, corresucitados, coascendidos a los cielos para sentarnos y reinar con él en la gloria del Padre. No se trata de un proceso meramente psicológico o moral, sino real, sacramental, con contenidos de gracia y de Espíritu Santo, que nos renuevan y transforman anticipando en nosotros la salvación.
- UN GIRO COPERNICANO: DE LAS DEVOCIONES POPULARES A UNA ESPIRITUALIDAD CRISTOCÉNTRICA.
Cristo es el centro y el contenido de la vida cristiana. El cristianismo es, ante todo, no la fidelidad a unas verdades, sino a una Persona, Cristo. El no reconocimiento práctico de Cristo como eje de toda la vida cristiana fue ya un hecho en los mismos orígenes del evangelio. «¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? … ¿No es éste el carpintero, el hijo de María…? Y desconfiaban de él» (Mc 6,1-3). Algo parecido ocurrió a los discípulos de Emaús. Buscaban a Cristo en la forma en que ya no podía ser encontrado: la de la razón y la evidencia humana. Querían palpar, tocar, comprobar físicamente. De esta presencia corporal terrena ya había dicho Jesús: «Conviene que yo me vaya, de lo contrario el Espíritu no vendrá a vosotros» (Jn 16,7). Ahora Cristo ha decidido ser encontrado por nosotros por medio de la fe, en las Escrituras y en el pan, interiorizados por el Espíritu en el corazón de cada creyente. Es organizando evangélicamente el corazón y sintiéndonos cuerpo de Cristo como ahora vivimos y expresamos la fe.
Muchos fieles tienen hoy serias dificultades para encontrarse con el Señor porque lo buscan donde él no ha instituido ser encontrado. Le buscan en sus propios esfuerzos personales, en devociones populares, muchas de ellas sin referencia expresa a la Escritura y el pan. En muchas de esas devociones Cristo no cuenta, o cuenta poco, como mediador viviente siempre en acto. La piedad de grandes sectores del pueblo no tiene una estructura fundamental y elementalmente doxológica, es decir, no tiene el dinamismo de estar caminando por Cristo, en un mismo Espíritu, hacia el Padre (Ef 2,18). La fiesta de los pueblos es el Patrón del pueblo. No es Cristo y su Pascua. Basta ver la poca gente que participa de la Vigilia Pascual y, por contraste, la Iglesia llena en la fiesta del Patrón, y llena precisamente ese día.
- MINISTERIO JERÁRQUICO Y NUEVA EVANGELIZACIÓN
Esta desviación en el modo de orar, que implica no raramente cierta desviación en los propios contenidos de la fe, es un hecho preocupante, hoy, en el mismo ministerio de los pastores. Tampoco en él, frecuentemente, Cristo es prácticamente reconocido como centro. Quien conozca y reconozca el «sin mí nada» de Cristo en el evangelio (Jn 15,5), quien haya advertido el cristocentrismo firme, medular y estructurante de Pablo en sus catequesis a las comunidades apostólicas, quien haya leído las homilías y catequesis prácticamente de todos los Padres de la Iglesia, ya desde los primeros siglos, y quien haya asimilado las claves teológicas y pastorales del Vaticano II, comprobará cuán lejos están los planteamientos y predicaciones de los mismos evangelizadores de hoy de un cristocentrismo fundamental y elemental. En ocasiones, delatan una pobreza de fe verdaderamente inquietante. También a ellos alcanza la preocupación de Jesús: «Le extrañaba de su falta de fe» (Mc 6,6). Una mayor insistencia en la estructura cristocéntrica en la vida cristiana del pueblo obedece a la voluntad de Cristo, a la fe medular de la Iglesia desde sus mismos arranques apostólicos, y a los más vehementes imperativos del Vaticano II. Es obediencia a la fe. Es también un derecho inalienable del pueblo de Dios que ha de ser iniciado y educado en la misma oración de Cristo y de la Iglesia. No se trata de menospreciar las devociones populares, sino más bien de encuadrarlas, dándoles sentido y fundamento.
El Papa reclama a gritos, y el pueblo anhela con vehemencia, una nueva evangelización. Pero quizás no todos los pastores podríamos decir, referido a nuestras predicaciones, tan distantes del Vaticano II y del Catecismo Universal de la Iglesia, que «la palabra de Dios no está encadenada» ( 2 Tim 2,9).
Es claro que los pastores «personalizan a Cristo» (Sto. Tomás). Por tanto, su palabra «es palabra del Señor» (Hch 8,25). Su misión «es enseñar siempre no su propia sabiduría, sino la de la palabra de Dios» (PO 4). Sin embargo, la identificación sacramental con Cristo y con su palabra no es una realidad mecánica y mágica: está en dependencia de un cúmulo de fidelidades. Aun así, la identidad se realiza siempre en la distancia. Es palabra de Cristo y tiene la posibilidad de ser «una palabra adulterada» (2 Cor 2,17). Es palabra divina y fácilmente se la degrada a palabra propia. Siendo «oficio principal de los obispos» (LG 25) o «deber primero de los presbíteros» (PO 4), se le dedica con frecuencia una atención precaria. Puede encastillarse en la propia conciencia en conflicto con la conciencia de fe de los demás creyentes. O quedar rebajada a una palabra más bien eclesiástica que evangélica, que hace «buenos», pero no tanto «cristianos». O puede ser una palabra más bien condenatoria que anunciadora de buenas noticias, de la Buena Nueva. O que predica venciendo, imponiendo y exigiendo, más que persuadiendo y convenciendo. No es fácil desprenderse siempre de sí, y del todo, y revestirse enteramente de Cristo.
¡La palabra viva de Dios! En ella está la gran especificidad del pueblo de Dios, de la Iglesia, su tesoro verdadero que ella guarda celosamente para los hombres y en función de los hombres. ¡Dios sigue hablando hoy! Habla él mismo a los hombres de hoy. Todo evangelizador ha de ser respetuosamente consciente de este hecho. Y de tal manera ha de ser «servidor de la palabra» (Hch 6,4) que, hablando, ha de intentar situar a los oyentes ante Cristo, no tanto ante su propia persona. El ministro es pura referencia al Señor. Su personalidad ha de quedar siempre visiblemente cancelada ante Cristo. Lo suyo es «preparar el camino del Señor» (Lc 1,76). Toda palabra eclesiástica o catequética ha de estar en referencia a la Biblia, y la misma Biblia debe concluir en la liturgia porque es el lugar privilegiado donde el documento se convierte en el acontecimiento de la palabra viva, eterna, de Dios que sigue amando a cada creyente y quiere hablarle él mismo, de corazón a corazón.
Cristo mismo está presente y habla, en la proclamación y en el comentario de las escrituras (SC 10). Es preciso que los fieles acojan y entiendan la palabra de Dios en el marco de la historia de la salvación, en el «hoy» misterioso en el que las Escrituras acontecen de forma más plena que el suceso histórico pasado original. La recepción siempre viva y actual de la palabra, pertenece a la esencialidad de la revelación, porque la verdad no es sólo que Dios habló ayer, sino que sigue hablando hoy a todos los hombres. La gracia del sacramento, de cada eucaristía, acontece en la forma que las lecturas proclaman. Por lo cual, no es lo mismo predicar en la misa que predicar la misa, es decir, el misterio concreto que Cristo y la comunidad celebran y actualizan.