I. LA EUCARISTIA, AMOR DE DIOS AL HOMBRE
- Entre la fidelidad y la deformación
El amor llena la vida y la vida encuentra su sentido y su vértice en el amor. La vida es el amor. La vida sin amor, no es vida. Y, todavía menos, podría ser cosa de Dios.
La eucaristía es un acontecimiento fundante. Cristo la instituyó como máximo y perenne manantial del amor. Pero ha sido inculturada a lo largo de la historia de modos diferentes, y también disminuidos y distorsionados. Ha quedado varada en el clásico concepto de “la presencia real”, en precariedad de referencias a lo que verdaderamente aconteció en la cruz. La eucaristía incluye en su identidad el mismo sacrificio de Cristo, como negación de sí y como muerte sustitutoria por nosotros, como algo que ha de ser activado, asumido y participado por todos y en todos los tiempos. Pero en la historia se ha producido una permanente evasión hacia fines y formas celebrativas que, o bien son insuficientes, o incluso ajenas a esta institución. Es curioso comprobar la capacidad del hombre, simple devoto o alto responsable, para alterar o desfigurar algo tan sagrado y admirable. Convivimos siempre con la insuficiencia y la ambigüedad.
Hay un gran axioma: la eucaristía hace la Iglesia; y la Iglesia hace la eucaristía. Las dos son el Cuerpo del Señor. Interesa, pues, saber lo que es ciertamente la eucaristía y hacer lo que realmente es pues ello nos revela qué y cómo somos nosotros en realidad.
La institución de Jesús representa un vértice absoluto en la historia universal. Si partimos de la verdadera originalidad de Jesús, nunca hubo ni habrá una realidad semejante. Nunca, ni los sueños, ni la misma fantasía podrán imaginar una realidad similar. Que la eucaristía sea el mismo suceso de la cruz-resurrección, ahora actualizado y participado -¡el mismo!- en y por las comunidades del mundo y de la historia, y por cada uno de nosotros, es algo realmente admirable. La eucaristía, desde sus primeras expresiones en Corinto el año 45, aun estando presente Pedro, y hasta hoy, es una realidad muy deteriorada, según relata taxativamente Pablo en su carta a los Gálatas (2). La Iglesia ha emanado millares de normas en todos los tiempos y no ha dejado nunca de vigilar y precisar. Pues ha pesado siempre y en exceso el principio de la precedencia y principalidad social y eclesiástica. Y esto es vertebralmente opuesto a la esencia misma de la eucaristía. La eucaristía, como la cruz, es, y no puede dejar de ser, máxima exaltación del otro en la máxima disminución propia. Y esto es muy difícil de practicar. El papa Francisco está teniendo un gesto significativo en estas últimas celebraciones que casa muy bien con lo que celebra. Utiliza para ejercer la presidencia que requieren los clásicos rituales y manuales una simple silla, lejos de los tronos tradicionales, las sillas gestatorias, tiaras, flabelos y tronos de otros tiempos de la historia.
- La eucaristía en su más hondo fundamento: Dios al servicio del hombre
Centrémonos el tema en su fundamento profundo. Lo hacemos con dos textos capitales de Jesús o sobre Jesús. “Nadie tiene mayor amor que este de dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Y “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Dios hizo al hombre imagen viva y dinámica suya para que pudiera correalizar con él su propia vida. Para ello nos configuró con su propio Hijo. Quiso ver a su Hijo en nosotros para amarnos en su Hijo y como a su Hijo. Decir esto tiene por sí mismo ciertamente una hondura inconmensurable. Pero esto representa el cenit de la obra de Dios en nosotros. Y hay que entenderlo y disfrutarlo. Lo contrario sería desprecio. Lo elevado no es solo el concepto, sino la misma vocación a la que Dios nos convoca. Es absolutamente transcendente. El Padre vive siempre engendrando a su Hijo. Al engendrarle, se está entregando sin reservas y del todo a él. Y cuando el Hijo se encarna, y viene a nosotros, esta misma entrega del Padre, alcanza también, ¡la misma!, a los hombres. Esto significa que el Padre nos regala al Hijo y la filiación del Hijo con todas sus consecuencias. El cristianismo es el don que el Padre hace de su Hijo a los hombres, como don infinito y eterno, para siempre y sin retractación. Y esto significa, por lo mismo, que Dios en nosotros ve a su Hijo, ama a su Hijo, goza de su Hijo. Y todos gozamos de la dignidad, la certeza y seguridad del Hijo. La entrega intratrinitaria y eterna del Padre al Hijo, la misma, se hace entrega temporal divina y humana a nosotros. Y según esto, y precisamente para esto, es como Jesús actúa en la Cena.
- La esencia de la eucaristía, como gratuidad y comensalidad
La cruz de Cristo no es fatalidad humana, sino don voluntario y total de Dios. Jesús expresó el amor de Dios al hombre en el acontecimiento de la cruz. En la cruz estuvieron unidos los dos sucesos más extremos: el amor de Dios y el pecado del hombre. En la cruz la Omnipotencia divina se revistió libremente de impotencia humana. Jesús devolvió bien por mal (R 12,21), soportó la cruz voluntariamente sin tener en cuenta la ignominia (Hbr 12,2). Asumió nuestros propios males haciéndose por nosotros “pecado” (2 Cor 5,21) y “maldición” (Gal 3,13). En la Cena nos enseñó a representar y actualizar la misma cruz mediante la celebración de la eucaristía. Cena, cruz y Eucaristía son lo mismo. Él lo hizo en la cruz de forma cruenta. Nosotros debemos hacerlo de forma simbolizadora, moral y existencial. Pero lo mismo.
Él vivió el amor extremo en la cruz. En la Cena instituyó su perduración en la historia para que el amor absoluto fuera celebrado en la eucaristía por todas las comunidades del mundo. Pero insistimos: cruz, Cena y eucaristía son lo mismo.
La eucaristía tiene sus precedentes en las bendiciones de Israel: Dios dice o hace bienes a su pueblo y éste responde bendiciendo y dando gracias a Dios. Tienen singular importancia las bendiciones de las comidas en la tradición de Israel como símbolo de la reunión de los elegidos en el banquete del reino. En las bendiciones daban gracias a Dios por el don de las cosechas y por la liberación de la esclavitud de Egipto. Jesús bendice siempre el pan y Dios nos bendice en Cristo con toda suerte de bendiciones celestiales.
Jesús primó la comensalidad, y su significado, como símbolo de la reunión de todos en el reino. La comensalidad tiene en Jesús una significación privilegiada. Y esto es coherente y hermoso siempre. El acto de interrumpir el ritmo trepidante que nos estresa, para sentarnos juntos a la mesa y compartir los bienes, alimentos, noticias, confidencialidad, es mucho más que satisfacer necesidades fisiológicas. La comensalidad es clave en el proceso de hominización. Las fieras cuando despedazan el botín, se alejan uno del otro para comer la pieza, celosamente, mirándose de reojo, gruñendo si alguna se acerca demasiado. Imaginad: un día ocurre algo novedoso, sencillo, sorprendente. El primate que come bestialmente alza a la vista el trozo de carne, mira al contrincante y amaga una mueca como sonrisa. Y comenzando a percibir al contrincante como semejante y compañero, reparte su trozo con él. Como, por ejemplo, hacen las fieras madres con sus retoños. El salto a la hominización, cualitativo, profundo y decisivo, es mucho más cuando se produce la comensalidad que cuando el primate usa la herramienta. La comensalidad es alejamiento de la animalidad competitiva y opción por la gratuidad esencial. Hoy la competitividad ha sido exaltada al mito del quehacer humano en la enseñanza, la política, el deporte, el comercio, la profesión y el desarrollo humano. Esto es regresivo, es locura e insensatez.
La comida hoy ha perdido mucho de su simbolismo. Cuando llegan los miembros de la familia, cada uno saca del frigorífico lo suyo, y lo devora en un rincón sin los otros. Ya no se ven las caras. Ya no hablan. La inmensa virtud simbolizadora que comporta el comer juntos ha desaparecido también en nuestras celebraciones. Tenemos una mesa que no es mesa, es altar. Una copa que ahora es cáliz. Una patena que ya no es plato. Una oblea que ya no es pan. Unas gotas de vino especialmente elaborado. Unos manteles que no lo son de mesa de comer. Una comida que de comer-comer no tiene nada. Se ha perdido el símbolo. La misma eucaristía será un acto de piedad, pero carece de expresiones de solidaridad.
Esta solidaridad-gratuidad-donación-entrega-servicio procede del mismo Cristo y tiene una tradición que nos permite descifrar su qué y su por qué, aquello que se esconde detrás del hecho de la muerte en cruz según aquello: “Nadie me quita la vida. Yo por mí mismo la doy” (Jn 10,18).
La transmisión de la eucaristía en las primeras generaciones cristianas se hizo mediante la tradición oral. La fórmula eucarística no se reflejó en los escritos debido a la ley del arcano: la prohibición de comer carne humana, de los romanos y la de beber sangre, por parte de los judíos. Pablo habla en su carta primera a los corintios debido a la gravedad del problema de Corinto. Le afectaba también a él la obligación del silencio. Pero dada la gravedad del problema en Corinto habló muy explícito apelando a su autoridad afirmando: “Yo he recibido una tradición que procede del Señor” (1 Cor 11,23).
La predicación del evangelio a los primeros creyentes contó con la enorme dificultad de encontrar un sentido a la ejecución de Cristo en la cruz. Se llegaba a entender un cierto sufrimiento del Mesías, pero nada más. En la literatura esenia se afirmaba que los crucificados eran malditos de Dios y de los hombres. El crucificado era tenido como excomulgado del pueblo de Dios y de la salvación misma. Los judíos esperaban un Mesías manifestado en forma de poder. La muerte en cruz era escándalo para los judíos y locura para los gentiles. El problema de la muerte de Cristo es el de su vida misma. La muerte no tiene eficacia en sí misma para producir unos efectos mágicos. La esencia de su muerte está en que “él se entregó por nosotros” (Gal 1,4). Más todavía, el Padre entregó a su Hijo como expresión de amor salvador. Y el Hijo se entregó libremente. Las palabras y acciones de la Cena dicen no solo que Jesús murió por nosotros, sino que vivió permanentemente a favor nuestro. La muerte fue la comprobación de la seriedad y autenticidad de su vida.
- La eucaristía, actualización de la cruz como lealtad extrema y permanente
El mensaje expresado a diario por Jesús creaba incomodidad creciente a los poderosos hasta al punto de que él sabía muy bien que esto podía costarle la vida. A pesar de la seria amenaza, Jesús permanece fiel a su ministerio. Sabía que “sus enemigos le observaban para acusarle” (Mc 3,2), y manejaban motivos suficientes para ejecutarle. Lo condenaban a muerte por blasfemia (Lev 24,16), por afirmar que perdonaba los pecados equiparándose a Dios (Mc 2,7), por transgredir el sábado (Ex 31,14), por magia al actuar con el poder de Belcebú (Mc 3,22). Era, pues, inevitable el conflicto con las autoridades de Jerusalén. Jesús anuncia en su vida la misericordia universal. Su vida es un servicio. Para Jesús este servicio incluía el hecho de dar la vida. Y la dio del todo. ¿Cómo? Jesús soportó todos los males físicos, morales, sociales, la pobreza, la exclusión, la oposición. Y todo lo asumió con amor. En esto consiste la cruz verdadera: encajar con bondad las tensiones, desencuentros, insultos, ofensas, envidias, egoísmos, las negatividades de la vida cotidiana, las de todos y del todo. Jesús es el contra-mal radical del mundo. Y esta es la cruz. Donde hay desamor él puso amor. Venció el mal asumiéndolo, apropiándoselo para matarlo en su carne. Lo que a nosotros nos atormenta y amarga, él lo asumió mediante una entrega libre y gozosa. La cruz verdadera de Cristo fue su vida cotidiana vivida en verdad y solidaridad entusiasmada. Su gozo fue decir “sí” donde nosotros decimos “no”. En esta actitud, le encantaba comer osadamente con pecadores. Era una opción profética que expresaba tolerancia, acogida, hospitalidad y comensalidad en el reino del Padre que es misericordia y amor. Al ser criticado por los judíos a causa de sus comidas con pecadores, Jesús responde con las tres parábolas bellísimas de la misericordia.
II. LA INSTITUCIÓN DE LA CENA: GESTOS Y PALABRAS DE JESÚS
Para ahondar en el sentido profundo de la Eucaristía, nada mejor que analizar los mismos gestos y palabras de Jesús en la Cena. ¿Qué hace Jesús y qué dice para declarar su intención profunda? Lava los pies de los suyos, ofrece pan para comer y ofrece el vino para beber acompañando el gesto con palabras. Identifica el pan con su cuerpo destrozado y el vino con su sangre derramada. Escenifica lo que dice y hace afirmaciones contundentes sobre el amor y el servicio que deben implicar el don de la hasta dar la vida. El contexto de todo ello es una muerte violenta aceptada. La afirma expresamente explicando su significado. Esta muerte que presiente como inevitable no la señala como fatalidad inevitable, sino como un servicio libre, una donación de vida. Jesús se autodefine como “siervo”. Dice y hace expresiones inequívocas de siervo.
- Las acciones y palabras sobre el pan
Jesús en la Cena “tomó el pan, y pronunciada la bendición, lo partió, se lo dio y dijo: tomad, esto es mi cuerpo” (Mc y paralelos). Lucas y Pablo añaden: “Haced esto en memoria mía” (LC 22,19: 1 Cor 11,24). No consta con certeza si Jesús dijo “cuerpo” o “carne”. Se refiere a la persona en su misma corporeidad. Conlleva la referencia de su muerte. La acción de partir el pan y repartir la copa significa la entrega, la donación de sí mismo. Lo hace “por vosotros” (Lc ,20), “para la vida del mundo” (Jn 6,51).
- Acciones y palabras sobre el vino
Dice Marcos: “Tomó luego un cáliz, y dadas las gracias, se lo dio y bebieron todos de él. Y les dijo: esta es mi sangre de la Alianza, que va a ser derrama por muchos” (14,23-24). Mateo 26,28 añade: “Para el perdón de los pecados”. Lucas (22,20) y Pablo (1 Cor 11,25) dicen: ”Este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre”. Lucas añade “derramada por vosotros”. Y Pablo agrega: “Haced esto cuantas veces bebáis, en memoria mía” (1 Cor 11,25). El comer y beber a que invita Jesús es especial: significaba recibirle a él y aceptarle en la circunstancia concreta del derramamiento de su vida por todos. “La Nueva Alianza” se refiere a las nuevas relaciones con Dios instauradas por el Hijo que sigue siendo fiel al Padre, incluso en el contexto de las máximas dificultades y sufrimientos.
- “Haced esto en memoria de mí”
Jesús hace de la Cena un memorial. En la mentalidad de todos no se trataba de un recuerdo psicológico. La orden de repetición implicaba revivir la misma acción profética de dar la vida en favor de los demás. El memorial no agota su significación trasladándonos al pasado o trasladando el pasado a nuestro presente. Es fundamentalmente un hoy vivo que nos compromete por completo a nosotros junto con nuestros problemas y tensiones. Ahora nosotros, comensales y concorpóreos de Cristo, realizamos su misma acción profética para que los hombres de hoy, al vernos, entiendan y queden interpelados. La razón del memorial es implicar a todos los creyentes de todos los tiempos y lugares, que deben revivirlo en expresiones cultuales contemporáneas, de forma que todos entiendan. Reducir la eucaristía a una simple actualización moral del sacrificio de Jesús, sería una manipulación insuficiente de la misma. Reducir la fidelidad a una simple observancia ritual, además de una profanación, sería una actitud envilecida contra la esencia del sacrificio de Jesús. Celebrar hoy el memorial del Señor implica una actualización presencial de su gesto en nosotros que somos su cuerpo. Tenemos que incluir en él nuestros problemas viviéndolos en la más exigente fraternidad, al estilo de Jesús.
- Pablo y su discusión con Pedro: la exclusión pervierte la eucaristía
En la carta a los Gálatas hay un texto fundamental sobre la eucaristía que muy pocos tienen en cuenta y sin embargo es capital. Habla por sí mismo. “Pero cuando vino Cefas a Antioquia, me enfrenté con él cara a cara, porque era digno de reprensión. Pues antes que llegaran algunos del grupo de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que ellos llegaron, se le vio recatarse y separarse, por temor a los incircuncisos. Y los demás judíos le imitaron en su simulación, hasta el punto de que el mismo Bernabé se vio arrastrado por la simulación de ellos” (Gal 2,12-13). Hacia el año 48, en que se celebró el Concilio de Jerusalén, que no impuso la circuncisión los gentiles conversos, se celebraban comidas presumiblemente eucarísticas en las que los judaizantes excluían a los gentiles no circuncidados. Cuando Pedro entra en casa de Cornelio es acusado por los judaizantes de comer con gentiles. Pedro tiene miedo y deja de comer con gentiles incircuncisos. Pero la intolerancia de los judaizantes y el comportamiento de Pedro están afectando gravemente algo tan fundamental como la Cena del Señor. El escándalo es grande. Es un error que pervierte la fe. Para Pablo se ha hecho mentira que no hay distinción entre judíos y griegos. Pablo acusa expresamente a Pedro de “no caminar en la fe del evangelio (Gal 2,14), y defiende la supremacía de la Cena del Señor por encima de las prescripciones judías. La unidad de la comunidad, eliminando toda clase de diferencias, es lo medular de la eucaristía. La eucaristía es esencialmente comunión. Los judíos cristianos que fuerzan a Pedro a no comer con gentiles conversos, son llamados por Pablo “falsos hermanos” (Gal 2,4).
- La praxis de la fe en la Iglesia
- Carta a los Corintios: la Cena, comunión de todos con Cristo
Es el documento más antiguo que tenemos de la eucaristía en la Iglesia. Pablo lo redacta hacia el año 55. En el trasfondo están las exclusiones que los judíos cristianos hacían de los gentiles conversos en las comidas de Antioquía. En el error está implicado el comportamiento ambiguo de Pedro. Existe peligro de dividir la naciente Iglesia en dos facciones irreconciliables. Esto afecta a la fe y al evangelio. Pablo, ante la trascendencia del hecho, se ve obligado a apelar públicamente a una tradición que él certifica haber recibido del Señor (1 Cor 11,23). Actúa, pues, con plena autoridad apostólica, porque se trata de un asunto de máxima importancia para la fe cristiana.
En Corinto los cristianos están divididos. Se reúnen para la Cena del Señor, pero algunos se adelantan a comer sus propias viandas, de forma que unos pasan hambre y otros se hartan y embriagan. La Cena primitiva tenía dos partes, la comida de hermandad y la acción propiamente eucarística. Parece ser que los ricos acudían antes a la reunión llevando alimentos abundantes y exquisitos. Cuando llegaban los pobres, después de su trabajo, solo veían mesas vacías y los rostros radiantes de vino. Esto era irritante. Para Pablo también la comida de hermandad era a su manera “Cena del Señor”, pues era expresión de unidad y fraternidad. Aun refiriéndose a los manjares, y no a la comida sacramental, Pablo no duda en afirmar que “eso no es ya comer la Cena del Señor” (20). Es “despreciar a la Iglesia de Dios y avergonzar a los que no tienen” (22). Es “comer el pan y beber el cáliz del Señor indignamente y ser reo del cuerpo y de la sangre de Cristo” (27). Quien destruye la fraternidad pervierte la misma Eucaristía. Cristo adquiere un cuerpo no solo bajo la figura del pan, sino también, y sobre todo, bajo la forma de la comunidad que también es su cuerpo al que se ordena el mismo pan. Según Pablo, lo verdaderamente indigno de la celebración es recibir la comunión sacramental sin ser comunión social, sin sentirse afectado por la entrega de Cristo reflejándola en la propia vida cotidiana. No se puede recibir el cuerpo eucarístico de Cristo y rechazar a los hermanos, porque ellos son el cuerpo de Cristo. “Por consiguiente, hermanos, cuando os congreguéis para comer, aguardaros unos a otros” (33). Los abusos en las cenas fueron la causa de que ya en el siglo II se separaran la comida fraterna y la acción litúrgica. Con ello se cortaron los abusos. Pero en contrapartida se separaron también en exceso la mesa del rico y la del pobre. Esta evolución ha borrado la afinidad entre la misa cristiana y la mesa doméstica familiar. Se alejaba la posibilidad de profanar la celebración litúrgica, pero se hacía más profunda y generalizada la profanación de la fraternidad al coexistir mesas tan distintas como las de los pobres y las de los ricos. Es un hecho que el hambre en el mundo es negación de la mesa del Señor.
- Juan: la Eucaristía, “dad vosotros de comer” (Mt 6,37) y “servir a los demás” (Jn 13,12-16)
Juan tiene dos lugares en su evangelio que nos transmiten su admirable y peculiar visión de la Eucaristía. Son el discurso sobre el pan de vida en el capítulo 6 de su evangelio y el lavado de pies, en el capítulo 13, como preámbulo de la pasión vivida como verdadero y extremo.
En la cultura judía el pan es el gran medio de subsistencia y es también compendio de todos los dones de Dios. El pan no solo asegura la subsistencia: toda comida implica, además, reunión de varios y unión especial. Y esto afecta a la eucaristía. El deber de hospitalidad y de compartir el pan con el emigrante es un elemento muy importante de la piedad y fraternidad judía. La abundancia o carestía de pan tiene en la cultura judía el valor de signo: de bendición de Dios o de castigo por el pecado. El don o la multiplicación del pan remiten siempre a un especial favor de Dios. Se magnifica sobre todo la sobreabundancia de pan. De la inmensa multitud que acudió a oír a Jesús se dice, “todos comieron y se saciaron” (Mt 15,17). Es una multiplicación con gestos litúrgicos que alude a la Eucaristía. Jesús es pan verdadero. “Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí no tendrá hambre y el que crea en mí, no tendrá nunca sed (Jn 6,35s). Pan es toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4). El evangelio une el hambre de la palabra y el hambre de pan. “Llevan ya tres días conmigo sin comer” (Mt 15,12). La implicación es clara. Por ello Jesús no duda en decir a sus discípulos paradigmáticamente “Dadles vosotros de comer” (Mt 6,37) Pan espiritual y material constituyen un todo. La Eucaristía es ahora el pan de altar y el pan de la mesa. Los dos unidos.
El segundo lugar eucarístico de Juan es el relato del lavado de pies (Jn 13). Vivir la Eucaristía significa inequívocamente servir a los demás. Juan, el discípulo amado, no habla expresamente de la institución eucarística. Esto parece un fuerte contrasentido. Sin embargo es un evangelio profundamente eucarístico. En el capítulo 6 habla de la fe como requisito para “comer la carne y beber la sangre”. Comemos con la fe, no con la boca. Sin fe no hay comunión con Cristo. En el capítulo 13 habla no de la Eucaristía celebrada, sino de la Eucaristía vivida: el servicio sincero y humilde a los demás. Juan elabora un prólogo solemne como dando a entender que va a hacer una declaración muy importante o un gesto constituyente. “Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (13,1). Y afirma enfáticamente que ”sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía”…, y cuando esperamos que va a hacer o decir algo espectacular y grandioso, dice Juan que, “ciñéndose una toalla… se puso a lavar los pies a sus discípulos”. Y lo hace dando a entender que con ello cumple la encomienda del Padre y ejerce todo el poder que le ha conferido. Lo asombroso es que Juan no solo no relata la institución de la Eucaristía, sino que en su lugar, y justamente en su lugar, y con intencionalidad osada, describe el gesto concreto del lavatorio de los pies, el gesto más humilde de la sociedad de aquel tiempo. Y lo hace no para establecer un formulario ritual, sino como un imperativo de claro significado relacional social y eclesial. Es decir: hacer de siervo de todos en la vida real mandando a todos sus seguidores hacer lo mismo, no en una función ritual, ¡seguro!, sino en la vida real. Sin embargo, sus discípulos, los de ayer y los de hoy, somos más fieles observando el rito ceremonial que practicando la realidad funcional. ¡Como si el gesto de Jesús se prestase a disminuciones! ¡Un Dios convertido en esclavo y servidor del hombre! Así lo reconoció Pedro. “Señor, ¿lavarme tú a mí los pies?” (Jn 13,6). El servicio real y efectivo está en la identidad del ministerio. No existe ministerio sin servicio real. El predicamento de dignidad social en el sacerdocio cristiano es anterior a Constantino. Sin embargo en el Nuevo Testamento los responsables del culto y del gobierno de la comunidad no son llamados “sacerdotes”, es decir, “hombres sagrados”. Estudiadamente se evita designarlos con el “cohemin” hebreo o el “hireis” griego. Hay una intencionalidad expresa de no retornar a la función judía de sacerdocio. El término “sacerdote” comienza a aplicarse en el siglo III. Se les llama “diaconoi” o ministros en el sentido de servicio. Pablo se designa constantemente “siervo” o “servidor”: Hch 20,24; 21,19: R 11,13; 2 Cor 3,5; Ef 3,7; Col 1.23; 1 Tim 1,11, etc.
La categoría en la que Jesús presentó su obra no es la de los sacrificios rituales, sino la de “servicio” a Dios y a los hombres. Más que de un “morir por” se trata de un “vivir a favor de”. Se realiza como donación voluntaria de la propia vida en una proyección personalista y existencial, más que cultual sacrificial. En Cristo, a diferencia de Israel, el sacrificio ya no es un sacrificio, un ritual, sino una donación oblacional a los demás. Jesús lo entiende así cuando evoca e insiste en aquello de “misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9,13).
A la luz de los textos aparece manifiesto que la Eucaristía es la institución de la nueva fraternidad. No es, sin más, la presencia de una cosa sagrada, sino el suceso de una profunda comunión. La eucaristía no termina en los elementos de pan y vino, sino en la comunidad. Cada comunión renueva la encarnación. No se pueden separar comunión con Cristo y comunión eclesial. La eucaristía no hace el cuerpo de Cristo, nos hace cuerpo de Cristo. El Espíritu Santo no solo consagra los dones, sino también la asamblea reunida a la que incorpora a Cristo, como cuerpo místico suyo. Celebrar la eucaristía es hacer de la propia existencia pan partido y compartido, sangre y vida derramada en favor de los demás. En el evangelio y en las cartas de San Juan podemos advertir no solo el profundo enraizamiento del amor fraterno en el amor de Dios, pues aparecen como una misma cosa, sino también la mayor insistencia en el amor fraterno que en el amor a Dios. Y es que contempla el amor no en su manantial absoluto, Dios, sino en el cauce de la vida cotidiana, de la convivencia fraterna. La Eucaristía es “agapé”, amor de Dios, darse del todo y para siempre. El pan es “entregado” como comida (Mc 1,22 y Mt 26,26) y es también “entregado” hasta una muerte de amor (Lc 22,19 y 1 Cor 11,24). Es también “sangre derramada” por todos (Lc 22,20; Mc 14,24). Toda la vida de Jesús es un “darse” sin reservas en el servicio de la palabra, en la curación de enfermos, en la convivencia cotidiana, en el amor sin límites. Donde no hay donación y comunión no hay Eucaristía. La Eucaristía es por institución y por esencia entrañamiento y comunión en el otro.
Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen el testimonio impresionante de la praxis cotidiana de la comunidad cristiana: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones… Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno” (2, 42-45).
Santiago nos ofrece este testimonio también paradigmático: “Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido; y entra también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís vuestra mirada al que lleva el vestido espléndido y le decís: “Tú, siéntate aquí, en un buen lugar”; y en cambio al pobre le decís: “tú quédate ahí de pie” o siéntate en el suelo a mis pies”, ¿no sería eso hacer distinciones entre vosotros y juzgar con criterios falsos?” (Sant 2,1-4).
La Didascalia de los Apóstoles, del siglo III, nos ofrece un testimonio asombroso. Dice que “si en la asamblea entra un rico el obispo no debe moverse, pues ya lo atenderán los demás miembros de la comunidad, mientras que si entra un pobre y no tiene asiento, que el obispo le ceda el suyo y él se siente en el suelo si es necesario”.
Francisco Martínez
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