ESPÍRITU SANTO Y EUCARISTÍA

EL DERRAMAMIENTO DE LA VIDA EN LOS DEMÁS

1. EL ESPÍRITU SANTO Y JESÚS

Nosotros, los occidentales, no hemos prestado tanta atención al Espíritu Santo como los orientales, en su obra santificadora de la historia de la salvación.

El Espíritu Santo desempeñó un papel esencial en la encarnación del Verbo en Nazaret y en el posterior desarrollo de su obra. El poder del Espíritu se concentró, primeramente, en el ser Hijo de Cristo, que no es una realidad estática, sino dinámica: vivió como Hijo en una sucesión continua de opciones de obediencia oblacional filial al Padre. Su vida fue un vivir filial.

El Espíritu fue alma y principio en la misión mesiánica de Jesús. Ungido por él, lo invade y penetra, impulsándole a anunciar a los pobres la buena nueva del reino, a iluminar a los ciegos y liberar a los cautivos (Lc 4,14-21). Por ello, mediante el Espíritu se enfrenta a los malos espíritus que dominan el mundo y asegura: «Si yo arrojo a los espíritus malignos con el Espíritu de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Mt 12,28).

Es este mismo Espíritu, dador de vida, quien resucita a Jesús de entre los muertos (Jn 6,63) penetrándole de tal manera que lo constituye un ser «espiritual» y «espíritu vivificante» (1 Cor 15,45).

2. EL ESPÍRITU SANTO Y LA IGLESIA

El Espíritu es también quien actualiza, universaliza e interioriza el misterio pascual de Cristo, su muerte y resurrección. Así es cómo nace y vive la Iglesia. Cristo, el siempre Viviente, sigue viviendo en medio de su comunidad y la está animando en su propia vida nueva, que es la vida en el Espíritu. Pentecostés no es algo distinto, o añadido, a la Pascua. No añade nada nuevo a la salvación realizada por Jesús. La actualiza y la representa en todos los tiempos y lugares para que pueda ser participada por todos. El Espíritu que reposa y permanece en el Hijo es derramado sobre su comunidad mesiánica (Hch 2,14-16).

3. ESPÍRITU SANTO Y EUCARISTÍA

Es muy profundo el nexo de la eucaristía y el Espíritu Santo. Cuando comulgamos, no es suficiente pensar que participamos «en la carne y sangre de Cristo». Entramos en comunión con su Espíritu que es la interioridad más profunda de Dios, «el que sondea hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10-11). «Quien se une al Señor se hace con él un sólo Espíritu» (1 Cor 6,17). «El que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece» (R 8,9). El Espíritu nos configura en la misma imagen del Hijo (2 Co 3,18). La eucaristía es comunión con su Espíritu. La participación en el cuerpo y sangre de Cristo no es el fin, sino el medio para esta comunión «espiritual» con Cristo.

4. LA COMUNIÓN CON CRISTO ES RADICALMENTE COMUNIÓN ECLESIAL

En el Oriente, la «epíclesis», o invocación al Espíritu, posee un carácter expresamente consecratorio. En occidente muchos centraron más la atención en la «anámnesis», en las palabras de Cristo en la institución de la cena. Hoy el pensamiento de oriente y occidente, como consecuencia de un profundo ahondamiento en la tradición apostólica y de los Padres, relacionan muy estrechamente la «anámnesis», o recitación de las palabras de Jesús, y la «epíclesis, o invocación al Espíritu Santo, y unen indisolublemente la consagración del pan y vino, y la de la asamblea, como obra del Espíritu. La invocación al Espíritu nos recuerda que la eucaristía no es sólo la consagración de los dones, sino también la consagración de la comunidad y de las personas que la forman. La transformación de los dones no tiene otro sentido que la santificación de los participantes. Por ello, las epíclesis primitivas, incluida la «Tradición Apostólica», apenas aluden a la acción del Espíritu en relación con los dones, mientras que insisten mucho en la función santificadora del Espíritu en relación con la asamblea.

La nueva presencia eucarística de Cristo resucitado se diferencia de la presencia temporal en Palestina porque no es una presencia estática, sino dinámica, esencialmente intercomunicativa. No es puramente objetiva o cosística. Quienes comen se hacen todos una persona mística con él para vivir en el amor. Por ello la eucaristía no termina en los dones del cuerpo y sangre de Cristo, sino en la Iglesia. La comunión con los dones no es disociable de la comunión eclesial. La meta de la eucaristía no son los dones sino la Iglesia, esposa de Cristo. «No debe decirse que come el cuerpo de Cristo el que no está en el cuerpo de Cristo» (S. Agustín). Cuando San Pablo dice a los corintios (1 Cor 11,13) que «el que come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propia condenación», la exégesis actual lo refiere al cuerpo místico de Cristo. No hay comunión eucarística sin comunión con los hermanos.

5. EL ESPÍRITU SANTO EN EL SACRIFICIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

El nuevo testamento relaciona el sacrificio de Cristo con la acción del Espíritu. El Espíritu Santo, derramado sobre nosotros, nos incorpora al mismo sacrificio de Cristo, según la carta a los Hebreos: «Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios, purificará también vuestra conciencia de obras muertas para que rindáis culto al Dios vivo» (Hbr 9,14). Cristo ya habló él mismo del «culto espiritual» tributado al Padre y que es» espiritual» porque acaece a impulsos del Espíritu (Cf Jn 4,24). Un texto de San Agustín resume la tradición apostólica y patrística cuando afirma que siendo muchos granos de trigo formamos ahora un solo pan, amasado por el agua del bautismo y cocido por el fuego del Espíritu: «Viene, pues, el Espíritu Santo, después del agua el fuego, y quedáis convertidos en el pan que es el cuerpo de Cristo. Así se significa la unidad» (Serm. 272). El Espíritu viene para santificar el don de nuestra ofrenda. Esta transfiguración nuestra, de las personas y no sólo de las cosas, en Cristo, nos convierte en Cuerpo de Cristo y nos hace participar del único y eterno sacrificio de Cristo. La liturgia pide no sólo la santificación de los dones, sino nuestra propia transformación en oblación perenne: «Santifica, Señor, en tu bondad estos dones; acepta la ofrenda de nuestro sacrificio espiritual y a nosotros transfórmanos en oblación perenne» (Oración ofrendas, viernes 3ª semana Pascua).

6. EL ESPÍRITU SANTO COMO DERRAMAMIENTO DE VIDA

El Espíritu es el corazón de las promesas y la realización cumbre de la revelación, pues es un verdadero «derramamiento» o donación de la vida de Dios en nosotros. Es vida de Dios derramada, como se dirá después de la eucaristía. El Espíritu es la profundidad de Dios (1 Cor 1,10) y se hace también la profundidad del hombre (R 8,16). «Os daré un corazón nuevo, derramaré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Derramaré mi espíritu en vosotros» (Ez 36,26-27). «Sucederá también esto, que yo derramaré mi Espíritu en toda carne… Hasta en los siervos y siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (Joel 3,1,2). El discurso de Pedro hace ver en el milagro de Pentecostés la realización de este don: «Es lo que dijo el profeta: Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu en toda carne, y profetizarán sus hijos e hijas… Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu» (Hch 2,17ss). «A este Jesús Dios le resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, y ha derramado lo que vosotros veis y oís» (Hch 4,32-33).

7. LA EUCARISTÍA COMO DERRAMAMIENTO DE LA VIDA DE DIOS EN NOSOTROS

La eucaristía es el mismo amor de la cruz hecho posible gracias a la institución de la cena. La cruz es un amor límite, radical, interior, total, incondicionado. No es un suceso puntual: abarca la vida entera del Señor como entrega oblacional. Significa no sólo que murió por nosotros, sino que vivió en favor nuestro. Por nosotros se anonadó Flp (2,7), se hizo servicio (Lc 22,27). «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). En la cena Jesús ritualiza la entrega amorosa de la cruz para que nosotros podamos celebrarla y participarla. En la eucaristía se hace pan compartido, cuerpo entregado (Mc 14,22;Mt 26,26), y entregado hasta la muerte (Lc 22,19;1 Cor 11,24), sangre derramada por nosotros (Mc 14,23-24; Mt 26,28; 1 Cor 11,25; Lc 22,20).

Un retorno a los textos evangélicos nos hace comprender que la eucaristía consiste en hacer lo que Jesús hizo y como él lo hizo. Es derramar la vida por los demás, derramarse a sí mismo en la vida de los otros, entrañarse, y todo ello como servicio permanente, real, humilde y sincero.

8. PENTECOSTÉS: HACERNOS EUCARISTÍA DE LOS DEMÁS

El Espíritu es la profundidad de Dios y el espíritu es también la entraña del hombre. Vivir Pentecostés es hacernos eucaristía de los demás. Vivir en suma comunión. Tener unanimidad en el pensar y sentir. Es la entrega oblacional.

Cuando acudimos a las fuentes evangélicas redescubrimos el contenido y significado original y profundo de la eucaristía. Nunca ha existido en la Iglesia una realidad tan celebrada y, a la vez, tan afectada de reduccionismos o de añadiduras excéntricas y aun aberrantes. Esto resalta claramente en la misma historia de la reflexión teológica y de la disciplina de los ritos. El centramiento de la atención en la presencia estática de Cristo, ya en el siglo X, como reacción contra las herejías, ha puesto en la penumbra durante siglos el aspecto fundamental de la eucaristía como acción y celebración de alianza, de sacrificio y reconciliación obrados en la cruz. Lo cual ha afectado a la misma doxología: la mediación redentora de Cristo. La introducción de la parafernalia del imperio bizantino y posteriormente de las casas reales europeas, con los cardenales y arzobispos príncipes, resaltó la eucaristía como «cosa sagrada», cultivando la solemnidad por sí misma, poniendo de relieve un tipo de sacerdocio concebido en clave de dignidad, poniendo en la penumbra el aspecto sacrificial de la celebración y separando en exceso sacerdocio y víctima. Todavía no tenemos suficiente distancia histórica para percibir la diferencia evangélica. Como consecuencia se marginó a la asamblea y se incurrió en el exceso presidencialista del ministerio (Cf Catecismo Universal p.1136-1144). Se distanciaron el rito y la vida real. En ocasiones predominaron los valores artísticos, culturales, sociales, políticos, musicales, sobre los religiosos. Se ha hecho posible una celebración eucarística ante multitudes agnósticas, no bautizadas ni siquiera creyentes (Cf S. Justino, Apol.66-67, el cual refleja la fe apostólica y de los Padres). Se han separado demasiado la celebración de la palabra y la comunión, la comunión y la celebración íntegra eucarística. Estas y otras muchas cosas han dificultado la comprensión de la eucaristía como derramamiento de la vida en favor de los demás, como fraternidad evangélica, como convivalidad real y acogida entrañable, como entrañamiento en los problemas y necesidades de los demás.

TEXTOS LITÚRGICOS PARA LA ORACIÓN PROFUNDA

Dí con Cristo, y refiriéndote también a ti:

1. «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros».

2. «Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».

3. «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y sangre de Cristo».

4. Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad para que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un sólo cuerpo y solo espíritu». 

 

Por Francisco Martínez

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