Lecturas
Hechos 1, 1-11 – Salmo 46 – Efesios 1, 17-23
Mateo 28, 16-20: En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.
Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo:
«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».
Comentario:
2023, DOMINGO 7º DE Pascua,
ASCENSIÓN DE JESÚS A LOS CIELOS
La ascensión de Jesús a los cielos pone fin a su misión en la tierra e inaugura su mediación universal por nosotros en los cielos. Jesús nació en Palestina y ejerció su ministerio en medio de aquel pueblo. Tras su muerte y resurrección asciende junto al Padre y ejerce ante él una mediación universal y trascendente en favor de todos nosotros. Nada desciende de Dios al hombre, sino por medio de él, y nada asciende de los hombres a Dios si no es también por medio de él. Descendió por medio de su encarnación. Y ahora asciende a los cielos, exaltado por Dios, como Primogénito de cuantos se salvan y como cabeza de la nueva humanidad.
Los evangelistas, al relatar su ascensión, no pretenden hacer la crónica de lo realmente acontecido. No elaboran un reportaje histórico. Son, ante todo, testigos de una persona y de su mensaje. Cada uno adapta los hechos en función de unos destinatarios concretos y de sus problemas. Mateo no habla de la ascensión de Jesús. Marcos se limita a hacer mención de ella. Juan la sitúa en el mismo día de la pascua. Lucas, en su evangelio, la enmarca en el día de la pascua, pero en los Hechos la sitúa cuarenta días después de su resurrección. A todos ellos les preocupa más el mensaje salvador que proclaman y el planteamiento catequético del hecho, que las simples anécdotas históricas.
Jesús asciende al cielo. Y en mismo instante comienza la misión de la Iglesia, conducida por los apóstoles de Jesús mediante el ministerio de la palabra y el servicio del pan compartido. Jesús permanece para siempre con los suyos, pero ahora de otra forma. Nosotros debemos consentir y aceptar su ausencia corporal y ser coherentes con el modo misterioso de presencia que él establece. Ayer se hizo presente en la historia, visiblemente, y ahora lo hace en el misterio. “Conviene que yo me vaya”, les había dicho. Pero añadió también “permaneceré con vosotros”. Permanecería por medio de sus apóstoles: “Quien a vosotros recibe a mí me recibe”. Permanecería por medio de su comunidad, su cuerpo místico, “hasta el final de los siglos”. Y permanecería con todos por medio de la predicación de la palabra y de la fracción del pan en la comunidad. Palabra y pan son inseparables y van unidos en favor de la comunidad. Con solo el pan tendríamos una presencia muda. Con solo la palabra tendríamos las palabras de un ausente. La palabra ilumina y explica el pan para todos y el pan da vida a la palabra. Comer el pan iluminado por la palabra es la forma suprema de presencia de Jesús ahora entre nosotros y de comunión de todos con él. Gracias al pan y al evangelio, comidos y asimilados, Jesús actualiza ahora su vida en nosotros en el decurso del año litúrgico.
Ahora Jesús vive entre nosotros si nosotros, comiendo el pan y escuchando la palabra, nos amamos unos a otros. La palabra es la revelación del amor de Dios a nosotros. Y el pan es la entrega del Hijo, hecha por él y también por el Padre, como señal de su amor al hombre. “Tanto amó Dios al hombre que entregó a su Hijo a la muerte”. Todo se concentra y se condensa en el amor. Quien ama asciende. Es amando cómo ascendemos. La verdadera ascensión no es un proceso espacial, sino la maduración en el amor. Dios es amor. Quien ama, Dios está en él y él en Dios. Solo ascendemos amando. La Iglesia ha enseñado siempre que la perfección cristiana es la caridad. El amor es el mandamiento resumen y vértice de Jesús.
La fe cristiana tiene como fundamento absoluto, ayer y hoy, no la fuerza o el poder humanos, sino la confianza total en Dios. El mayor hundimiento y fracaso humano de la historia es la muerte de Jesús. En ella Dios convierte la impotencia humana en omnipotencia divina. Solo Dios puede salvar el foso entre la muerte y la vida. En el Calvario la crucifixión de Cristo fue para sus seguidores una crisis y catástrofe definitiva. La fe y esperanza alumbradas por Jesús se hundieron por completo. La ejecución de Jesús reducía su mensaje a un error, anulaba la fe en su persona y dispersaba la comunidad congregada en torno a él. Pero de repente, superando dificultades y peligros incontables, los discípulos aparecen arracimados en torno a él. El fundamento de este hecho es claramente una acción poderosa de Dios que resucita a Jesús.
Durante los primeros siete siglos de la Iglesia la iconografía describe a Jesús resucitado saliendo no del sepulcro, sino de los infiernos. El significado es sugerente y real. En el mensaje del Nuevo Testamento y de los Padres la resurrección de Cristo no es simplemente una resucitación fisiológica. Es la victoria contra el mal total, contra la muerte y el pecado. El pecado y el mal de los que deriva la muerte, no son solo de orden teológico, moral y humano, sino infernal total. Es el desastre integral, la absoluta negación de la vida como vocación y destino. Jesús no ha vencido el mal solo en la cruz o en el sepulcro, sino en su propio domicilio: los infiernos.
La resurrección de Cristo no tiene analogías ni parecidos humanos. No es la resucitación de un cadáver, como el de Lázaro. No es “volver” a la tierra y a la manera terrena. Es el paso a la forma de existencia definitiva junto a Dios, y si lo llegamos a creer y conocer es porque resurrección de Cristo y vivificación de la comunidad representan un mismo hecho. Quienes tienen solo criterio humano seguirán confundiendo a Jesús con fantasmas u hortelanos. La resurrección de Cristo no tiene analogías ni parecidos. No es un fenómeno ordinario. Jesús lo dejó claro: “Dichosos los que, sin haber visto, creen” (Jn 20,29). Juan confiesa que, al ver el sudario, “vio y creyó” (Jn 20,8). La resurrección d Jesús y su ascensión a los cielos no es un suceso físicamente comprobable. Es una acción del Espíritu que va del cuerpo ya espiritual y vivificante del Resucitado al cuerpo de la primera comunidad con destinación a la humanidad entera. La comunidad, con palabras y hechos, proclama la nueva vida porque le anima no un Cristo solo conocido, sino vivido. Jesús no solo es él, sino su comunidad. Jesús y su obra no es algo que pasa, sino algo que perdura como memorial perenne. A Jesús se le narra y se le cree. La narración es hacer una realidad perdurable. Vivir es relatar. Relatar es vivir. La historia no son los sucesos. Es la vivencia. Los evangelios no son libros de historia, sino de honda vivencia. No ofrecen a un Jesús para conocer, sino para vivir.
Que Jesús subió a los cielos es garantía inmensa para nosotros. Él nos lleva donde está él. A él nos llevan la comunión frecuente con las Escrituras (“tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,62), la comunión con la eucaristía (“quien come no muere, tiene vida eterna”, Jn 6,24), y la comunión en el amor (“¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (Rm 8,35).
Francisco Martínez
e-mail: berit@centroberit.com
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