Del análisis de cuanto hemos dicho se deduce la grave necesidad de madurar una nueva conciencia de la centralidad de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia. Esta nueva conciencia debe alcanzar tanto a quien proclama la palabra de Dios como a quien la acoge.

1. La proclamación de la palabra de Dios.

Seguimos siendo la religión del libro santo. Cristo, Verbo del Padre, permanece siempre con nosotros como Alfa y Omega, Principio y Fin. Él nos dijo que sin él nada podríamos hacer (Jn 15,4-5). La Iglesia es esencialmente cristocéntrica. En todos, principalmente en los agentes ministeriales de la palabra, ha de nacer con fuerza una nueva conciencia: Dios nos habla aquí y hoy. El Espíritu que inspiró las Escrituras, inspira ahora la misma palabra para insertarla «dentro», en el corazón de cada uno. La escucha y acogida de la palabra es la máxima realización de la misma palabra. La recepción de la palabra pertenece a la esencialidad misma de la revelación. El gran mensaje no es que Dios habla, sino que Dios habla a los hombres. Esto implica, en los ministros de la palabra, la exigencia de personalizar a Cristo despersonalizándose ellos mismos, congelando su propio yo individual. Lo que a los hombres interesa en el sacerdote es Cristo que dijo que permanecería con los apóstoles hasta el fin de los tiempos. No es que el sacerdote deba despojarse de sí mismo en sentido humano. La vocación asume al hombre concreto e integral, con su tiempo y sus circunstancias concretas. Pero el sacerdote no sucede ni suplanta a Cristo. Es signo de su presencia. Su razón de ser es ser pura referencia.

Es preciso que el sacerdote respete siempre las lecturas sagradas y haga respetar los salmos responsoriales. Sólo Dios habla bien de Dios y sólo Dios habla bien a Dios. La palabra no es sólo una función eclesiástica, sino evangélica y divina. No es lo mismo predicar en la misa que predicar la misa. Según pide el directorio del misal, no se puede confundir la homilía con textos de concilios, de encíclicas, de exhortaciones pastorales. Mucho menos, con textos de autores profanos.

El sacerdote, el catequista, han de tener un buen sentido de los diferentes niveles de intensidad de la palabra de Dios. La formación catequética y teológica ha de estar claramente orientada a ayudar a participar de la palabra litúrgica. La formación debe llevar a la iniciación. Y la iniciación debe culminar en la introducción plena en el misterio eucarístico. La catequesis ha de conducir a la Biblia y la formación bíblica debe concluir en la liturgia que es el lugar donde el documento se convierte en el acontecimiento de la palabra viva y eterna de Dios que ama a cada hombre, que quiere hablar a todos y a cada uno de ellos. Los procesos formativos que se quedan en las encuestas sociológicas, en satisfacer los simples deseos de las bases, pueden tener el peligro de bloquear el acceso directo a la palabra de Dios, abandonando a los fieles en el pórtico exterior del misterio. Dios ya ha hablado. La esencia de la palabra de Dios es la iniciativa divina. Y la esencia de la vida cristiana es responder. El hombre sólo existe en la respuesta.

2. La acogida de la palabra de Dios.

Es necesario que la nueva conciencia en torno a la palabra de Dios llegue también a todos los fieles ya en las primeras catequesis. Dios no habla sólo a la cabeza, sino a la persona entera, al corazón. Es preciso educar a los creyentes a saber situarse en aquella activísima pasividad, o plena receptividad existencial, en la zona de influencia de la palabra de Dios que es palabra eficaz, que hace lo que dice, que no vuelve a Dios vacía (Is 55,11). Es necesario que nos dejemos hablar, amar, cambiar por Dios. Que veamos en la palabra no algo, sino a Alguien que nos ama. No un documento, sino el suceso mismo de Dios amándonos. Hablar es la forma de amar de Dios. Dios ama hablando. Hablando se nos da. La persona, la comunidad, han de llegar a ser no sólo acogida y comunión, sino la biografía encarnada de la palabra, su expresividad personal y social. Para ello, nada mejor que aplicarnos toda la palabra y aplicarnos del todo a la palabra, saliendo de nosotros, caminando hacia ella, estando del todo en ella, y saliendo nuevos con ella.

 

Francisco Martínez

(Extracto de libro «Vivir el año litúrgico», Editorial Herder)

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