Lecturas
Hababuc 1, 2-3; 2, 2-4 – Salmo 94 – 2ª Timoteo 1, 6-8. 13-14
Lucas 17, 5-10:
En aquel tiempo, los apóstoles le dijeron al Señor:
«Auméntanos la fe».
El Señor dijo:
«Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera:
“Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería.
¿Quién de vosotros, si tiene un criado labrando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: “Enseguida, ven y ponte a la mesa”?
¿No le diréis más bien: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú”?
¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid:
“Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”».
Comentario:
¡SI TUVIERAIS FE!
2022, 27º Domingo ordinario
Jesús, a lo largo del evangelio de Lucas, ha ido hablando sobre la necesidad de seguirle y sobre los rasgos del auténtico creyente. Se dirige a diversos grupos de personas, fariseos y maestros de la ley, la gente que le seguía, los discípulos que le acompañaban. En el texto que acabamos de escuchar habla a los apóstoles y, a través de ellos, a la comunidad cristiana, especialmente a sus dirigentes. Los apóstoles piden a Jesús “¡Auméntanos la fe”! Jesús quiere que el discípulo tome conciencia de la fuerza enorme de la fe. Para él es muy importante. La fe es la respuesta a la manifestación de Dios como padre, amigo y esposo del hombre. Es una nueva relación de Dios con el hombre, en la que Dios se implica del todo. El hombre ha de aceptar y creer. Nada honra tanto a Dios como la fe del hombre. La medida del amor a Dios es la medida de la fe en ese mismo amor. Aunque sea pequeña como un grano de mostaza, todo es posible a quien cree. Jesús relata una pequeña parábola para reafirmar su exposición. La fe establece con Dios una dependencia como la que tiene el siervo en relación con su amo. Haga lo que haga, hace lo que debe hacer, servir a su amo sin esperar recompensa alguna.
Jesús dice que la fe ha de ser viva, activa y práctica. Pone un ejemplo sorprendente: con fe se podrá trasladar un árbol al mar con la sola palabra. Marcos y Mateo citan el mismo dicho de Jesús, pero referido a una montaña a la que se le ordena con fe plantarse en el mar.
Jesús nos habla hoy de la necesidad y calidad de la fe. Y haremos muy bien en reflexionar cómo es nuestra fe y pedirle al Señor que nos la aumente. Somos si creemos y en la medida en que creemos. La fe, en su núcleo fundamental, es la aceptación de Jesús como enviado del Padre. Es su misma persona entrando libre y gozosamente en nuestra vida. La fe es la respuesta a él y a su mensaje. Ayer, en Palestina, los hombres se encontraban con él en la corporalidad de su persona. Hoy la fe es el encuentro con su testimonio, su evangelio, sus dichos y hechos, con su comunidad creyente en la que él está presente y actúa. La iniciativa, y lo esencial de la fe, le corresponde a él. Mediante la fe él mismo entra en nuestra vida y provoca una relación de dichosa dependencia. Llamamos virtudes teologales a la fe, la esperanza y caridad, porque representan una fuerza, una energía, una capacidad que vienen directamente de Dios y nos establecen en relación personal con él. Esta capacidad crea en nosotros una connaturalidad dichosa en nuestra oración. Esto contradice una cierta mentalidad demasiado generalizada que piensa que la fe es cosa del hombre, capacidad humana, o que simplemente se concentra en el deber u obligación moral de aceptar unas verdades teniéndolas como ciertas. La fe verdadera no es un aula donde aprendemos verdades, sino un tálamo nupcial donde gozamos del Infinito. Fe significa lo más maravilloso del hombre: sentirse apoyado, confiarse, dejarse conducir por él como hacen los que sienten la presencia: tienen confianza y se aman. Gracias a la fe, Dios mismo nos adentra en su propio terreno con una atracción progresiva, mental y afectiva, suave o intensa, humana y divina. Lo contrario de la fe no es la increencia, sino el pecado del hombre, el rechazo de la luz y del amor, la dureza de corazón, la frialdad y la indiferencia.
La fe conlleva en su núcleo el reconocimiento de Jesucristo como Señor y Salvador de nuestra vida. Representa la renuncia a salvarnos por nosotros mismos, dejando a Dios ser Dios y hacer de Dios en nuestra vida. Es vivir su vida, no nuestra vida. No nos salvamos nosotros ni nos justifican nuestras buenas obras, sino la fe en Jesucristo, en su persona, en su muerte, resurrección y envío del Espíritu Santo que entra en contacto íntimo con nosotros mediante luces de la mente e impulsos del corazón.
Tener fe es lo más importante de nuestra vida. Es el fundamento de nuestra vocación divina y eterna. Nos realizamos en la medida en que creemos. Pero la transmisión de fe de nuestro pueblo ha sido muy precaria en estos últimos tiempos. En los catecumenados de los primeros tiempos giraba en torno a la iniciación al evangelio y a los sacramentos como encuentro vivo con Jesús. En los últimos tiempos ha girado más bien en torno a catecismos que exponían las verdades de la fe tal como han sido definidas en los concilios contra los errores. El hecho es que la formación no ha gozado gran cosa de su carácter de Buena Nueva, de gran noticia. No ha sido formación de la afectividad, del asombro y entusiasmo. Ha habido un gran predominio de moral sobre el evangelio. Se ha descuidado la formación del corazón. Ha habido más interés en formar observantes que amantes. La desgracia es que abundan hoy evangelizadores que con la excusa de ser sencillos no dicen nada. La iniciación a la fe ha estado viciada por una notable carencia de Buena Nueva, de verdadero evangelio. La fe es siempre respuesta. Y es difícil organizar una respuesta suficiente y convincente si no damos primacía a la gran iniciativa de Dios convocando al hombre a compartir su propia vida. La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado “a imagen de Dios” con capacidad para conocer y a amar a su Creador. El manjar del hombre es Dios. El hombre debe comer y entrar en comunión. El misterio del hombre queda esclarecido en el misterio del Hijo de Dios encarnado en este mundo. Él revela el amor de Dios como Padre. El Hijo de Dios es la medida de la dignidad del hombre, pues hemos sido elegidos en él para recibir su misma filiación divina, la misma gloria que él posee recibida del Padre. Amados en él, en el mismo amor que el Padre tiene a su Hijo, estamos destinados a amar con él, en él y como él. Somos en verdad hijos de Dios. Somos amigos y esposa. Con él llegamos a participar de la divina naturaleza. Cristo, imagen del Dios invisible, nos ha devuelto la semejanza divina destruida por el pecado como lejanía de Dios. Él nos devuelve la semejanza divina por la comunión con él mediante la eucaristía y el evangelio. Comulgando con él, recuperamos la verdadera imagen divina. De esta forma, todos los que creemos en Cristo recibimos su misma filiación y estamos dotados de una fraternidad divina que nos une a todos los hombres en una misma dignidad y destino. Un cristianismo verdadero supone que esta buena noticia ha impactado fuertemente en nosotros, nos ha transformado el corazón y nos hace vivir con una alegría que trasciende nuestra vida entera. La fe no es originalmente solo cumplimiento de obligaciones y leyes. El primer deber del hombre es conocer su vocación trascendente y ser coherente con ella, conociendo y amando. El hombre, o camina desde dentro, desde el entusiasmo y el amor, o no camina. El amor del hombre es lo que decide su destino. Somos el amor que tenemos.
La fe es la riqueza del hombre. El hombre es si cree y lo que cree. La fe dilata su vida en horizontes infinitos y eternos. Creer, confiar, apoyarse es la mayor fortuna del hombre, hecho para la relación y para la experiencia del Infinito. Quien carece de Infinito no llega a ser él mismo. Pidamos al Señor que aumente nuestra fe.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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