Lecturas

Génesis 2, 18-24  –  Salmo 127  –  Hebreos 2, 9-11

Marcos 10, 2-12: En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»
Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?»
Contestaron: «Moisés Permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio.»
Jesús les dijo: «Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios «los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne.» De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.»
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.»
Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él.»
Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.

Comentario

LO QUE DIOS HA UNIDO

QUE NO LO SEPARE EL HOMBRE

2021, 27º Domingo Ordinario

            Jesús sigue camino de Jerusalén  y en tres ocasiones predice su pasión y muerte. Lo hace con una determinación firme y decidida, como reacción a la actitud evasiva de sus discípulos. Se suceden varias situaciones y problemas bien con los fariseos, bien con los mismos discípulos y Jesús interviene dejando ver siempre lo que constituye la clave de interpretación del mensaje que anuncia: el amor sacrificado y extremo. Ahora son los fariseos los que de nuevo le proponen una pregunta trampa. Lo que en ella les importa no es la respuesta precisa, sino comprometer a Jesús ante la gente, debido a la diversidad de opiniones e intereses. Le preguntan si le es permitido a un hombre repudiar a su mujer. El repudio era un instrumento de poder y dominación del marido sobre la mujer, del que se aprovechaban dando aquella interpretación del Deuteronomio 24,1 que más se ajustaba a sus gustos. Había diversas opiniones sobre su justificación. Para unos era el adulterio y para otros, cualquier falta pequeña. Los fariseos ponen en prueba a Jesús peguntándole por una cuestión que ya había sido peligrosa para Juan el Bautista (Mc 6,14-29). Jesús niega la posibilidad de repudio, y con ello quita al hombre el poder de dominación sobre la mujer. Consideró el matrimonio como vínculo indisoluble y equiparó al marido con la mujer. La doctrina de Jesús supera las concepciones judías y paganas y eleva al matrimonio a una dignidad muy alta. La importancia positiva que Jesús concedió al matrimonio constituye el regalo que Jesús hizo a la Iglesia y al mundo. Más complejo es aplicar su doctrina al problema moderno del divorcio. Las palabras de Jesús son norma para los cristianos, pero en situaciones especiales han de ser interpretadas a la luz del Espíritu (Jn 16,13).

En su respuesta Jesús pregunta qué es lo que verdaderamente mandó Moisés. Jesús acepta la ley de Moisés, pero reivindica el derecho a interpretarla. Alude a la dureza de corazón de los humanos para explicar por qué Moisés instituyó el acta de repudio. La dureza de corazón aparece como un eximente que reconoce algunas situaciones particulares. La llamada de Jesús  “al comienzo de la creación” es como una apelación a la conversión, a volver a empezar de nuevo, dejándonos llevar no por el capricho de nuestros sentimientos, sino por la bondad de Dios y su voluntad.

Llegados a casa, lugar de intimidad y enseñanza reposada, lejos de la hostilidad de los fariseos, Jesús se muestra de forma más radical y absoluta. Utilizar el repudio, instrumento de poder, para comenzar otro matrimonio es adulterio. La mayor cercanía de Jesús conlleva una mayor exigencia de vida. No hay que pensar que el problema se pueda resolver citando simplemente sus palabras, porque lo que nos han trasmitido los evangelios no es sino su respuesta a una pregunta capciosa y las sentencias aisladas de Mc 10,11s; Mt 5,32 y Lc 16,18. Además la orientación de su doctrina se opone al legalismo.

En esta escena de ámbito familiar aparecen de nuevo los niños. Se los acercaban a Jesús y esto molesta a los discípulos. Jesús, indignado, los toma en sus brazos, los acaricia y bendice y amonesta a todos diciendo que el reino de los cielos es solo para aquellos que se hacen como ellos.  Los propone como modelos de respuesta. Una vez más aflora en boca de Jesús lo que constituye el núcleo del reino que él anuncia, la confianza filial total. Un niño no se conduce por leyes, sino por el cariño a sus padres. Eso mismo debe mover al discípulo de Jesús.

Dos son las escenas que en este evangelio suscitan la doctrina de Jesús, el repudio a la mujer y el comportamiento ante los niños. En los dos casos se ven circunstancias que incomodan y molestan. Son escenas que se viven cada día, que tienen actualidad perenne: las discordancias entre cónyuges y la algarabía infantil. La prensa de cada día es testigo de la frecuencia de estas situaciones que llevan en ocasiones a la violencia de género y a la inhibición ante los deberes. Si analizamos la reacción de Jesús, su enseñanza y sus motivaciones profundas, daremos en la clave de su personalidad y de su comportamiento radical. Es el amor sin límites incluso en las circunstancias más adversas. Esto mismo constituye la gran novedad de la historia y su vértice culminante. Amar al que no nos ama, e incluso a quien nos hace el mal, es lo verdaderamente determinante del cristianismo.  Es la cruz, la dimensión fundamental de toda la vida de Jesús. Nadie amó así. La cruz es continuar amando donde normalmente el amor se quiebra en todos. Es una locura de amor, un amor sin límites, que nunca falla, nunca disminuye, nunca se desvanece. Lo que los hombres nunca imaginaron. En la cruz lo directamente expresado es un amor grande, positivo, gozoso. Los más grandes amantes desearían ese amor. Lo más dichoso que ha podido ocurrir en nuestra vida es que Dios haya muerto de amor por nosotros y que nos convoque a amar así.

Los testimonios del Nuevo Testamento sobre el particular son numerosos y escalofriantes. “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (R 5,8). “Nadie tiene mayor amor que este de dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). “Soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia” (Hbr 12,2). Y no  solo esto. Se apropió nuestro mal personal, el mal máximo del pecado. Siendo inocente cargó con nuestra culpabilidad personal. ”Llevó sobre el madero nuestros pecados en su cuerpo a fin de que muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia” (1 Pdr 2,2). “A quien no cometió el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21).

Reaccionar positivamente ante la adversidad es signo de que Dios está con nosotros y nosotros con él. La capacidad y alegría por el sufrimiento en la convivencia humana supone la rebeldía convertida en receptividad. Es señal del dominio del Espíritu ayudando a superar el estancamiento de la voluntad. Es prueba de que está resuelto o en vías de solución el dilema egoísmo-gratuidad. El amor sufrido no  es algo inhumano, sino sobrehumano. Elimina nuestra dificultad de madurar. Rompe el techo de nuestra incapacidad de crecer en la gratuidad. Es Dios obrando en nosotros connaturalmente, fruto de la sobreabundancia de la gracia de Cristo.

Dios nos ayude a ver nuestros conflictos y dificultades como ocasiones propicias para madurar nuestra fe y nuestro amor.

Francisco Martínez

www.centroberit.com

e-mail:berit@centroberit.com

 

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