Lecturas:

 

Ello 24, 1-2, 8-12: La sabiduría De Dios habitó en el pueblo escogido.

Sal 147. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.

Ef 1, 3-6. 15-18. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo a ser sus hijos.

Jn 1. 1-18:

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

 

EL VERBO SE HIZO CARNE Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS

2022, Domingo 2º después de Navidad

Va pasando con gran velocidad el tiempo de Navidad. Es un tiempo muy peculiar: cantos, luces, adornos lo hacen verdaderamente distinto. Pero todo esto encierra un riesgo: que la fiesta social fagocite el misterio al ensombrecer el verdadero sentido cristiano de la fiesta. Este segundo domingo de Navidad, con sus lecturas, es una invitación para concentrarnos en lo esencial de este misterio fundamental de la fe: la encarnación del Verbo. 

La antífona de entrada de la Eucaristía de hoy, citando el salmo 18, nos recuerda: “Un silencio profundo envolvía toda la tierra y la noche llegaba  a la mitad de su camino, cuando tu Palabra omnipotente, Señor, desde su morada real, descendió del cielo”. Celebrar la Navidad es mucho más que instalar un bello pesebre, es mucho más que entonar bucólicos villancicos tradicionales, mucho más que levantar un árbol ornamental. Todo esto está bien. La vida del hombre siempre hay que festejarla y celebrarla en sí misma. Pero no podemos falsearla, y mucho menos despojarla de su verdad trascendente. La Navidad está referida al sentido fundamental de la vida del hombre, y  lo quiere expresar y transmitir. Navidad es contemplar la Palabra eterna de Dios, aquella que existe desde el principio y por quien todo fue hecho, que asume la fragilidad humana para revelarnos a nosotros, seres humanos, la vocación divina de ser hijos e hijas de Dios. Por ello el libro del Eclesiástico nos da a entender que la Sabiduría de Dios habitó en el pueblo elegido. Sabiduría que, en el Nuevo Testamento, ya no es comprendida como el libro de la Ley de Dios,  sino como Alguien, Jesucristo de Nazaret. Nos hace repetir una y otra el  prólogo de san Juan que hoy proclamamos en el evangelio: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”.

La liturgia de hoy con sus textos sagrados hace todo lo posible para que podamos traspasar la ternura del pesebre y sus luces centelleantes. Dicha ternura y dichas luces son reales, pero son la expresión plástica de una verdad mucho más trascendente. Con todo, un rico lenguaje teológico nos quiere recordar que ese Niño es la encarnación frágil de la Sabiduría Divina. Es Aquel que existe desde siempre, en quien existe la plenitud de sentido y en quien está no solo la vida temporal, sino ante todo  la eterna. Él es la Luz que brilla en las tinieblas y que nos bendice con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales. 

En un mundo en búsqueda de palabras de sentido y de bondad, Navidad nos viene  a recordar  cuál es la gran Palabra que Dios ha dado al mundo para revelarle su sentido más profundo y cuál es la gran bendición de paz. El   desafío consiste en vencer la pequeñez  desconcertante de “la carne” frágil descifrando el lenguaje divino envuelto en la simpleza de unos pañales.

Ser cristiano y celebrar la Navidad significa aceptar que Dios franqueó el abismo entre lo divino y lo humano para, con su nacimiento, recordarnos nuestra vocación originaria: la de “ser santos e irreprochables ante él por el amor”. Así, Navidad es el signo divino de nuestra vocación primaria. En ese Hijo somos hijos e hijas de Dios y debemos vivir como tal. El anhelo de felicidad que encierran nuestros corazones, ese deseo de eternidad inscrito en nuestras personas, ese hambre de paz que nos devora por dentro, encuentran su respuesta en Navidad, en Jesús. Ahora él espera encontrar la respuesta en nosotros, respuesta de una vida coherente con la vocación que Dios nos ha regalado al crearnos y al redimirnos en su Hijo.

En el meollo del acontecimiento de la Navidad está el Padre que nos da al Hijo como Imagen viviente suya, como Sabiduría y Palabra. El Hijo es Palabra viviente y activa del Padre. Que el Padre nos da al Hijo quiere decir que nos ofrece su misma intimidad, la revelación de su propio ser más interior. Quiere decirnos que nos quiere íntimos de Dios, familiares de Dios. El diálogo del Padre y del Hijo es la Filiación divina, la transmisión del ser personal. Hablando, el Padre “engendra” o dice al Hijo. La intimidad del Dios cristiano no es el de una deidad omnipotente, poderosa, apersonal. Esto es de importancia capital en  la espiritualidad cristiana. Tenemos ensombrecida la realidad en cosas importantes. Se nos ha olvidado en este caso cómo es Dios y cómo quiere estar y permanecer en nosotros. Los apelativos más significados que él mismo nos atribuye es el de “amigos”, “hijos”, “esposa”. Lo cual supone una relación vértice. La relación que sugiere la ley del Sinaí insiste en una totalidad explícita: “Amarás con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas” (Dt 6 4s). En el Nuevo Testamento  se habla del amor mismo del Espíritu Santo que Dios nos regala para poder amar con el mismo amor de Dios (R 5,5). Dios nos quiere no observantes, sino amantes. El fenómeno de la deformación afecta a la misma imagen que nosotros tenemos de él. Y no es eso solo. Reducimos la iniciación a formación conceptual y se nos ha olvidado el hecho de amar “sobre todas las cosas”. No solemos conocer amando, cuando amar es el único acceso posible a Dios. Esto introduce un error muy grave en nuestra vida: intentamos hacer por nosotros mismos lo que solo Dios puede hacer en nosotros. Hasta en la misma oración estamos solos con nosotros mismos, en lugar de estar con él y depender de él. Cuando la oración es “estar a solas con él”, estamos más bien con nosotros, con nuestros pensamientos. 

Son muchos los que oyen hablar sobre Dios, pero son pocos los que oyen hablar al mismo Dios, cuando “hablar” es lo más distintivo del Dios cristiano. Nuestro Dios es un Dios que habla. Lo hace  cuando inspira las Escrituras, y también cuando estas son proclamadas en las asambleas litúrgicas. El  agua es la misma en el manantial y en el cauce. No oír es una inmensa desgracia. Es como negar a Dios. Es fácil tener un Dios manipulado, rebajado a la condición objeto. 

Si la fe se asienta en la revelación, oír a Dios significa ser respuesta. No «responder» afecta a la identidad, al ser o no ser. Reducir la fe a propia iniciativa, al propio gusto y preferencia personal, es corromperla. Saber escuchar requiere máximo respeto. Cuando se trata de Dios el respeto se hace fe, receptividad total. Uno es verdaderamente «yo» cuando enfrente reconoce a un «tú». Cuando ese «tú» se presenta directamente en actitud de gratuidad, no de interés, sobreviene la experiencia de la amistad, de la gracia y  del amor. La vida cristiana solo existe como amistad, filiación, esponsalidad. 

Orar no es una forma de rezar, sino una forma de ser. No es un problema de tiempo, sino de amor. Es dejarnos mirar hablar y amar por Dios. Es emprender el camino de la convivencia definitiva con Dios. Lo único que no puede fallar en la vida es que Dios nos ame. Tenemos que hacer oración y tenemos que dejar que la oración nos haga a nosotros. Orar es responder en la diferencia concreta entre lo que somos y deberíamos ser. Es cambiar, convertirnos. La oración que no transforma, no es oración.

Dios es la verdad humana más grande del corazón del hombre. Está más dentro de nosotros que nosotros mismos. Existimos porque nos mira y nos habla. Crecemos cuando nos vamos dejando mirar y hablar por él. Somos su mirada plasmada, acogida, sentida, consentida…

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