La cuaresma, originalmente no se polariza en la mortificación del hombre, sino en la iniciativa del Padre para reconciliamos gratuitamente en su Hijo, como expresión de su inmensa misericordia. Es don y gracia. A nosotros se nos pide colaborar en nuestra conversión. Conversión, en el fondo, es dejar a Dios ser el Dios de mi vida.

1. DEL PECADO A LA GRATUIDAD

El Padre nos invita a la conversión. Una conversión que ha de ser cada vez más profunda, descendiendo al fondo del corazón, según la gracia y nuestra capacidad de cooperar con ella.

Debemos, primero, proyectar luz sobre nuestro pecado: nuestra capacidad de egoísmo ilimitado, de soberbia y presunción, de ambición despiadada, de deshonestidad, engaño y autoengaño, de nuestra potencialidad de odio, hostilidad y abuso de los demás, unas veces de forma persuasiva, otras de forma brutal. Capacidades latentes, escondidas bajo una variedad de actitudes virtuosas aparentes, de nuestro «Satanás vestido de ángel de luz» (2 Cor 11,14). Poner al desnudo las falsas racionalizaciones y justificaciones, las proyecciones de nuestro mal en los otros, que nos atan a un mundo de falsedad y autoengaño, en los que lo real es que huimos de amar en serio.

Debemos conocer y reconocer nuestras tentaciones de escondemos de los demás, de alejamos de ellos por falsas diferencias, de servimos de ellos por egoísmo, de eliminarlos, o de situamos sobre sus pecados para estar sobre ellos.

Deberíamos pedir luz para conocer nuestras sensualidades, la tentación de hacer ídolos de nuestros propios sentidos. Nuestras posesividades: deseos de poseer el afecto o la admiración de los otros, su elogio y adhesión. Nuestra mente divinizada que idolatra las propias ideas o razones para conquistar a los demás, que las usa como arma para humillar o rebajar a los otros, elevándonos a nosotros mismos. Nuestro egocentrismo, que transforma en absoluta nuestra persona en detrimento de los demás, manipulando su pensamiento, exigiendo adhesión y culto a nuestra persona.

Hay zonas oscuras del hombre donde acontecen procesos psicológicos que son veladas situaciones de egoísmo, que no vienen a la luz porque tenemos incurrido en un estancamiento de la voluntad, un pacto más o menos implícito de confundir la verdad con nuestra comodidad o con nuestras costumbres rutinarias. Frecuentemente generan violencia física o moral. Ahí radica el aspecto oscuro de la mente o el mundo de nuestro inconsciente colectivo e histórico. Nos defendemos con la excusa de una mente social en la que todos hacen lo mismo. Nos medimos con los hombres, no con Dios y su modo de amar. No nos agrada la luz.

En todo esto nos oponemos a Dios, negamos a Cristo y el modo misericordioso y perdonador de su redención. Ejercemos la concupiscencia torpe del poder y nos hacemos idólatras de nosotros mismos. No vivimos de la fe sino de nosotros mismos. Absolutizamos nuestra voluntad. Transformamos nuestras necesidades en oportunidades para el diablo.

2. EL MODO CARACTERÍSTICO DE CRISTO DE PERDONAR EL PECADO

Los hombres condenamos con naturalidad excesiva. Necesitamos condenar para creernos justos, para auto justificamos. Condenar es un signo de debilidad. Porque todos, y no unos solos, somos pecadores. Y sólo hallará perdón aquél que perdona. La fuerza de Dios es la cruz, el amor sufrido. El perdón es auténtico cuando suscita la alegría gozosa de quien se siente perdonado. La verdad última y definitiva no es la condenación de nadie, sino el amor sin límites. El cielo de Dios es la alegría del perdón: «Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lc 15,7). 167

Esto sólo Dios puede hacerlo. Marcos, en el comienzo de su escrito, se propone relatar «el evangelio del Hijo de Dios». Al final, cuando describe al Hijo muerto en la cruz hace decir al Centurión: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (15,39). La singular condición de Cristo como Hijo de Dios es descubierta en el momento de la máxima debilidad. Dios se revela en la humillación de su Hijo porque es precisamente en la cruz donde Cristo se reconoce como su Hijo y enviado. Para la mentalidad judía Dios no podría soportar en el silencio la humillación de su enviado. Le dicen a Cristo que baje de la cruz, y no baja. Dios quiere, en Cristo, triunfar del pecado mediante la fortaleza de la humillación, desde la fuerza de sufrir y amar en silencio perdonando, ejerciendo la misericordia en el corazón mismo de la ofensa. No denuncia el mal. Lo asume como propio, castigándolo en su propio cuerpo, haciéndose él mismo «maldición, «pecado», por nosotros, poniéndose en nuestro lugar. «Llevó sobre el madero nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia» (1 Pd 2,24). «A quien no conoció el pecado Dios lo hizo pecado por nosotros para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2Cor 5,21). «Cristo nos rescató de la ley haciéndose él mismo maldición por nosotros» (Gal 3,13). No juega a limpio o a juez, para vencer y tener la razón contra nosotros. La humillación voluntaria de Dios, su silencio ante la injusticia no es su última palabra: la última palabra es la misericordia universal, el perdón incondicionado. Es más fácil odiar que amar. Es más heroico perdonar y sufrir callando que condenar y aplastar. El odio es la cobardía de los débiles. El amor sufrido es la fortaleza de Dios. Dios, en Cristo, crea un orden nuevo, una justicia nueva. En los condenados Cristo está ahora sufriendo. Siempre que generamos sufrimiento, Cristo es quien lo sufre. «A mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Dios, en su Hijo, «condenó el pecado en su carne» (R 8,1-4). La muerte de Cristo es un juicio al mundo en el que Dios hace justicia con la injusticia. El juicio va a ser en el Hijo una muerte de amor. Y el juicio va a ser para los hombres una absolución de misericordia. Dios ama siempre. No condena nunca. Es pura gracia y misericordia. «El que no se reservó a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará graciosamente en él todas las cosas? … ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién nos condenará?» (R 8,32ss). Nadie puede dispensarse del amor y de la misericordia, ante el testimonio de Cristo. Nadie, si no es en el autoengaño, puede condenar a nadie. Todos necesitamos el perdón. Y Dios «ejercerá un juicio sin misericordia para quien no practicó misericordia. La misericordia se siente superior al juicio» (Sant 2,13). «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). «Revestíos de entrañas de misericordia» (Col 3,12).

3. LA RECONCILIACIÓN Y LA FIDELIDAD, EL DEFINITIVO DON DE DIOS

La necesidad de conversión y reconciliación es absoluta, incondicionada. Y sin embargo, nosotros no podemos convertimos sin él. El capítulo más impresionante de la revelación del amor misericordioso de Dios estará en el hecho de que la convergencia y fidelidad final de todos con todos y de todos con Dios, será don especialísimo de su gracia. «Te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh» (Os 2,16-18). «Los montes se correrán, y las colinas se moverán, más mi amor de tu lado no se apartará… dice Yahveh que tiene compasión de ti» (Is 54, 4-10). La mayor ofensa a Dios es no creer en su amor. Recibimos amor en la medida en que creemos en el amor de Dios y devolvemos amor. Quien se aferra a su propia justicia, y juzga y condena, abandona la fe en un Dios cuya característica más saliente es el amor misericordia. El mensaje del Cantar y del Apocalipsis habla de la irreversibilidad e invencibilidad del amor de Dios. Ya no es sólo el amor que él da, sino el amor que responde en la misma forma e intensidad en que él lo ofrece. Ya no tiene sentido ni la obstinación de quien no ama, ni el juicio de quien condena. Para Israel, y para la Iglesia, la eternidad es la seguridad del amor de Dios que triunfa sobre la infidelidad, la malignidad y la condenación de los hombres.

 

4. LOS NIVELES DE LA CONVERSIÓN

 

La conversión es don de Dios. No porque nos arrepentimos nos perdona, sino que porque nos perdona nos arrepentimos. «Ama mucho porque se le perdonó mucho. A quien mucho se le perdona ama mucho» (Lc 7,47). La conversión es radicalmente reconciliación. Pero es él quien nos reconcilia. No basta arrepentimos de los actos malos, ni de las malas actitudes. Como el fuego penetra en el madero convirtiéndolo en fuego, así el amor de Dios entra en nosotros purificando. Desechar la gracia de la conversión es pecado contra el Espíritu Santo (Mt 12,31).

Con la gracia ordinaria el hombre debe convertir sus actos y actitudes. Cada uno de nosotros sabemos nuestros fallos y la raíz de los mismos. Dios quiere hacer algo en nosotros y con nosotros y debemos colaborar con él convirtiéndonos de corazón. El Señor apela al amor sufrido como comprobación de nuestra autenticidad creyente. Y entonces nos prueba con las contradicciones. El modo cómo reaccionamos nos revela hasta que punto estamos identificados con Dios y su amor o con nuestros intereses egoístas.

El evangelio y los escritos apostólicos dan la impresión de que la verdadera alegría sólo es posible en la experiencia sorprendente del sufrimiento aceptado por amor. Las mismas bienaventuranzas son estados de felicidad apoyados en las situaciones más humillantes y sufridas. Los textos son increíbles: «Cuando os injurien, alegraos y regocijaos» (Mt 5,12). «Considerad como un gran gozo… el estar rodeados por toda clase de pruebas» (St 1,2). «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para bel mundo» (Gal 6,14). Esto es excesivo para quienes todavía no se han sentido amados por Dios y están emocionados por ello. Ser capaces de amar hasta el sufrimiento, afirmando al otro en la propia desafirmación, no sólo es imitación de Cristo, sino participación de su cruz. «Suplo en mi carne lo que falta a la pasión de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). Jesús «soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia» (Hb 12,2). Quien así ama da muestras de que está superando el dilema egoísmo-gratuidad. Es más gozoso sufrir amando que condenar odiando. «Todo esto viene de Dios. Pues a vosotros se os ha concedido la gracia de que por Cristo… no sólo creáis en él, sino que también padezcáis por él» (Flp 1,28ss).

Es una experiencia irrefutable que nosotros no podemos purificarnos activamente por nosotros mismos. Y del amor sincero de Dios se derivan las purificaciones pasivas, que es aquello que Dios hace en nosotros sin nosotros. Somos egoístas hasta practicando la oración y la caridad. Estamos muy apegados a nosotros y a las cosas. Y nosotros no podemos despegarnos de ellas. Sólo Dios puede hacerlo. Las noches del alma son situaciones de sufrimiento superior en las que Dios mete el cuchillo para cortar nuestras falsas identificaciones y adherencias. «A los que amo los reprendo y corrijo» (Ap 3,19). Pueden obedecer a causas externas o internas: una enfermedad, todo aquello que nos aplasta, las acusaciones, difamaciones y calumnias, los odios, violencias físicas o morales, los reveses sociales, profesionales, emotivos, afectivos. La enfermedad. Los insultos. Es entonces cuando se pone a prueba nuestra capacidad de resistencia para ver si tiene más fuerza el amor que el temor. Pocos salen triunfantes de estas pruebas porque implican un sufrimiento que puede llegar hasta la experiencia del infierno. Todos los santos han pasado por ellas. No hay santidad sin sufrimiento. La cruz es el acto por excelencia del crecimiento y del desarrollo, del progreso verdadero. Es la aniquilación de la dificultad de trascender. Es la verdadera ascensión del ser. No es algo inhumano, sino suprahumano. Cristo fue ejecutado por la injusticia. Los mártires, los santos confesantes de la fe en momentos difíciles, etc. hicieron verdad que sólo amamos de según el evangelio cuando somos capaces de sufrir por alguien. Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Rafaela Porras, la madre Rafols, experimentaron pacientemente la injusticia. Quien no ha sufrido no tiene todavía autentificada su fe. La noche u oscuridad es el marco adecuado, el único, para el abandono en Dios. Es necesario que Dios nos retire los apoyos para que sólo nos apoyemos en él. Quien no conoce la cruz permanece en el amor propio.

Podríamos interrogarnos en esta cuaresma cómo reaccionamos en nuestras contradicciones, a la manera de Cristo o a nuestra manera, crucificándonos voluntariamente o crucificando violentamente a los otros. La prueba ha dejado en el camino a muchedumbres de débiles o mediocres. A ejércitos de renegados de la caridad, de la fe, de la vocación. Recordemos en estos últimos años el abandono del sacerdocio, de la vida religiosa, de la práctica de la fe… El número de alejados es inmenso. La culpa está muy repartida entre los que fallaron a su fidelidad y los que causaron un sufrimiento innecesario e injusto.

Los que permanecen fieles «son los que vienen de la gran tribulación…» (Ap 7.14).

5. TEXTO PARA COMULGAR EN LA ORACIÓN

«Vuestra caridad sea sin fingimiento; detestando el mal, adhiriéndoos al bien; amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los demás; con un celo sin negligencia; con espíritu fervoroso; sirviendo al Señor; con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis. Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran. Tened un mismo sentir los unos para con los otros; sin complaceros en la altivez; atraídos más bien por lo humilde; no os complazcáis en vuestra propia sabiduría. Sin devolver a nadie mal por mal.; procurando el bien ante todos los hombres; en lo posible, y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres; no tomando la justicia por cuenta vuestra, queridos míos, dejad lugar a la Cólera, pues dice la Escritura: mía es la venganza; yo daré el pago merecido, dice el Señor. Antes al contrario: si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber; haciéndolo así, amontonarás ascuas sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» (R 12,9-21).

SALGO DE MÍ. VOY A TI. TODO EN TI. NUEVO POR TI.

Francisco Martínez («Vivir el año litúrgico», Herder)

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