Lecturas

Isaías 42, 1-4. 6-7  –  Salmo 28  –  Hechos 10, 34-38

Mateo 3, 13-17:En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara.
Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole:
«Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?».
Jesús le contestó:
«Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia».
Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él.
Y vino una voz de los cielos que decía:
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».

Comentario:

EL BAUTISMO DE JESÚS, 2023

             Con la fiesta del Bautismo de Jesús cerramos el ciclo navideño y comenzamos el denominado “tiempo ordinario” referido a la vida pública de Jesús. Observamos que lo primero que Jesús hace es ponerse en la fila de los pecadores para recibir el bautismo que Juan está administrando en las aguas del Jordán. Nos preguntamos por qué Jesús se integra en la fila de los pecadores para recibir el bautismo si es inocente y carece de pecado. Jesús, respondiendo a Juan, replica que lo hace para que se cumpla toda justicia, que es la voluntad del Padre. Jesús, viniendo a este mundo, toma sobre sí el pecado de los hombres para matarlo en su propia carne. La justicia no es solo la observancia material de la ley, sino la plena sintonía afectiva con el Padre que ha establecido un plan de salvación y quiere que se cumpla gozosamente en la muerte del Hijo.

Este plan se ha establecido como desarrollo indispensable del bautismo. Su simbolismo es maravilloso e impresionante. Jesús viene al mundo y carga personalmente con los pecados de todos los hombres. Por nosotros se hizo voluntariamente “pecado” (2 Cor 5,21) y “maldición” (Gal 3,13). En la cruz mató el pecado mediante una obediencia radical. Lo que en los hombres fue egoísmo, en él fue absoluta fidelidad. Llegó incluso a descender a los infiernos, la morada del mal, y allí liberó a los que permanecían cautivos de la iniquidad y de la muerte. Cristo, después de muerto, descendió a la tumba, a los infiernos, y liberados los que estaban cautivos, ascendió victorioso de allí para que todos pudiéramos compartir su misma resurrección. Este gesto simbolizador, descender muerto a la tumba, y ascender de ella resucitado, ahora con nosotros, fue perpetuado por Jesús en el santo bautismo. Mediante él participamos efectivamente de su misma muerte, sumergiéndonos en el agua, y participamos de su misma resurrección, emergiendo de ella. Jesús cargó de realidad este gesto simbólico. El bautismo es la misma muerte de Jesús, y su misma resurrección, pero ahora extendida a sus seguidores. El bautismo aparece ya en los escritos apostólicos al mismo tiempo que la comunidad. Sumergirse y emerger; morir, ser enterrado y resurgir; abandonar la vida vieja y revestir la nueva, es su verdadero contenido original y real. Contiene lo que significa. El garante de toda esta obra es el Espíritu Santo que se hace presente y actuante. El simbolismo, en manos del Espíritu, es eficaz.

Mateo dice que los cielos se abrieron y apareció el Espíritu en forma de paloma mientras una voz decía: “Este es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido”.

Los apóstoles destacaron muy intencionadamente en los momentos vértices de la obra de Cristo la presencia operante del Espíritu Santo: fue ungido con él, lo condujo al desierto, emprendió la evangelización de los pobres, eligió a los apóstoles, exultó de gozo en la oración, venció a Satanás, etc. Gracias al Espíritu y a su acción, como enseña Pablo, el bautismo incorpora a los cristianos a la muerte y resurrección del Señor (R 6,38).

El bautismo cambia la vida del bautizado. El bautizado es un hombre que ha salido de la tumba y participa ya anticipadamente de la vida gloriosa de Cristo. Ha muerto de su muerte y ha resucitado de su misma resurrección. Pablo lo explica admirablemente: “¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (R 6,3-4).

Según Mateo, la voz del cielo afirma que la identidad de Jesús es la del Hijo Amado del Padre, aunque haya revestido, según Isaías, la del Siervo, el personaje misterioso que asume y quita voluntariamente los pecados del mundo. Jesús mismo aplicó la metáfora del bautismo a su propia pasión (Lc 12,10). La voz del Padre confirma y revela su amor al Hijo y a su misión. Efectivamente la obra de Jesús comienza en el Padre que tanto amó al mundo que le dio a su propio Hijo (Jn 3,16).

El bautismo nos incorpora a Cristo, a su muerte y resurrección. El lenguaje simbólico del bautismo no nació como un gesto meramente ritual, sino verdaderamente creador. El gesto de sumergirnos en las aguas, elemento que limpia y vivifica, y de emerger de ellas, nos afectó profundamente e hizo presente y vivo lo más trascendente: la resurrección de Jesús en nosotros. El simbolismo nos afectó en lo más real de nuestra vida. Nos hace ya seres resucitados que pertenecen a Jesús y reflejan su vida. Es una lástima que nuestra generación haya perdido el lenguaje simbólico, el de la fe, el de los ideales y lo trascendente, amparándose en el meramente literal que es en este mundo el de la eficacia y productividad material. Para ascender a lo más bello, enternecedor y poético de la existencia necesitamos intensificar la expresividad de pequeños gestos, la liturgia del beso, del abrazo, la música, la fiesta, el convite, el traje, el ceremonial, que nos transportan a lo mejor de nosotros mismos. Un hombre sin  sueños e ideales es un ser disminuido, degradado y encogido. Quien en su vida pierde el misterio, pierde el Absoluto, lo mejor de sí mismo. La lejanía de Dios es lejanía de nosotros mismos. Dios es lo mejor del hombre, lo más suyo y propio de él. Perder a Dios es perder lo mejor de sí. El problema no está en reducir al hombre a la nada o al vacío, sino en ambientarlo en lo trascendente de la vida de Dios. La pastoral en este punto, y en otros, está en situación grave. Pues en lugar de vehicular al hombre al misterio, lo emplaza ante el vacío y la vulgaridad. Ser “muy breves” y “sencillos” representa muchas veces empobrecimiento, supone vaciar el misterio y achatar al hombre. La misma Iglesia, al preferir lo práctico y utilitario, ha sustituido la inmersión en el agua, gesto evangélicamente hermoso y simbolizador, por su derramamiento de unas gotas en la cabeza de los niños. Así el gesto dejado de decir muchas cosas bellas e importantes. Y la vida del pueblo permanece empobrecida.

Solo en la fe, y como expresión de fe, tiene sentido el bautismo. Sin fe este sacramento pierde su significado. Un gesto tan pequeño tiene máximas consecuencias. Nos ingresa en la comunidad de salvación. Nos perdona todos los pecados. Nos incorpora a Cristo, a su muerte y resurrección haciéndonos su propio cuerpo. El Espíritu se establece él mismo dentro de nuestra vida, como don permanente, para iluminar nuestra mente e impulsar nuestro corazón. Nos capacita y eleva para correalizar la vida íntima de la Santísima Trinidad. Nos hace renacer a la vida de Dios y nos hace verdaderamente hijos suyos, miembros de la Familia Divina. El Bautismo nos hace pueblo sacerdotal con poder y capacidad de ofrecer dichosamente la vida a Dios que responde divinizándonos. Y nos confiere a todos los miembros de la Iglesia una misma dignidad real. ¿Qué más puede conferirnos el bautismo? ¡Qué necesidad tiene el pueblo de Dios de conocer la fe en el contexto de una mejor fundamentación evangélica y teológica, que garantice la recuperación de la inmensa alegría pascual de la comunidad de los Hechos de los Apóstoles…! Para ello una adecuada y dichosa iniciación sacramental debe superar hoy ¡por fin! barreras sociales y eclesiales, culturales y catequéticas muy negativas y nocivas.  Una fe vivida sin intensa alegría no es cristianismo, sino su caricatura. El cristianismo no es un correcto orden legal, sino la vida en Cristo. Es nacimiento a lo inefable y desposorio místico con Cristo. Dios no nos quiere solo observantes, sino amantes. No nos guía la ley, sino el amor. No somos esclavos, sino amigos y esposa. O apóstoles o apóstatas. Dios nos ilumine y ayude.

Francisco Martínez

www.centroberit.com

e-mail:berit@centroberit.com

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