Lecturas:

Hechos 10, 25-26,34-35,44-48  – Salmo 97  –  1ª Juan 4, 7-10

Juan 15, 9-17:

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.»

Comentario:

NADIE TIENE AMOR MÁS GRANDE

QUE EL QUE DA LA VIDA POR LOS AMIGOS

6º Domingo de Pascua

            Hemos escuchado en el evangelio una parte del discurso en el que Jesús se despide de sus discípulos. Para comprenderlo mejor tenemos que saber contextualizarlo. Jesús ha vivido un tiempo con los que él mismo eligió y a los que ha ido instruyendo en los secretos del Reino de Dios que él predica. Ha sido un tiempo corto, pero denso. Les ha revelado un Dios que es Padre de todos los hombres. Que le ha enviado a él a revelar la nueva vocación del hombre como hijo de Dios. El mensaje ha resultado maravilloso. Nunca nadie habló así. Jesús, además, ha explicado el programa de vida y de convivencia que requiere la pertenencia  a ese reino, basado en el espíritu de las bienaventuranzas y en un amor fraterno sorprendentemente nuevo y radical. Jesús ha realizado también signos de fuerza y de veracidad que han sorprendido a todos. Efectivamente, quien afirma que viene en nombre de Dios, tiene que mostrar necesariamente el sello de Dios. Los discípulos se sienten impresionados de alegría, pero todavía experimentan la debilidad. Necesitan una fuerte confirmación de lo alto que Jesús mismo les ha prometido.

El discurso de Jesús va dirigido a animarles en la misión que les confía y a fortalecerles en las terribles dificultades que les van a sobrevenir inmediatamente. Anuncia que se va, pero les asegura, a la vez, que va a permanecer siempre con ellos. Y les pide que den los mismos frutos que resultan de esta unión mutua. Lo que Jesús ha hecho, ahora lo van a hacer ellos. “Y aún cosas mayores”, les dice Jesús. El momento está transido de sentimientos fuertes que evocan y resaltan motivos muy emocionantes, como la elección, la misión, la amistad mutua, una intensa alegría. Ellos ahora, como lo ha hecho el Maestro, van a hacer el máximo bien a todos, van a curar sus males y enfermedades, van a conducirlos a un amor inédito por su intensidad y, sobre todo, por su naturaleza, pues viene de arriba, es don de Dios y asemeja a él. Verdaderamente es una misión admirable, algo propio de otro mundo.

Lo más determinante de la misión de Jesús a sus discípulos está en el hecho de que les envía a cambiar el mundo desde el amor. ¿No parecería eso una misión imposible? La historia del hombre sobre la tierra es una cadena continuada de guerras, de discordias y peleas internas y externas. De todos y siempre. Apenas ha habido nunca un pedazo de mundo o un espacio de tiempo, sin guerras y diatribas. Jesús, sabiendo que el hombre es incapaz de amar de la manera que él quiere, regala al hombre el amor con que él mismo ama. Es, pues, un amor donado, infundido, que procede de él. Por ello lo enuncia como el gran mandato: “Amaos unos a otros como yo os he amado”. Amar, en el cristianismo, es una experiencia de naturaleza teologal. No se refiere al amor común que existe entre los hombres. Este amor viene de Dios y sigue perteneciendo a Dios aun cuando radica en el cristiano que ama. Juan nos lo ha explicado en la segunda lectura que corresponde a su primera carta universal. Dice: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios porque Dios es amor”.  Y en el evangelio de hoy hemos leído también: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a su plenitud”.

Esta palabra de Dios, entendida y asumida, es maravillosa. Por ser de Dios, y por la realidad que comporta, debería impactarnos fuertemente. Si esto no ocurre es porque vivimos personal y socialmente sedimentados en la mediocridad, de manera mecánica, rutinaria, inconsciente, con un gran vacío interior, y agotamos nuestra atención en “lo que pasa” o “nos pasa”, que verdaderamente pasa y fenece porque es efímero, tanto en lo que hacemos nosotros como en lo que otros nos hacen en el plano de nuestra actividad diaria. Esto daña gravemente a nuestro posible proceso de madurez y de realización de la vocación y misión que Dios nos ha encomendado. Nos bloquea. Nos impide ser futuro y hacer futuro. Necesitamos una decisión determinante que nos libere de la estrechez terrena para instalarnos en nuestra dimensión transcendente. No podemos limitarnos a reformas epidérmicas y debemos alcanzar una verdadera transformación interior, liberándonos del ruido exterior para madurar en la serenidad y en un silencio interior que escucha y acoge.

Debemos comprometernos en un discernimiento evangélico permanente y estimular nuestra receptividad evangélica para provocar el contacto explícito y frecuente con aquellos textos evangélicos que más nos afectan, previamente elegidos y asimilados, con los que debemos comulgar permanente y activamente mediante el ejercicio de una oración basada en la fe y el amor.

Jesús dice a los suyos que se va, pero añade que va a permanecer en ellos, en nosotros, con una presencia sublime y penetrante. Habla de una unión profunda, la que existe, comparativamente, entre el labrador, que es el Padre, la vid que es él, y los pámpanos que somos nosotros. Es una vida homogénea, que traslada a nosotros el amor mismo con que Dios ama. Ser testigos suyos es hacerle a él presente. Ser cristianos no es ser solo buenos. Es tenerle a él y ser tenidos por él, convertirnos a él y dejarnos transformar por él. La oración, la unión con él, o es verdadera transformación, o no es oración. No podemos estar en contacto con el fuego sin quemarnos. Y no podemos estar en contacto con Dios y dejar de transformarnos en él.

Francisco Martínez

www centroberit.com

e-mail berit@centroberit.com

 

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