LA NAVIDAD-EPIFANÍA, COMO MANIFESTACIÓN DE LA LUZ 

a) Navidad, el misterio de la luz

La NavidadEpifanía es manifestación, aparición, advenimiento. En el clima de las manifestaciones apoteósicas de los emperadores, en sus entradas triunfales, el nacimiento de Cristo es descrito como la revelación de Dios y de su amor a los hombres. En Cristo nos viene la Palabra de Dios, el conocimiento, la luz.

El tema de la luz es la idea central de la liturgia de la Navidad ya en los primeros momentos. Belén es llamada gruta de la luz. La sustitución de la fiesta pagana del sol invicto por la del nacimiento de Cristo, sol de justicia, contribuye considerablemente a ver la Navidad como misterio de luz. Las comunidades cristianas celebraban en medio de la noche el memorial litúrgico de la Navidad. La idea popular es que la Navidad es el día de la luz que ahuyenta las tinieblas, el día del sol nuevo e invicto. La circunstancia cosmológica del solsticio de invierno, celebrada por los romanos como el triunfo de la luz sobre las tinieblas, evocaba espontáneamente para los cristianos el Sol que nace de lo alto, la presencia entre nosotros de Cristo, luz del mundo. El ambiente de la celebración de medianoche es propicio para evocar este misterio. En el corazón de la noche, la comunidad cristiana se reúne en un espacio de luz que es símbolo de la fe que nace de la palabra, del anuncio. Y la luz es Cristo, palabra y eucaristía. En el ambiente litúrgico resuenan las palabras de Isaías: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierras de sombra y una luz les brilló» (Is 9,2). La colecta reza: «¡Oh Dios que has iluminado esta noche santa con el nacimiento de Cristo, luz verdadera!, concédenos gozar en el cielo del esplendor de su gloria a los que hemos experimentado la claridad de su presencia en la tierra». En esta luz se manifiesta la gracia (2ª lectura) y la gloria (antífona de la poscomunión). El credo señala «Dios de Dios, Luz de Luz».

El prefacio primero dice: «Porque gracias a la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible». Una de las bendiciones finales afirma: «El Dios de bondad infinita que disipó las tinieblas del mundo con la encarnación de su Hijo y con su nacimiento glorioso iluminó esta noche, aleje de vosotros las tinieblas del pecado y alumbre vuestros corazones con la luz de su gracia». La colecta de la misa de la aurora repite el tema: «Concede, Señor todopoderoso, a los que vivimos inmersos en la luz de tu Palabra hecha carne, que resplandezca en nuestras obras la fe que haces brillar en nuestro espíritu».

Navidad es el misterio de la luz. En el fulgor de esta noche se adivinan ya las luces de la noche pascual. Navidad es el comienzo del misterio pascual. San León Magno recuerda en el oficio de las lecturas de la noche, evocando la iniciación bautismal: «Reconoce, cristiano tu dignidad… No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz del reino de Dios…» (PL 152,153).

En este contexto queda justificada la fuerte conexión entre Navidad y Epifanía, y la inclusión en esta misma fiesta de la manifestación de Jesús en el Jordán y en las bodas de Caná.

b) La manifestación a los Magos

A través de este hecho la liturgia nos anuncia todo el misterio de la humanidad salvada. Hacen referencia a ello los textos de la festividad: Isaías 60 y el salmo 79. En la Epifanía el misterio de la Navidad se manifiesta al universo como en claroscuro; más tarde, en la Pascua, se iluminará el fuego luminoso de Pentecostés.

Epifanía es una fiesta idílica y poética que nos entrega un mensaje importante: nuestra estancia en la tierra es una peregrinación hacia la Belén definitiva del cielo. Los Magos simbolizan el mundo pagano y vienen de lejos. Son la vanguardia del inmenso cortejo de la Iglesia. La estrella es la luz de la fe, visible y escondida. Hay que mirar al cielo para verla. Sólo la ven los que peregrinan. Los instalados en la ciudad humana no la contemplan. Los pueblos paganos afluyen hacia la región del Sol. Es la fiesta de la Luz y de los dones: los tiempos mesiánicos han llegado. El camino es la búsqueda de Dios. Y al volver por otro camino nos convertimos en la señal de la conversión necesaria. Cristo no está en Jerusalén, sino en un pueblo. En realidad, la Jerusalén celestial no es la de la tierra: ahora es la Humanidad de Cristo. Los dones ofrecidos representan la adoración de Dios invisible bajo el aspecto de niño, de «Rey Pacífico», en la pobreza de su cuna. Dentro de tanta poesía, que se presta a fantasías, es necesario fijarse en lo esencial del misterio: a él debe ser conducida también la devoción popular del pueblo cristiano, tan sensibilizada con la fiesta de los magos.

c) La manifestación de Jesús al pueblo en el Jordán

La voz del cielo manifiesta: «Éste es mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias» (Mt 3,17). Jesús es exaltado en el momento en que él se humilla con un gesto necesario a todo pecador. Jesús se señala como perteneciente a la raza de Adán y responsable voluntario de los pecadores. Desciende al Jordán: las aguas son para los Padres el reino del Dragón y del Diablo. En la cosmogonía judía el mar equivale al infierno: las aguas del abismo son las potencias del mal, el reino de la muerte, del caos y de las tinieblas. Jesús recibe su consagración mesiánica y anticipa su descendimiento a los infiernos y su victoria redentora. El gesto de su humillación es la condición de su exaltación por parte del Padre. Así es como es revelado al pueblo. Además, se hace patente el simbolismo del bautismo. Cristo desciende y asciende de las aguas. El bautismo es un misterio de purificación. Es el baño nupcial donde la esposa recibe su última preparación antes de recibir al Esposo. Es el misterio de la unión Dios-Hombre, de la Navidad.

d) La manifestación de Jesús a sus discípulos en Caná

A través de un milagro, Jesús realiza un misterio. «Aún no ha llegado mi hora» (Jn 2,4), la de ir de este mundo al Padre. Entonces será la hora de las nupcias eternas. «El vino nuevo» es signo de la sangre de Cristo. «No tienen vino»: vino es el símbolo de la alegría. Según Isaías, la falta de vino es imagen de la desolación de Israel. Yahveh prepara a los pueblos «un festín de vino añejo». La presencia de María provoca el cambio de la Ley antigua por la Ley nueva. San Juan señala la fecha y el lugar de la boda: «el tercer día», que evoca la muerte y resurrección; y en Caná, no en Judea o Jerusalén, sino en Galilea de los gentiles: el Esposo, rechazado por la Sinagoga, será acogido por los gentiles. El verdadero Esposo es Cristo. El último vino será la sangre de Cristo. El signo por excelencia es el cambio, el milagro. Las jarras son las que se utilizaban para las abluciones judías: es el paso de la realidad judía a la cristiana. La transformación la operan las aguas del bautismo: de catecúmeno a hijo de Dios. Y la opera también el vino de la Eucaristía. La conversión del agua en vino anuncia la copa eucarística. Entre vino y sangre hay afinidad natural. El vino es símbolo de la vida como lo es la sangre. En la cena Cristo cambió el vino en su sangre. En Caná aún no había llegado su hora. En el cenáculo, sí.

 

Texto extraído del libro «Vivir el año litúrgico», de Francisco Martínez, Ed. Herder.

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