Lecturas.
Sofonías 2, 3; 3, 12-13 – Salmo 145 – 1ª Corintios 1, 26-31
Mateo 5, 1-12a:
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos,
porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que lloran,
porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
Comentario
LAS BIENAVENTURANZAS, LAS NUEVAS ACTITUDES DE LOS HIJOS DE DIOS
Las bienaventuranzas son la carta magna del Reino, la constitución de la nueva ciudadanía de los seguidores de Jesús, su discurso-programa. Podríamos llamarles el evangelio del evangelio. Probablemente Mateo no consignó aquí “un” discurso de Jesús”, entre otros, sino su mensaje de todos los días. Son la transparencia en el hombre del mismo amor de Dios, las nuevas actitudes de los hijos que reflejan los sentimientos del Padre. Constituyen el ejercicio práctico de la filiación divina. Por otra parte, hoy es en Zaragoza San Valero, Patrón de la ciudad, y el evangelio de la fiesta son también las bienaventuranzas. Mejor es hablar de un testigo y modelo que de un tema o virtud. El «sermón del monte» es la contrapartida del Decálogo del Sinaí. En un monte se dio la ley antigua y en un monte se da la nueva.
Jesús es el nuevo Moisés que viene a «dar cumplimiento a la ley» (Mt 5,17). Lejos de abolirla, Jesús la lleva a la perfección. ¡Y qué perfección! La ley nueva supera los mandamientos antiguos formulados en forma esencialmente negativa: no matarás, no robarás… Es la «ley del Espíritu» (2 Cor 3,3) transcendiendo tanto la ley «escrita en tablas de piedra» (Rm 8,4) como la ley de la carne o de los miembros (Rom 7,23). No se limita a la observancia exterior. Consiste en la plenitud del amor. En cada uno de los mandamientos sobre el homicidio, el adulterio, la lujuria, el juramento… ya no es suficiente la simple abstención del acto externo. La ley nueva es amar. Implica el desarraigo de la mala actitud interior y es, ahora, el don de un amor vivido en radicalidad, interioridad y totalidad. Este amor es el mismo amor con el que Dios ama y que ahora derrama en el corazón de sus hijos.
Ésta es la razón por la que las bienaventuranzas, en lugar de tener forma de ley, se expresan como una felicitación y parabién. Es lo menos legislativo que pudiéramos imaginar. Imposible traducir mejor la afirmación de Pablo de que Cristo nos ha liberado de la ley (Cf Gál 3). Antes matar era matar. Ahora matar es ya tener malos sentimientos en el corazón. Antes el adulterio era adulterar. Ahora es ya mirar con malos ojos. La ley ahora es amar. El pecado es no amar. «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 5,20). Amando de esta manera es como el hombre se expresa como «imagen de Dios», y reproduce la perfección del Padre: «Sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Las bienaventuranzas representan una compilación de dichos originalmente aislados, de Jesús. Probablemente no son un «sermón», sino una antología de textos pronunciados por Jesús en ocasiones distintas. Mateo y Lucas, reflejando lo verdaderamente nuclear de la predicación constante de Jesús, coordinaron sus materiales con amplia libertad teniendo en cuenta la diversidad de sus destinatarios.
Las bienaventuranzas representan no el primer anuncio del reino, o kerigma, sino la enseñanza a los ya convertidos. Explican el núcleo de la conversión no tanto en sus aspectos negativos cuanto en el ideal positivo de la perfección. Es preciso tener en cuenta que la doctrina de Jesús nos llega canalizada por el testimonio apostólico. La palabra y verdad de Jesús es algo más objetivo que lo que puedan ser unos simples textos registrados a la letra. Los escritos condensan la más pura esencia del testimonio de la Iglesia apostólica. Las bienaventuranzas son la riqueza del alma de Cristo, su conciencia y sentimientos, entrando en el corazón del hombre y tomándolo por entero. Son la mirada de Jesús en nosotros para que veamos y amemos con él y en él. Son una mirada que va más allá de la ley externa, del mero comportamiento exterior, de los simples convencionalismos sociales, de los equívocos del subconsciente, de los engaños de la costumbre cuando desconsidera la verdad. Jesús habla de un corazón sincero, unificado, total, sin distracciones egoístas, sin excusas compensatorias. Promete ese corazón nuevo. Somos más egoístas de lo que imaginamos, en nuestras relaciones, en la vida afectiva, en el ejercicio de nuestro cargo o misión, en el mismo ejercicio de nuestra conciencia. Nos aprovechamos. Marginamos. Desconsideramos. Filtramos la realidad objetiva a través de nuestra subjetividad. Identificamos la verdad y el bien con nuestra forma de pensar. Confundimos los pensamientos de Dios con los nuestros. Decimos verdades a medias acentuando lo que nos conviene y ladeando lo que no nos gusta. Amamos a nuestra manera, buscando más nuestro gusto que el bien del otro. Cumplimos el deber porque está mandado, sin implicar el corazón. Darnos cosas sin darnos a nosotros mismos. Nos imponemos por la fuerza porque no sabemos convencer y asombrar. Tenemos miedo a que nos digan la verdad: preferimos que nos halaguen. Sólo vemos lo que nos interesa. Nos falta nobleza, sinceridad y verdad. Las bienaventuranzas nos ponen en referencia con Dios, nuestro Padre. No se apoyan en ellas mismas en nombre de un cierto espiritualismo. Las bienaventuranzas no son sólo bienaventuranzas. No son el cumplimiento de unas leyes, sin más. Se basan en la absoluta primacía del don de Dios, de su gratuidad desconcertante. Jesús no es un predicador de amenazas, ni de imposiciones morales. No es un enfadado guardián del orden. Su fuerza es la revelación de Dios como Padre que ama y ejerce de hecho su paternidad comunicando su misma vida.
Las bienaventuranzas son una efusiva felicitación a los pobres porque Dios ya ha intervenido en ellos de forma que ellos ya pertenecen por derecho al reino de los cielos. No son un catálogo de virtudes o actitudes. Ni son fruto del esfuerzo o conquista del hombre. El privilegio de los pobres no son ellos mismos, ni su pobreza, ni su esfuerzo o sufrimiento. El privilegio de los pobres es Dios y su intervención. La felicidad de los pobres es un signo de que Dios ya ha intervenido. Está aquí, con ellos. La nueva alegría es la transparencia de la gracia de Dios. «De ellos es el reino». «Poseen la tierra». «Ven a Dios». «Son hijos de Dios». «Serán consolados y saciados». Jesús, más que dar normas o publicar leyes, habla de los resultados del don de Dios. Las bienaventuranzas describen lo que le pasa al hombre que se ha abierto a la gracia. Jesús sabe que propone unas exigencias de imposible cumplimiento. Una lectura seria de las bienaventuranzas nos llenaría de espanto. ¿Hay alguien que viva así? ¿Hay alguien que pueda vivir así? Nadie, por supuesto. Y Jesús lo sabe. Pero quien nos salva no es la ley, sino la fe. Jesús quiso decirnos que estas exigencias no pueden ser cumplidas con nuestras solas fuerzas, sino con su gracia. La dificultad de las exigencias de Cristo sólo es comprensible partiendo de la magnitud del don de Dios. El semblante de la vida nueva no es ley, sino evangelio, no el esfuerzo del hombre, sino la fuerza de la gracia. En cada dicho de las bienaventuranzas hay algo que le precede: el evangelio. El oyente ha sido curado, perdonado. Ha recibido el anuncio gozoso de ser hijo de Dios. Está ya dentro del reino. Siente la vida nueva. Pertenece a la salvación. Obra en consonancia con los sentimientos del Padre. Jesús no es un maestro de las bienaventuranzas. Es un testigo de ellas. Son su propia experiencia personal. Ellas revelan su intimidad, su condición encarnada. Su forma de ser y de actuar. Son su biografía psicológica y espiritual. La filiación divina vivida en la condición terrena. Jesús es el Hijo. La imagen viviente del Padre. Él no anuncia el reino. El reino es él, su corazón y sentimientos filiales y fraternos. Con la venida de Jesús el destino del mundo ha experimentado un cambio dramático y se realiza entre los hombres una separación inesperada. Dichosos son aquéllos a quienes es concedido conocer la suprema intervención de Dios y de tomar parte en ella. Malditos son aquéllos que pasan de largo, rechazan o se inhiben, o no se deciden. El seguimiento o no de Cristo es la declaración fundamental sobre la pertenencia al reino de los cielos. Jesús adopta la posición contraria a los deseos terrenos del hombre. Desde ahora dichosos ya no son los ricos, los satisfechos, aquéllos a quienes se halaga, los influyentes… sino aquéllos que tienen hambre, sed, lloran, son pobres, están perseguidos… Jesús bendice las situaciones contrarias a los deseos del hombre terreno. Es algo nuevo, inaudito, inesperado. Y aun hoy, para nosotros, inconcebible. Es una radical inversión de valores. En adelante sólo él es el Todo- Valor.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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