Lecturas
Isaías 58, 7-10 – Salmo 111 – 1ª Corintios 2, 1-5
Mateo 5, 13-16:
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos».
VOSOTROS SOIS LA LUZ DEL MUNDO
2023, Domingo 5º Ordinario
Jesús proclama la palabra de Dios con gozo y alegría. “La alegría del evangelio”, como dice el Papa Francisco, desborda el alma de Jesús y la transfiere de forma dichosa. Para eso ha venido al mundo. Jesús expone a las multitudes las bienaventuranzas, el programa fundamental de su mensaje que implica una radical reorientación del nuevo hombre hacia el reino de los cielos. Nunca nadie había oído cosa semejante. Más que un tema junto a otros es el sustrato de toda la predicación de Jesús. Él mismo, en lugar de proponer un código de leyes y normas, dirige una cordial felicitación a la multitud que le escucha y acoge. La nueva ley no consiste en una observancia legal, ni es un seguimiento costoso. Es un parabién, una sorprendente felicitación, una cordial enhorabuena. Dios, en Cristo, ya ha intervenido, está interviniendo, y ya hay un grupo que escucha, acepta y responde con ilusión. La nueva ley es escuchar a Jesús y seguirle, dejarse impactar por la luz y la fascinación de Dios manifestada en él. Aquí es donde radica “la alegría del evangelio”.
Las bienaventuranzas son un “todavía más”, algo por encima de todo lo imaginable en relación con las religiones, culturas, códigos de comportamiento de todos los tiempos y lugares. Su dinamismo práctico, es algo que le viene al hombre del cielo. Son don de Dios, no logro humano. Parten del hecho de que Dios ha creado al hombre como imagen suya personal, imagen no estática, sino dinámica, para poder interaccionar con él. Estar alegres, ser felices, es la máxima novedad que aporta al mundo la venida de Cristo. Con Cristo y en él, somos “de arriba” por vocación y destino. Gracias a Cristo el hombre nunca dejará de ser lo que Dios ha querido que sea, verdadera imagen suya. El hombre está llamado a compartir la vida de Dios. Es un ser finito llamado a la infinitud. Dios le ha convocado a un desenlace final que rebasa su estructura nativa, pues aunque le ha hecho finito por naturaleza, se ha reservado él personalmente su plenificación infinita. Las bienaventuranzas no son ley, sino don y gracia de Dios. Es lo que le acontece al hombre que se convierte de corazón a Cristo y se entrega a él. Comportan no solo el desarraigo de los actos malos, no solo un cambio de actitudes torcidas, sino la infusión en nosotros del amor con que Dios mismo ama. Consisten en “ser perfectos”, o “ser misericordiosos”, como lo es vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). Son gracia de Dios y no esfuerzo humano.
Llama poderosamente la atención que Jesús, en el sermón del monte, se dirige expresamente a la multitud, no a sus discípulos o a un pequeño grupo de privilegiados. Dejarse asombrar y fascinar, convertirse inexorablemente a Cristo y a su evangelio, es responsabilidad de todos y de cada uno, si llegamos a comprender la grandeza de la vocación y no ponemos obstáculo a la palabra de Jesús. Por ello, concluido el discurso, Jesús recomienda a todos sus oyentes ser no solo receptores, sino emisores de su mensaje. Acoger su mensaje es reflejarlo. Jesús lo explica, para que todos lo entiendan, mediante dos símbolos sumamente conocidos entonces y siempre en la vida doméstica del pueblo, la sal y la luz. Nunca faltan en ninguna casa. Los seguidores de Jesús deben reflejar el espíritu de las bienaventuranzas en todos los hombres. Verles a ellos implica necesariamente ver a Jesús. Han de ser, primero, sal de la tierra. La sal es un elemento imprescindible en las casas. Da sabor y conserva los alimentos. Han de ser también luz para los hombres. La linterna es un utensilio imprescindible en la vida doméstica popular. En las bienaventuranzas, y a través de ellas, Dios ofrece un nuevo sabor, un nuevo saber, una nueva luz. Pero en todos estos supuestos, Dios necesita del hombre. La fuerza del cristiano no es él sino Dios. No reflejar a Dios significa no tenerlo. O somos apóstoles o somos apóstatas.
La fe en Jesús, si es sincera, cambia profundamente nuestra vida. El comportamiento cristiano tiene siempre sentido trascendente. Y este sentido ha de expresarlo siendo no solo piadoso ante Dios, sino también comprometido a favor de los hombres, principalmente los más necesitados. El cristiano va al cielo siendo fiel a la tierra. Se salva ante Dios arreglando y componiendo según Dios los asuntos temporales, prodigando la solidaridad, el compromiso por el bien material y espiritual de todos los hombres. Todo lo que es humano es materia de gracia. El Dios de la redención lo es también de la creación. El cristianismo no es un comienzo a cero. Los valores humanos, terrenos, temporales son el contenido lógico y natural de nuestra personal religiosidad. Todo lo humano y temporal es lugar sagrado de encarnación. El cristiano ha de hacerse presente en todos los lugares donde el hombre vive y sufre para transformar la vida de todos en un campo de esperanza.
La vida bienaventurada en Cristo es una realidad ya aquí en esta tierra y tiene su prolongación en la vida del más allá. Cristo ha vencido el mal y también la muerte. Y ha querido asociar al hombre a su victoria. El enigma de la condición humana, dice el Vaticano II en la Constitución Gaudium et Spes, alcanza su vértice ante la presencia de la muerte. El hombre no es solo torturado por el dolor y la progresiva disolución de su cuerpo, sino también por el temor a un definitivo aniquilamiento. Todos los esfuerzos de la ciencia moderna por alcanzar una longevidad biológica no pueden satisfacer los anhelos de una vida bienaventurada futura. Eso mismo es lo que nos asegura Cristo, y solo él, al revelarnos que Dios ha creado al hombre para un destino feliz y eterno. Nos convoca a todos ya desde ahora para que, en comunión perpetua con la incorruptibilidad divina, nos unamos a él en la plenitud de su ser. Lo hace a través del misterio pascual celebrado en la sagrada liturgia. En ella celebramos la muerte y resurrección del Señor en nuestras vidas. La persona y la vida del Señor se hacen nuestra vida y anticipan en nosotros la salvación. El gran problema de nuestra época es la debilitación de la fe. Y lo que es todavía peor: la pérdida de conciencia de esta lamentable situación. La frialdad y la indiferencia religiosa son un mal planetario, lo contrario de las bienaventuranzas, y damos la impresión de no estamos impresionados por este mal. La recuperación de la fe depende de la capacidad de alegría en los procesos de evangelización y de vida cristina. Solo la alegría intensa del pueblo podría autentificar la veracidad de cuanto hacemos o decimos en la Iglesia. Y es claro: o hacemos a los hombres felices en la fe o no estamos haciendo bien lo que deberíamos hacer. Lo propio de Cristo son las bienaventuranzas. Y lo propio de los cristianos, de todos los cristianos, es no solo creer, sino llegar a ser sal y luz del mundo. La pobreza de alegría compromete nuestra identidad cristiana. No basta un Cristo conocido, sino un Cristo vivido. No bastan el periódico o la cultura, ni el catecismo, sino el evangelio. El evangelio salva cuando es vivido. Hagámonos esta pregunta clave: ¿Qué ha hecho Cristo por mí y qué debo yo hacer por Cristo?
Francisco Martínez
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