lecturas

Génesis 9,8-15  –  Salmo 24  –  1ª Pedro 3, 18-22

Marcos 1, 12-15

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto.

Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían.

Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía:

—«Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio».

LAS TENTACIONES DE JESÚS

 Domingo 1º de Cuaresma

            Una vez más llega a nosotros el tiempo propicio de la cuaresma. El tiempo, en su devenir constante, es siempre rutinario, igual. Nosotros podemos transformarlo en historia cuando cambiamos y nos renovamos. La cuaresma es para nosotros gracia de conversión y renovación. Sin este cambio la cuaresma pierde todo su significado.

Bautizado Jesús en el Jordán, el Espíritu le empuja hacia el desierto. En él vive cuarenta días antes de comenzar su misión. En el desierto Jesús se sitúa a solas con Dios y es tentado por Satanás. Mateo y Lucas describen la escena de manera amplia y detallada. Marcos, en cambio, resume las tentaciones en una sola línea. El texto aparece en conexión con el Bautismo y en los dos lugares se hace mención del Espíritu que interviene de manera eficaz. Ahora “el Espíritu lleva a Jesús al desierto”, lugar importante donde acontecen las experiencias fundamentales de la historia de la salvación. Es un lugar de prueba, de experiencia de la presencia de Dios, el espacio donde Dios habla y se le oye con más claridad. Allí acudieron los grandes testigos de la experiencia de Dios. Moisés vivió cuarenta años, camino de la tierra prometida. Allí también acudió Elías durante una cuarentena. Y al retiro siguen acudiendo cuantos se deciden por escuchar con mayor claridad a Dios. Jesús, al iniciar su misión, repite la experiencia del pueblo camino de la tierra de promisión.

El desierto es un lugar cargado de simbolismo. Es el lugar del vacío y del silencio donde la voz de Dios se percibe con más intensidad. En el bullicio de la gran ciudad los valores de espíritu son silenciados y llegan a debilitarse y aun a desaparecer. En el vacío del desierto no interfieren las distracciones y podemos confrontarnos mejor con Dios. Jesús va al desierto para hundirse mejor en el “cara a cara” con el Padre, para hablar con él y percibir con claridad cómo llevar a cabo su misión. ¿Acaso mediante milagros fascinantes? ¿O apoyándose en el poder político? ¿O aliándose con el poder económico? ¿O amparado en el mimetismo contagioso de las masas enfervorizadas? ¿O más bien en el servicio sufrido y humilde de la cruz? Jesús ora a Dios para conocer el camino de su misión y para obtener fuerza para llevarla a cabo. Necesita focalizar con claridad la voluntad del Padre para sentirse libre ante la tentación humana de apoyarse en el poder y éxito humanos. Jesús busca claridad y fuerza. Y lo obtiene. Y nos enseña que debemos hacer lo que podemos y pedir lo que no podemos. El hombre actual ha sucumbido a la tentación de sustituir a Dios por la razón. Y la razón no sabe nada de horizontes últimos del hombre y de su necesidad interior del Absoluto. El hombre actual se ha dejado poseer por los demonios de la frialdad y de la indiferencia. Marcos caracteriza a Satanás como  el señor de la oscuridad, que efectúa posesiones demoniacas y provoca enfermedades físicas y psíquicas, crea el caos y aleja a la gente de Dios. Y presenta a Jesús como el que vence el mal de forma radical y definitiva, reafirmando la voluntad de Dios y la verdad y el bien del hombre.

Marcos nos dice que Jesús se aisló en el desierto cuarenta días, y que fue tentado realmente. Al saberse enviado de Dios, el diablo le sugiere una forma humana ventajosa y apoteósica de lograrlo. Todo hombre, la propia naturaleza humana, tiene sus criterios y normas, sus preferencias y opciones. Son el éxito y el triunfo humano, el aplauso y la complacencia de la gente.  Pero Dios propone a Jesús caminos que no coinciden  con los criterios humanos. Le pide cambiar la omnipotencia por la impotencia, abrazar a sus ofensores, y le impulsa no a vencer, sino a convencer, a vivir la experiencia de un amor incondicionado al hombre. Camino desconocido y diferente. El hombre ha necesitado siempre vencer, triunfar, hacer su propia historia, ser protagonista. Los israelitas caminaron durante cuarenta años por el desierto antes de entrar en la tierra prometida, pero sucumbieron a la tentación de hacer su camino, no el de Dios. Ahora Jesús, germen del nuevo pueblo, entra de nuevo en el desierto y donde el pueblo sucumbió, él vence, obedeciendo, y rehace la historia santa.

¿En qué consistieron en verdad las tentaciones de Jesús? ¿Cómo se enteró la comunidad de un suceso tan personal y particular? Solo Jesús podía revelar su intimidad. Jesús habla aquí de una experiencia real que él vivió, y lo hace con un lenguaje figurativo para impresionar a sus oyentes. La base real del relato es el hecho mismo de la tentación cierta que Jesús tuvo que afrontar durante su misión. Fue una prueba muy real. Bien se trate de un hecho en lenguaje figurado, o dramatizado, o de una interpretación parabólica, la verdad de fondo resalta mucho más que lo que podía ofrecer un ingenuo literalismo. Es símbolo de la seducción que comportaba el éxito humano y de la superación de la hostilidad, de la oposición e incluso el rechazo que Jesús mismo tuvo que afrontar continuamente durante su ministerio público. Todo eso existe ciertamente en la vida real de Jesús. La oposición era tan fuerte que se veía impelido a usar los poderes de Hijo para vencer y triunfar. Pero no los usó. Aceptó no solo la voluntad del Padre, sino también el modo aterrador de ejecutarla: la cruz.

Jesús nos enseña a vencer nuestras tentaciones. La raíz y núcleo de las mismas está en el hecho de que no amamos de verdad o “con todo el corazón”. De que hasta pretendiendo amar a los otros nos amamos a nosotros en ellos. Nos reservamos. Condenamos como todos. Murmuramos. Pleiteamos como los no creyentes. Nos buscamos a costa de los demás. Hacemos nuestros gustos, nuestras preferencias, y rehuimos lo que no nos va. Practicamos en exceso la indiferencia, ausencia y la reserva. Amamos a nuestra manera, pero no a la manera de Jesús ni en la manera que los otros desean y esperan. Nos damos en lo que nos sobra, no en lo que nos cuesta. Tenemos aceptado que amar a los enemigos es un eslogan, una ocurrencia sugerente y bella de Jesús. Pero nada más. No llegamos a darnos cuando nos cuesta y nos duele. Nuestra pregunta importante es siempre ¿qué me pueden dar los otros, no qué puedo dales yo, o en qué puedo yo darme a los demás? ¿O en qué me doy en la familia, en la sociedad civil, en la comunidad eclesial? Todo parte de que todos piensan que cada uno ha de vivir su vida, no la de los otros. La “entrega” de vida que hay en la entraña de Dios, en la cruz y en la  eucaristía, la ignoro y desconozco. La superioridad ostentosa y la preferencia social es siempre un sueño de todos, también de la Iglesia ministerial. Nos halaga la magnificencia. Practicamos la excelencia, la exclusión y la rebaja. Ni de lejos aceptamos el sufrimiento humano porque lo tenemos siempre como inhumano, no sobrehumano como el sufrimiento de Jesús en la cruz. Lo sigo teniendo como necedad y locura, no como sabiduría y poder de Dios. Pienso que todo sufrimiento humano es siempre inhumano, no una participación de la cruz de Jesús, que es amor sobrehumano y divino. Me gusta el crucifijo, pero sin ser yo jamás el crucificado, el perdedor ante el hermano ¡y menos, ante el enemigo!

Todas estas cosas no podremos aceptarlas, y menos vivirlas, si no tenemos un amor grande. Si Dios no nos ilumina y nos da fuerza. Hagamos lo que podemos y pidamos lo que no podemos.

Francisco Martínez

www.centroberit.com

e-mail:berit@centroberit.com

 

 

 

 

 

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