Lecturas
2ª Crónicas 36, 14-16. 19-23 – Salmo 136 – Efesios 2,4-10
Juan 3, 14-21.
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»
Comentario
DIOS ENVIÓ A SU HIJO AL MUNDO
PARA QUE EL MUNDO SE SALVE POR ÉL
4º Domingo de Cuaresma
Como vimos en el evangelio del domingo anterior, Jesús se manifestó en el templo como Mesías de Dios, denunció la opresión del pueblo y anunció la sustitución del templo por su propia persona. El evangelio de hoy describe la reacción general y la de los hombres de gobierno y de ley, expresada en el diálogo con Nicodemo, un personaje perteneciente las altas esferas del poder, judío observante y maestro de la Ley. Este no esperaba un Mesías de fuerza, sino el Mesías del orden, un maestro capaz de explicar la ley e inculcar su práctica, para llegar así a construir el hombre y la sociedad. El problema se centra sobre la validez de la Ley religiosa como norma de conducta y fuente de vida, como medio de implantar la sociedad humana que Dios desea y promete. Pero Jesús echa abajo el presupuesto de Nicodemo: el hombre no puede llegar a alcanzar plenitud y vida por la observancia de la Ley, sino por la capacidad de amar. Esta capacidad, que da el Espíritu, le viene de Dios y ella completa el ser del hombre.
Jesús, en su diálogo con Nicodemo, se sitúa en lo central y medular. Para él lo decisivo es el hecho de que “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Esta expresión es todo el evangelio en miniatura. Lo dice todo. Es máxima noticia en la historia de la humanidad. Ya no habrá otra mayor. Dios, en la encarnación de su Hijo, se desborda amando para redimir al hombre. Este hecho representa la inmensa desmesura del amor de Dios. Ninguna noticia será ya tan decisiva. El amor de Dios es verdadero amor de Padre. Y este amor de Padre consiste en que nos da a su propio Hijo único. Y el amor del Hijo consiste también en dar su vida por nosotros. Siendo todo así, nuestro amor debe ser un amor en consecuencia. Amamos según es nuestra fe. Creer es salvarse y nos salvamos amando. Nuestra respuesta al amor del Padre y del Hijo es creer. Y creer es confiarnos del todo, abandonarnos en manos de Dios y amar. Jesús, en su diálogo con Nicodemo apela al episodio de la serpiente elevada en un estandarte en el desierto por Moisés. Los que fijaban su mirada en él quedaban curados de las picaduras de las serpientes. Así un instrumento de muerte del que Dios se valió para castigar las murmuraciones y la increencia del pueblo, es ahora convertido en instrumento de salvación para todo aquel que crea. Jesús muere no matando, sino dejándose matar por sus enemigos. Utiliza no su omnipotencia, sino la impotencia y mansedumbre, la solidaridad, para salvar al hombre. Y esto es un reto para nuestra fe. Es una impresionante novedad. Todo se apoya ahora en una experiencia fundante: el infinito amor de Dios al mundo. Antes salvaba la Ley. Ahora solo nos salva un Cristo crucificado, muerto y resucitado.
Dice Juan que Nicodemo fue de noche a ver a Jesús. Esta indicación está en relación con la tiniebla de que habla Juan. La noche significa la resistencia a dejarse iluminar por Jesús, que es la Luz verdadera, por causa de una ideología, la Ley, que se resiste a creer el amor de Dios por el hombre. Pero Nicodemo acude a Jesús, aunque de noche, porque ya hay en él algo de luz, de interés por Jesús.
En nuestras vidas hay acciones que iluminan y transparentan a Dios y el plan de Dios. Y hay acciones que lo opacan y oscurecen. Digámoslo una vez más: a nuestro cristianismo le falta alegría. Sin ella la fe no es suficiente fe. Nuestra alegría es lo que más honra a Dios porque le demuestra que somos felices con él. Lo que verdaderamente evangeliza en nosotros es la vida y el comportamiento, no los conceptos e informaciones. La fe se comunica más viviendo que solo enseñando o informando. Deberíamos analizar con más interés qué acciones oscurecen a Dios en nuestras vidas y que acciones le iluminan y reflejan. La fe verdadera son las obras.
Los seguidores de Jesús nos vinculamos a él por la fe. Es la máxima adhesión imaginable. Se apoya en el inmenso amor que Dios ha manifestado al hombre. Como dice Jesús a Nicodemo, el amor de Dios al hombre se ha manifestado en que Dios dio a su Hijo al hombre. Hay que penetrar en esta inaudita expresión y creer en ella. La medida del amor de Dios al hombre es el don de su propio Hijo. Dios en el Hijo, se da él mismo, del todo y para siempre. Este amor es tan serio que aparece como eterno e irretractable. Jamás fallará. La máxima victoria del amor de Dios a su pueblo en la historia de la salvación es que el pueblo, la esposa del Cantar, llegará un día a responder por fin a este amor con fidelidad eterna. ¡Admirable realidad! Dios no solo ama infinitamente, regala su mismo amor, lo difunde en nuestros corazones, para que nosotros amemos en él y con él.
Este amor nos afecta del todo a los cristianos. ¡Amor al mundo y pasión por él! Así es Dios y así han de ser los seguidores de Dios. Los seguidores de quien dio su vida por el mundo no podemos estar condenando al mundo, sino buscando su salvación. La Iglesia no ha recibido el ministerio del juicio y de la condena, ha recibido el ministerio de la reconciliación. Y esta es su misión y tarea. Los cristianos estamos destinados a tener el mismo amor con el que Jesús amó y ama. La idea veraz que fluye del evangelio es que no nos salvamos solos. Nos salvamos salvando. Para eso Cristo infunde en nosotros su mismo amor. ¡Si creyéramos en este mismo amor! Para poder hacerlo debemos repensar nuestra fe como capacidad divina en nosotros. En él y con él somos capaces de todo. Necesitamos que Jesús nos instruya como lo hizo con Nicodemo. Solo así comprenderíamos que, según el evangelio, o somos apóstoles o somos apóstatas. Solo somos discípulos no cuando conocemos doctrinas, sino cuando comprometemos la vida por los demás amando con él y como él.
Francisco Martínez
e-mail.berit@centroberit.com
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