1. A LA IDENTIDAD POR EL CRECIMIENTO
Vivimos un letargo histórico que nos impide ver nuestra realidad espiritual. El dilema es ¿estancamiento o crecimiento? ¿Identidad o inautenticidad? Dios, al elegirnos e incorporarnos en Cristo, nos destina a alcanzar la plenitud o «Dios todo en todos». Caminamos hacia la plenitud absoluta practicando y haciendo novedad en todas las cosas. Implicando todas nuestras energías y motivando, afectando e implicando las capacidades de todos y de cada una de las personas que dependen o se relacionan con nosotros. Leyendo la historia de nuestro entorno y haciéndonos presentes en sus vacíos, huecos u omisiones. En la Iglesia no todas las piezas están en su sitio. Hay piezas de cartón cuando abunda el uranio endurecido. Hay responsables y gentes que sólo hacen historia personal, no historia de salvación. Rehusar amar y negarse a ser amados es el máximo mal de Dios y de los hombres.
2. ¿ABIERTOS O CERRADOS?
Uno de los males más graves de nuestro mundo es «el hombre cerrado», satisfecho de sí y de sus logros personales, sin inquietud por la superación, dañado de rutina, sin ósmosis con la trascendencia, ni con el hombre, ni con la historia, ni con el misterio. Vive indiferente al análisis sincero de la realidad y a la responsabilidad de dar las respuestas adecuadas. Es un hombre que cree estar por encima de todo. Su meta es conservar el orden. Su mayor preocupación es que nadie le reporte problemas.
En el terreno de la fe, este hombre parece estar dominado por el error, muy grave, de pensar que ayer fue historia santa, pero que hoy Dios ya no interviene tan directamente. Permanece en segundo plano. Ahora la fe se polariza en el recuerdo. Cristo habló ayer en Palestina y hoy su palabra se conserva, pero sólo como documento. Ayer sucedió la vida real de Jesús, sus hechos y dichos. Ayer acontecieron el cenáculo, la cruz, la resurrección, Pentecostés. Hoy vivimos de los efectos, de las consecuencias benéficas de aquellos hechos pasados.
El hombre cerrado es una persona que ha perdido el amor a Dios. Pues Dios existe siempre como el Absoluto inagotable. A él uno sólo se acerca amando «con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22,37). Este mismo hombre es un ser que ha perdido el amor a los hombres, pues para él no cuenta la vida real, la responsabilidad de los otros, su conciencia, su desarrollo y madurez. En el fondo es un idólatra de sí mismo.
3. LA REVELACIÓN Y LA FE COMO CRECIMIENTO Y PROGRESO
La revelación es radicalmente progreso y tensión al porvenir. En el Antiguo Testamento siempre se ve el presente a la luz del futuro. Los sucesos más salientes se realizan siempre en un sobrepasamiento de ellos mismos, de forma que, siendo presente, son alumbramiento más que crónica. Entre el principio y el fin hay un nexo intrínseco: cada etapa anuncia y prepara la siguiente. En lo antiguo se esconde lo nuevo, y en lo nuevo se manifiesta lo antiguo. Siempre que Yahveh interviene, transforma la vida y la historia progresa. El pueblo vive en continuo paso de una esclavitud que se resiste a morir, a una libertad que no acaba de consumarse. En el contexto de las grandes opresiones, y del mismo exilio, Israel vive y respira la esperanza de una gran restauración. La creación primera se transciende en la nueva creación. Y el primer éxodo terreno se prolonga en un interminable salir de sí y de lo suyo que se dirige al nuevo cielo y la nueva tierra (Ap 21,1) fundiendo tiempo y eternidad.
El Nuevo Testamento constituye en su conjunto un apasionado asombro ante una realidad absolutamente nueva. Es presentimiento de algo inminente y definitivo. La espera termina y comienza la realidad. Dios es, por fin, el Consolador de todos los males. La liberación nacionalista se convierte en la esperanza trascendente de «la Jerusalén de lo alto» (Heb 12,22). Con Jesús el reino de Dios «está cerca» (Mt 3,2). Los discípulos aprenden a orar «venga tu reino» (Mt 6,10). Cristo vence la contingencia del tiempo y nos establece en la eternidad, «vivificados… resucitados… y sentados en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2,4-6). En él muere la muerte y renace la vida. Ésta es la más impresionante originalidad del cristianismo: en la resurrección de Cristo el tiempo ya no es mera repetición y envejecimiento. Es recapitulación en Cristo, «Cabeza» y «Plenitud» de la nueva humanidad. El «ya» de la salvación supera con mucho al «todavía no». Ahora el fin ya no es el término. El fin está en el centro de la historia porque Cristo es Principio y Fin, Alfa y Omega. Él es «la plenitud de los tiempos»(Gál 4,4), «la última hora» (1 Jn 2,18). Su mensaje es su persona. Y su persona es el misterio pascual: paso perenne de la muerte a la vida.
Si comprendiéramos bien esto, nuestra vida estaría en disposición de poder madurar y enriquecerse considerablemente. La gran revelación de Dios es fundamentalmente una historia viva, no un documento muerto. No es un dictado a la letra, que después queda petrificado. Evidentemente Dios ha inspirado las Escrituras Santas. Pero tanto su composición original, como su transmisión auténtica, se realizan en un proceso histórico en el que, por una parte, la palabra de Dios es siempre viva y actual. Dios nunca es objeto, sino Sujeto. Y por otra, la asamblea reunida, su desarrollo y crecimiento, es algo esencial e interior al texto sagrado. La escritura nace en las asambleas reunidas en los lugares de culto. Surge de la actividad litúrgica de las comunidades. El cuerpo bíblico se construyó y conservó ante todo en función de una proclamación y de una audición comunitaria. La comunidad o eclesialidad es esencial a la Biblia. La práctica litúrgica es el texto del Texto, el marco que le da vida, la página donde el texto se escribe. Los libros sagrados tienen una historia. Se fueron elaborando en sucesivas proclamaciones. La fidelidad a la Biblia consiste en repetir en situaciones siempre cambiantes el proceso que la hizo posible. Se trata de sacar algo nuevo a partir de lo antiguo. Así, la relectura forma parte de la misma escritura. Ni sólo el texto, ni sola la comunidad. La escritura no es un espejo muerto en el que se contemplan las generaciones futuras. Es siempre palabra viva del Viviente, haciendo «respuesta», crecimiento. «Cristo está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada escritura, es él quien habla» (SC 7). La palabra crea la historia del pueblo y su identidad. La asamblea reunida es el espacio en el que el texto se escribe «no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón» (2 Cor 3,3). Donde no hay creciente respuesta, no hay historia de salvación.
Una mentalidad estática, conservadora, de la revelación de Dios, puede representar una traición al plan de Dios y su amor. En la Biblia se emplea el mismo término, el griego «paradosis», el latín «traditio», para significar «tradición» y «traición». Es la transmisión fiel del mensaje. Y es también la traición a Cristo que nuevamente es marginado y crucificado… La comprensión del «HOY» de la acción de Dios, en la liturgia, es esencial para vivir en fidelidad y amor. Quien sólo pretenda «conservar» sin crecer, reduce la vida a un cardo seco, a un fósil. Aunque sirvan de adorno, en ellos no hay vida ni amor.
La Iglesia es vida, y por tanto, continuo crecimiento. En ella hay identidad, pero en mutación. Hay continuidad, pero sólo en el acontecer. Hay estabilidad, pero en una manifestación cambiante. Es tradición, pero también hodiernidad. Hay una esencia de la Iglesia, pero no en inmovilidad, sino en una forma histórica concreta. Esencia y forma no se pueden separar, pero tampoco se pueden confundir.
4. «SI TU OJO ESTÁ MALO… ¡QUÉ OSCURIDAD!» (Mt 6,23)
Nada tan maravilloso en la vida como una persona abierta. Nada tan incómodo como una persona cerrada. Sólo el necio vive ensimismado y está seguro de sí. Suele haber en nosotros más zonas erróneas de las que estamos dispuestos a reconocer. Sentimos recelo al juicio de los demás. El mal mayor no es tener fallos, sino no reconocerlos. Esto es un gran mal. El hombre o vive como piensa o termina pensando como vive…
Solemos ser subjetivos en exceso, y por tanto, parciales. Filtramos la realidad por el cristal de nuestras necesidades y gustos. Y marginamos a los que nos resultan incómodos. Llegamos incluso a razonar el mismo mal, la sinrazón, para intentar justificarnos. Muchas veces confundimos la verdad con la costumbre.
Es sospechoso que nunca nos dejemos juzgar por los otros, por los pobres, por los inferiores. Nunca les preguntamos qué ven en nosotros, qué suelen murmurar a nuestras espaldas. Negarnos a ello es bloquear el crecimiento y no amar con todas las fuerzas…
5. PISTAS PARA SER Y CREAR NOVEDAD DE VIDA
1. Dejarnos amar, transformar por la palabra de Dios, en una oración continua que, implicándonos en la dinámica de «salir de mí, ir a ti, todo en ti, nuevo por ti», vaya realizando el proceso de nuestra perfección querido por Cristo: «Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt 5,48).
2. Hacernos presentes en los procesos de renovación cristiana. Ayudar a pasar de la catequesis, o doctrina, a la Biblia, y de la Biblia a la liturgia como cauce y troquel de experiencia de Cristo, formado a lo vivo en nosotros, «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).
3. Centrar la piedad, y las devociones populares, en la vivencia explícita de la persona, vida, misterios y sentimientos de Cristo, como Cuerpo Místico suyo que somos, pues «sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
4. Participar de forma más consciente, activa y responsable en las eucaristías, remarcando más el sacerdocio real y el sacrificio existencial de la vida santa. «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22,19).
5. Un amor responsable y solidario ante las exigencias de la historia y del bien común: manos llenas y no sólo limpias. «Todo aquel que no hace el bien que sabe se le imputa a pecado» (Sant 4,17).
6. Madurar el hombre instintivo (la violencia) y psíquico (la razón egoísta) en el hombre perfecto y espiritual, Cristo, paradigma de perfección porque «amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Ayudar a vivir en el orden de la gratuidad, no del interés. «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos, mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rom 12,2). «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34).
7. Presencia responsable y humanizadora en la vida social y política, en el trabajo y en la cultura, «como fermento evangélico»: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14).
8. Ser positivos siempre y con todos, incluso con los que no nos gustan, reconociendo sus valores, aunque cueste. «Todo lo que queráis que los hombres os hagan a vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt 7,12).
9. No hablar ni juzgar mal a nadie. Devolver bien por mal. «Soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia» (Heb 12,2).
10. Tratar a los pobres, enfermos, ancianos, necesitados, como al Señor. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).
6. ORAR LA NOVEDAD DEL CRECIMIENTO
Toma uno de los puntos anteriores. Céntrate en el texto sagrado. Repítelo lentamente, respirándolo, asimilando, comulgando. Con el corazón pide vivir el texto, ser el texto e irradiarlo. Ora la novedad del cambio, de la conversión, viviendo el proceso:
SALGO DE MÍ. VOY A TI. TODO EN TI. NUEVO POR TI
Por Francisco Martínez
«Dejarnos hablar por Dios», Ed. Herder.
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