Lecturas
Hechos 4, 32-35 – Salmo 117 – 1ª Juan 5, 1-6
Juan 20, 19-31:
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.» Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegria al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.» Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.» A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.» Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.» Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.» Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Comentario
A LOS OCHO DÍAS LLEGÓ JESÚS
II Domingo de Pascua
El evangelio de Juan describe admirablemente la repercusión inmediata y original de la resurrección de Jesús en la primera comunidad. Nos cuenta lo que sucede en ella cuando Jesús resucita. Su resurrección nada tiene que ver con la resucitación de un cadáver, como en el caso de Lázaro. No es el retorno de un difunto a esta vida temporal en la que va a seguir experimentando el límite de sí mismo y de todas las cosas. Es la transformación, ya ahora, de la comunidad debido a que el Cristo resucitado le comunica la paz característica de Dios por la presencia vivificante del Espíritu Santo en cada uno de los creyentes.
Efectivamente, Dios quiso que la resurrección de Jesús se hiciera manifiesta al mundo desde el primer momento no precisamente en su cuerpo humano, sino en el cuerpo social y eclesial de su comunidad. Los testimonios primitivos y unánimes constatan de inmediato que “el Dios que hizo el cielo y la tierra”, el mismo “que sacó al pueblo de Egipto”, “ha sacado a Jesús poderosamente del dominio de la muerte” y “lo ha constituido en poder”, “lo ha exaltado a su derecha”, “lo ha resucitado”, “lo ha glorificado”. Este hecho de la resurrección de Jesús está subrayado con tal intensidad y universalidad que desde el primer momento pasa a las confesiones primitivas oficiales de la fe como testimonio ante todos los pueblos y siglos.
La resurrección de Jesús se revela en una convergencia de múltiples hechos, todos ellos prodigiosos, fruto de una acción poderosa del Espíritu que va del cuerpo espiritual y vivificante del Resucitado al cuerpo de la primera comunidad con destinación a la humanidad entera. La resurrección de Jesús aconteció, en primer lugar, como cumplimiento de su mensaje personal proclamado reiteradamente durante su vida pública; como continuidad de los signos poderosos que obró, transmisores todos ellos de vida nueva y abundante; como irrupción de una fuerza divina y poderosa que, teniendo su origen y expresión en Cristo resucitado, ilumina y conmueve a la comunidad. Y en definitiva, como una experiencia intensa y nueva en los creyentes que estremece de gozo en el Espíritu Santo tal como aconteció en el mismo Jesús cuando dio gracias al Padre por la revelación de estas cosas a los sencillos (Mt 11,25-27). La resurrección de Jesús quedó reflejada en la comunidad como mensaje o revelación a sus seguidores, oído y vivido, testificado y transmitido a través de un nuevo y fascinante estilo de vida.
Desde el inicio, los discípulos de Jesús ofrecen una dimensión de la resurrección muy diferente a la que ofrecen los historiadores. Procede de la fe y no se refiere a un Cristo narrado, sino creído. No es un sumario de noticias históricas ni conduce a una piedad basada en sí misma. La piedad verdadera es un suceso vivido. Antes de que existiesen los evangelios ya existían las tradiciones sobre Jesús. La vida es relato, narración. Lo que no se narra no existe. La palabra es comunicación, animación, recreación. Jesús mismo apela a las Escrituras para comunicar su existencia gloriosa. Los evangelios no son solo libros históricos, sino teológicos. No nos ofrecen solo un Jesús conocido, sino vivido.
La resurrección de Jesús y la animación de la comunidad representan un mismo suceso. La experiencia de la fe es una resurrección anticipada. Ha sido tentación permanente querer penetrar en el suceso de la resurrección por el camino de la curiosidad, de la razón, de la búsqueda de pruebas que demuestran. Pero Jesús mismo explica el camino del encuentro diciendo: “Dichosos los que sin ver creen”. Los que intentan ver, confunden a Jesús ya desde los comienzos con el hortelano, con un caminante, con un fantasma. La luz de los ojos nada tiene que ver “con la mirada de Dios” y con “el “verle en su misma luz”, o “ver su verdadero rostro”.
Con Jesús llega ya a nosotros lo último y definitivo, la misma vida eterna. Creer en él es poseer anticipadamente la plenitud. En Jesús nos es dada la vida eterna, la vida dichosa y definitiva. En la encarnación de Cristo, Dios ama tanto a los hombres que les da a su propio Hijo. Y nos entraña a nosotros en él. Mientras el Hijo esté con nosotros, Dios en nosotros verá a su Hijo y amará a su propio Hijo. En la encarnación se produjo un gesto sorprendente. Cristo, como Dios, no podía morir. Tampoco nosotros, carnales como somos, podíamos llegar a ser seres celestes. Él tomó de nosotros una carne mortal. Así el inmortal pudo morir y dar su vida por los mortales. Y de este modo pudo hacer de nosotros, mortales como somos, seres inmortales. Por nuestra naturaleza humana y nuestro pecado no podíamos vivir, ni él por la suya tenía posibilidad de morir. Él hizo pues, con nosotros este admirable intercambio, tomó de nosotros la condición mortal y nos dio de él mismo la posibilidad de vivir y de ser eternos.
Hoy el evangelio de Juan nos deja el testimonio original y originante de la vivencia del domingo cristiano. Nos ha dicho que “al anochecer de aquel día, el primero de la semana… entró Jesús… y les dijo: Paz a vosotros”. Y después añade: “A los ocho días estaban otra vez dentro los discípulos… llegó Jesús estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. En esta doble aparición ha visto la Iglesia el nacimiento del domingo cristiano. Es el día de Dios y el día del hombre. Día del descanso, de la fiesta, la alegría, la convivencia, del disfrute de la naturaleza. El día en que aparece el Señor a los suyos para convivir con ellos, hablarles y amarles. Es el día “que hace el Señor”. La asamblea no es un acto libre: es respuesta a la voluntad y convocación del Señor. “Somos cristianos, por eso nos hemos reunido”, decían los mártires al ser entregados a la misma muerte. La Iglesia es signo eminente de todo lo que ella misma es y celebra. Es lugar de encuentro, de reconciliación, de acercamiento, de superación de diferencias, de reconocimiento mutuo, de gestos de solidaridad, de prestación de servicios, de comunión fraterna. Es el día de la palabra de Dios. “En ella Cristo mismo habla”.
Si Dios, en Cristo, ha anticipado para nosotros la vida nueva, nosotros debemos anticipar también nuestra fidelidad y amor a él y a la comunidad a la que pertenecemos. La hacemos mediante el amor sincero y total. Dios es amor y amar es anticipar la vida dichosa y eterna en nosotros y en aquellos que amamos. Dejémonos amar e iluminar por Cristo resucitado. Él es nuestra vida eterna.
Francisco Martínez
email:berit@centroberit.com
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