Lecturas
Génesis 15, 5-12. 17-18 – Salmo 26 – Filipenses 3, 17 – 4, 1
Lucas 9, 28b-36:
En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.»
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
2022, segundo Domingo de Cuaresma
Jesús ha realizado el primer anuncio de su pasión y ha formulado las condiciones para seguirle. Los discípulos han comenzado a entusiasmarse con él y han decidido seguirle. Ante este amor y seguimiento, ya decidido, pero débil, Jesús decide confirmarles en su seguimiento. Y lo hace mediante la escena de la trasfiguración.
La transfiguración, suceso de gloria, puede parecer un relato extraño a la cuaresma. Pero lo cierto es que nada más empezar el camino de la cruz, que nos va a llevar a la pasión, muerte y resurrección de Jesús, hoy el evangelio quiere mostrarnos la gloria de Jesús y la nuestra. Jesús nos exige tomar su cruz y seguirle. Pero lo hace después de anticipar en todos nosotros las últimas realidades gloriosas que nos esperan en la meta. Encarnándose él en el mundo, participa de nuestra naturaleza para hacernos a nosotros partícipes de la suya. Ya él se ha hecho don y gracia radical para nosotros. Se hace perdón y salvación, palabra y pan, amistad y filiación divina. Hacer el camino de Jesús es acabar en la resurrección y la gloria. Y este es el significado y el objetivo de la transfiguración. Lo dice la oración colecta de la misa de hoy: ”que podamos participar de la contemplación de la gloria de Dios”. Esta gloria la pregustamos ya ahora participando de la gracia y del amor de Dios. Pero gozaremos de su plenitud en la gloria.
Los discípulos de Jesús no entendían el mensaje de la cruz, su ejecución en Jerusalén. Es de difícil comprensión ayer y en todos los tiempos. Jesús elige para la salvación del hombre el camino contrario al pecado. Si el pecado es lejanía del hombre en relación con Dios, Jesús hace del sufrimiento cercanía y testimonio de amor al Padre. Pedro se rebela contra el anuncio: “contigo no sucederá eso”. Y en este contexto acontece la transfiguración de Jesús. Es una presentación del Hijo por parte del Padre materializada en una voz que viene del cielo, contrastando la figura de dos personajes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías. Para comprender bien la importancia del hecho hay que verlo en su contexto. Jesús acababa de hacer mención de “ver el reino de Dios”. Y es aquí donde los discípulos “vieron su gloria”, la de Jesús, que no solo es el Mesías, sino el Hijo y el Elegido. Ahora ya no hay que escuchar a Moisés y Elías, aun dada su decisiva importancia. Ahora Jesús se destaca a solas. Lucas pretende establecer una conexión entre este episodio y la condición gloriosa de Jesús después de resucitar. Jesús ha de padecer y es así precisamente como debe entrar en la gloria.
¿Qué sucedió realmente en el relato de la transfiguración? ¿Cuál fue su realidad profunda? Los estudiosos de la Biblia hablan de distinta forma. Unos señalan un acontecimiento histórico que implicó una experiencia sensorial de lo que realmente aconteció. Jesús experimentó la gloria en su condición corporal. Y eso es lo que los discípulos contemplaron. Otros conciben la visión como una experiencia interna de Pedro y de los otros discípulos apuntando a la transfiguración que representa el cristianismo en el que su esencia es Dios habitando en el hombe. Un tercer grupo de exégetas hablan de un relato de aparición del Resucitado, retraído a la época del ministerio de Jesús. Un cuarto grupo habla de una interpretación simbólica, un modo de presentar a Jesús como Hijo del Padre en una aparición figurada. No es fácil aceptar una explicación excluyendo todas las demás. La cierto es que la trasfiguración cobró una profunda densidad ya desde los inicios y quedó confirmada por una rica experiencia en la vivencia de la fe y de la oración cristianas. Lo que ciertamente es evidente es que esta escena quiere representar una verdadera visión anticipada del paraíso.
La escena de la transfiguración de Jesús, a pesar de los resplandores de la manifestación divina, se desarrolla “mientras Jesús oraba”. Es decir, comporta una experiencia íntima en la que Jesús experimenta su propia transformación-revelación. Manifiesta su propia identidad en el marco de su dramática situación. La conversación con Moisés y Elías se refería “a su muerte que iba a consumar en Jerusalén”. Se trata de un “desvelamiento” del ser de Jesús que, en la fragilidad de su debilidad humana, camino de Jerusalén, aparece como el Hijo obediente, el Hombre prototípico, “el primogénito de muchos hermanos” (R 8,29). Por eso, la revelación del ser íntimo de Jesús -el Hijo- es, al mismo tiempo, la revelación de lo que somos nosotros en nuestra más profunda identidad, “hijos en el Hijo” (Ef 1,5). Así lo dice la primera carta de Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3,1). Y Pablo: “Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso” (Fil 3,21).
La transfiguración es el reflejo de lo divino a través de lo humano. Es Dios en nosotros, como es en sí, haciendo notar su divinidad. Somos nosotros mismos en Dios. Es la divinización del hombre. Es lo que realmente somos, lo que estamos destinados a ser, salidos de la mano del Padre Creador, sus “hijos”, cuya vida es divina dentro de nosotros, pues dentro de nosotros habita la misma vida divina de Dios. Todos los seres humanos somos “hijos”. “Somos linaje de Dios” (Hch 17,28-29). Esa es nuestra más profunda identidad anclada en la misma entraña del ser humano, vivificado por Dios, pues compartimos su Espíritu, su misma vida. Es, por tanto, nuestra transformación oculta en la humildad de nuestra carne. El tope de nuestra tradición filosófica afirma que el hombre es un fin en sí mismo y que nadie puede convertirlo en instrumento para nada ni para nadie. Esto afirma la Declaración de los Derechos Humanos. Pero el evangelio va infinitamente más lejos. Adquiere en Cristo una dimensión infinita. En él, al identificarnos con él, nos transfiguramos en Dios. Con él y en él en mí hay más que yo. Y en ti hay mucho más que tu mismo. Es él en nosotros como lo mejor de nosotros mismos. Lo que la transfiguración de Jesús revela es que el proceso completo de su vida, o “el amor hasta el extremo”, esta semilla de Dios que hay en el hombre, alcanza su plenitud en la presencia luminosa de Dios en Jesús, el Hijo, y en la presencia luminosa de Jesús en nosotros, sus hermanos, que siendo “hijos en el Hijo” es como alcanzamos nuestra verdadera identidad y vocación personal. La transfiguración de Jesús es la revelación de nuestro camino y de nuestra identidad eterna.
La transfiguración revela la condición de Jesús, de Enviado y de Hijo, y también la de sus seguidores. Seguirle es ser iluminados y dejarse iluminar con la Luz propia de Dios. El hombre no puede redimirse él solo. Necesita a Dios. La frialdad, la indiferencia, el legalismo son signos de insuficiencia y de inutilidad. La verdadera llamada comporta no solo instrucción sino iniciación y sabiduría y conlleva una infinita carga de asombro y de atracción. No hay verdadero encuentro con Jesús si no somos antes debidamente iluminados, atraídos, fascinados, si la fe no muestra la dichosa capacidad de transparentar la nueva identidad y vocación. Si los cristianos no fascinamos es que no evangelizamos. Nunca la vulgaridad ha redimido la frialdad. Sin “buenas noticias”, sin capacidad de asombro, no es posible la transfiguración del hombre actual. Todavía la mayoría de hombres de nuestro mundo ignoran la acción dinámica y el protagonismo propio del Espíritu Santo por el cual los iniciados no solo piensan, son iluminados; no solo actúan, son movidos y conmovidos por él.
Que Cristo nos transfigure y que nosotros seamos capaces de transfigurar la vida personal y social.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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