1. LA EUCARISTÍA, FERMENTO DE LA NUEVA HUMANIDAD
La mayor crisis de la Iglesia, después del cisma ortodoxo y de la escisión protestante, es el divorcio de fe y cultura en la época moderna. Esta crisis ha afectado a lo que constituye la misma fuente y cima de la vida cristiana: la eucaristía. Grandes sectores humanos han coincidido en idéntica afirmación: «no me dice nada». Siendo en verdad la misma actualización de la muerte-resurrección de Cristo, el acontecimiento mismo de su entrega, esta acusación se vuelve contra el sistema educativo y contra quienes tienen la responsabilidad pastoral en la Iglesia. ¿No será, más bien, que ellos no dicen apenas nada?
El elemento más importante en la celebración eucarística es, sin duda, la asamblea, la comunidad. Es precisamente ella quien tiene que activar el contenido de la celebración: compartir, sanar, liberar, ejercer el perdón y la misericordia. Lo demás son mediaciones, servicios, ministerios. En la asamblea, lo más decisivo es el hecho dinámico de dejarse convocar, reunir y unir, guiar, conducir, salvar, con el fin de poner en común, de ejercer la máxima gratuidad personal. En una boda son dos los que actúan, los que son felices en la mutua entrega. Los demás son testigos pasivos. En la eucaristía todos somos protagonistas activos, todos somos actores que «condicionamos» la autenticidad de la misma celebración. No sólo nos reunimos para estar en comunidad, sino para vivir en comunión. La asamblea, al ser convocada, realiza su identidad y destino. Sale del exilio, de vagar por sendas perdidas, y se realiza como pueblo de Dios. Lo verdaderamente asombroso no es que llegue a formar un cuerpo social, sino el mismo cuerpo de Cristo. El significado profundo de la eucaristía como asamblea es la anticipación de la convocación definitiva en la vida gloriosa del futuro.
No hay eucaristía sin fraternidad, sin responsabilidad y complementariedad social, personal, espiritual. No se puede celebrar sin pan y vino. Mucho menos se puede celebrar sin amor efectivo, sin don gratuito de sí. La «hostia» no son sólo los elementos materiales, sino la asamblea, las personas. El epicentro dinámico no está sobre el altar, sino dentro de los corazones, ya que es en ellos donde acontece lo mismo que existe sobre el altar. La conversión de los elementos está al servicio de la transformación de las personas. La razón de la institución, de acuerdo con el mismísimo evangelio, es el porqué y para qué instituyó Jesús la eucaristía, que no es precisamente venerar la presencia de Cristo bajo las especies, sino servir, compartir, renunciar al poder, a todo poder. La eucaristía es el «no poder» ante el hermano. El cuerpo de Cristo con el que celebramos, y que celebramos, somos nosotros, la asamblea, la comunidad. Es verdadera profanación reducir la eucaristía a celebración, salvar las rúbricas y no salvar al hermano en su necesidad. O demostrar más interés y celo por las rúbricas que por el mal o el sufrimiento de los hombres. La cruz es dejarse morir de amor. La eucaristía es dejarse comer de amor. Esto es el núcleo esencial. Lo demás es también importante, pero en distinto nivel.
Cierto: es tan real el cuerpo y la sangre de Cristo en la eucaristía que quien come se transforma en «cuerpo entregado» y «sangre derramada» por los demás. En el Nuevo Testamento y en los Padres de la Iglesia la importancia se la llevan no los signos en cuanto que son «cosas» o «elementos», es decir, como mera «materia» del sacramento. Apenas se insiste en una especie de fijamiento de la asamblea celebrante en la contemplación extasiada de los dones. Se reúnen para compartir, comer juntos, ser solidarios. Saliendo al paso del posible escándalo ante estas afirmaciones, diré que toda la enseñanza y vida de Jesús, y el significado explícito que él mismo da a la cruz y a la cena, como contenido de la eucaristía, es el amor fraterno. Donde las cosas se entiendan de otra manera, el escandalizado es el mismo Cristo. El primer componente de la eucaristía es la asamblea. Y su primer dinamismo es compartir. El «banquete» eucarístico es que comamos el amor de Cristo y que nosotros, con él y en él, nos dejemos comer por los demás en nuestras capacidades y dones. El máximo deber del ministerio es evangelizar la ritualidad. Es sólo de esta manera, y esto es serio, como anticipamos la nueva y definitiva comunidad. Después de Cristo, y de su cruz, ya no hay nada.
2. LA EUCARISTÍA, UNA COMUNIDAD QUE COMPARTE Y SE COMPARTE
La eucaristía no es un «acto» de piedad, tal como lo entiende una gran parte del pueblo en virtud de la rutina. Es ser piedad y misericordia siempre y con todos. Es un «sacrificio que consiste en no sacrificar, acosar, a nadie. Es un antisacrificio, ser positivos siempre y con todos. Es existir no sólo como comunidad, sino como comunión. La entrega radical, amar y ser amados, es la identidad profunda del hombre, de cada hombre. Es también la identidad de Dios: la entrega constituye las divinas personas. Los primeros evangelizadores encontraron una grave dificultad en predicar, como fundamento de la fe, un Dios crucificado. La muerte no tiene valor por sí misma. Lo normal es que sea un contravalor. Lo que da sentido a la ejecución de Cristo es que amó hasta el extremo, que se dejó atacar y matar por nosotros.
Lo primero que resalta San Pablo en la cena del Señor es el hecho de «estar juntos» No para venerar cosas o practicar ritos. Sino para compartir. ¿Nos imaginamos a un Cristo preocupado más por la ritualidad que por la entrega afectiva real? Precisamente todo en la eucaristía está organizado en torno a la clave fundamental: «la entrega» de Cristo. Él invita a todos y en serio. Primero a los mismos pecadores. Comer osadamente con pecadores es toda una parábola en acción, un lenguaje suceso. Es la entraña del evangelio, manifestado en las parábolas del hijo pródigo, de la oveja perdida.
Ésta es la mente explícita de Cristo en sus mismos gestos y palabras. Cuando, referente al pan dice: «Tomad y comed», no sólo se sirve de la materia, sino del gesto social de repartir el pan. El cuerpo entregado es él mismo en la circunstancia concreta del derramamiento de su vida en nosotros. «La carne de Cristo es la caridad divina» (San Ignacio de Antioquia). La copa de vino es la sangre de Cristo, la bendición de Dios, la herencia divina, el darse del todo en alianza nueva y eterna. La vida, muerte y enseñanza de Jesús explican el sentido de la cena. Ésta es ser no sólo comunidad, sino vivir en comunión.
El propio San Pablo comenta auténticamente el gesto de Jesús en la cena. En Corinto, cuando «se reúnen» (1 Cor 11,18), hay dos bandos. Los judíos excluyen de la cena a los gentiles conversos. No comen juntos. Mientras unos se emborrachan, otros no tienen qué comer. La cena tenía dos partes: la comida social y el rito eucarístico. No comer juntos la cena social, emborracharse en la mesa ordinaria mientras otros sienten necesidad es «no celebrar la cena del Señor» (1 Cor 11,20; se emborrachaban no con la copa consagrada, que era única para todos, sino con las «otras» copas). Es «despreciar a la Iglesia de Dios e insultar a los que no tienen» (1 Cor 11,22). Es «comer el pan y beber el cáliz indignamente y ser reo del cuerpo y de la sangre del Señor» (1 Cor 11,27). «Quien come y bebe sin discernir el cuerpo (los hermanos), come y bebe su propia condenación» (1 Cor 11,29). «No os reunáis para vuestro castigo» (1 Cor 11,34). «Por consiguiente, cuando os reunáis para la cena, esperaos unos a otros» (1 Cor 11,33). Según San Pablo, no se puede recibir el cuerpo eucarístico de Cristo y rechazar a los hermanos porque ellos son el cuerpo de Cristo. No se puede recibir la comunión sin ser comunión, porque la eucaristía no es sólo la presencia, el elemento estático, sino el dinámico, entregarse. «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no nos une a todos en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Cor 10,16-17). La comunidad, la eclesialidad de la eucaristía es el rasgo más característico de la enseñanza de los Padres.
3. LA EUCARISTÍA O LA DICHA DE COMPARTIR
Lo esencial en la eucaristía es la comunidad. Y lo esencial en la comunidad es entregarse del todo, amar en la dificultad. En la misa está Cristo y su personal sacrificio como suceso y acontecimiento. Pero está en función de nosotros, para acogernos en su amor, entrañarnos en él. La esencia de la eucaristía es amar. Jesús, en la cena y en la cruz, no jugó a ceremonias. Y nos mandó a nosotros hacer lo mismo que él hizo.
En el primer momento de la vida de la Iglesia pudo haber, en la misión, dificultad de reconocer un sentido a la ejecución de Cristo. Era un suplicio bárbaro, en el decir de los autores del tiempo. No es que «lo cazaron». Jesús lo tenía claro. Y dijo: «Nadie me quita la vida: yo por mí mismo la doy» (Jn 10,18). Enseguida los autores del Nuevo Testamento y la comunidad entera entendieron de forma meridiana que se trataba de un amor singular, inédito. Los ambiciosos y poderosos de su tiempo acusaron a Jesús de revoltoso, de blasfemo, de no observar el sábado y querer destruir el templo, de perdonar los pecados equiparándose a Dios, de obrar en virtud del demonio. Sus enemigos «estaban siempre al acecho para acusarle» (Mc 3,2), y ante el conflicto inevitable él se puso siempre de cara a la verdad por amor a nosotros. A Jesús le hicieron la vida sumamente incómoda. Como a los profetas de todos los tiempos. A él más, pues, siendo de condición divina, se humilló hasta el extremo para no humillarnos a nosotros. Fue un acto de gran amor. «Vino a su casa y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11). Donde nosotros reaccionamos con violencia, el siguió amando incluso a sus verdugos. Nunca había existido una cosa semejante. Más todavía: la propia comunidad de seguidores de Cristo se había convertido ella misma en la revelación del sentido de la muerte de Jesús. La gente extraña quedaba impactada, asombrada, de que una comunidad viviese como hermanos e irradiase siempre el perdón y la misericordia. El núcleo del nuevo mensaje y testimonio era una entrega sin límites. Ahora la cruz ya no era un tormento, sino la vida cotidiana vivida en un amor extremo, un amor que todo lo sufre, todo lo soporta, que jamás se rompe.
El sacrificio de Jesús resultó único y singular. Nada tuvo que ver con el ritualismo judío, con el hieratismo de las religiones. Fue un sacrificio no ritual, sino existencial. El sacrificio de Cristo fue su vida entera vivida como servicio a los demás. No fue sólo morir por nosotros, sino vivir toda su vida a favor y como servicio nuestro. Jesús lo afirmó de forma contundente: primero en el gesto de morir, y segundo en el gesto de entregarnos su muerte en la forma de una comida con la idea de que nosotros lo entrañáramos, lo hiciéramos propio.
La vida y la predicación de Cristo revelan perfectamente el sentido de su muerte y el de la eucaristía como sacrificio. El sacrificio de Cristo fue el don voluntario de su misma vida. No fue sólo la ejecución. Ni tampoco, en el caso de la eucaristía, la disociación del cuerpo y de la sangre en la patena y en el cáliz. Los teólogos de muchos siglos han sido poco serios desviando lo nuclear del sacrificio a otros aspectos más bien teóricos. Incluso en cuanto al aspecto sacrificial el pueblo se fue concentrando, ya en el siglo VIII, en el ofrecimiento de dones, como algo distinto de la ofrenda personal. Poco serio resulta también un presidencialismo hierático que convierte la eucaristía en manifestación de ostentación y de poder, de indebido protagonismo, por influencia directa de la liturgia imperial y como herencia de la parafernalia cortesana de los imperios romano, franco y bizantino, y de la Edad Media. Y no es menos grave asimismo el ritualismo abusivo de quienes se exasperan por la omisión de gestos de disciplina de rango inferior mientras quedan mudos ante la omisión grave de gestos de dar la vida, de ser humildes, de no hacer ostentación de fuerza, de influencia o de poder. Jesús se manifestó receloso ante los sacrificios rituales que disocian el interior y lo exterior. Sería maravilloso poseer la verdadera cruz de madera. Pero cada acto del cristiano vivido por amor es una verdadera participación de la pasión de Cristo. Tiene calidad divina.
Con el fin de que la eucaristía no derivase en pura ceremonia, todo el Nuevo Testamento evita los términos cultuales al referirse a la eucaristía: sacerdotes, sacrificio. En cambio, los mismos términos se concentran en cualificar como sacrificio agradable a Dios vivir la vida cotidiana como amor fraterno: «Os exhorto, hermanos… a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12,1). «No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente, porque tales son los sacrificios que agradan a Dios» (Heb 13,1-3.16).
De tal manera la Iglesia primitiva destacó la dimensión interna, real, de la eucaristía que los paganos acusaron a los cristianos de obrar como ateos y como gente sin religión: «vuestros ojos no pueden soportar templos, ni altares, ni imágenes de dioses». Y en el mismo siglo II contestan los cristianos sin complejos: «Nosotros no tenemos templos ni altares». Los grandes historiadores modernos afirman que los primeros cristianos apenas se fijaban en el pan y vino como materia. Se concentraban en ella como un signo y exigencia de gratuidad, de perdonar, de ofrecer la paz. La ofrenda material es signo de la espiritual y personal. Los primeros cristianos no agotan su atención en el hecho de la presencia real de Cristo en el pan y vino. Y menos en el presidente consagrante que indudablemente era un ministro reconocido. La hostia santa es, junto con Cristo, la comunidad que se ofrece con él y como él. El altar está en el corazón de la asamblea. Mientras que la doctrina actual carga su acento en la presencia real, estática, de Cristo en el pan y vino, la primera comunidad, y los siglos inmediatos posteriores, lo hacen en las disposiciones y actitudes dinámicas de la asamblea de darse y compartir. La presencia real de Cristo en la eucaristía es un hecho sorprendente. Pero es preciso afirmar que está dándose, para darse y para que nosotros nos demos con él y en él. La eucaristía no es sólo venerar la hostia sagrada, sino también adorar al hermano, vivir plenamente el amor fraterno. Expresa fidelidad no sólo a los ritos, necesarios, sino a su contenido profundo: la paz, la reconciliación, la solidaridad. No se puede reducir la eucaristía a un acto de piedad. Y menos, a un espectáculo multitudinario, indiscriminatorio de creyentes y agnósticos. Los Padres de la Iglesia lo tenían claro: «A nadie le es lícito participar de la eucaristía si no cree que son verdad las cosas que enseñamos y no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y no vive como Cristo nos enseñó» (San Justino). Volvemos a recordar una de las más bellas definiciones de la eucaristía, la da San Ignacio de Antioquia: «La carne de Cristo es la caridad divina».
4. PARA LA ORACIÓN PROFUNDA
Pensando en las dificultades que sientes al tener que expresar la cercanía afectiva, la fraternidad solidaria, el perdón y la misericordia, di lenta y reiteradamente:
«Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros».
«Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por lo siglos de los siglos» (Del Ordinario de la misa).
«Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro» (Del Ordinario de la misa).
«Dentro de tus llagas escóndeme» (San Ignacio de Loyola).
Francisco Martínez, «Dejarnos hablar por Dios», Herder.
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