Muchos oyen de ordinario hablar sobre Dios, pero no oyen al mismo Dios. Es una inmensa desgracia. Debemos indagar la causa. Quienes hablan, o quienes escuchan, pueden tener un Dios manipulado, rebajado a la condición de objeto. 

1. LA PALABRA DE DIOS: DIOS MISMO ENTRANDO EN MI VIDA

Si la fe se asienta en la revelación, la vida cristiana es ser respuesta. No «responder» afecta a la identidad del ser o no ser. Hacer de la fe propia iniciativa, gusto y preferencia personal, es corromperla.  

Oír, escuchar, presupone que el que escucha está ante una persona. Ante alguien, no ante algo. Ante un sujeto, no reducible a objeto por nadie. Uno es verdaderamente «yo» cuando enfrente reconoce a un «tú». Cuando ese «tú» se presenta directamente en actitud de gratuidad, no de interés, sobreviene la experiencia de la amistad, de la gracia y  del amor. Entonces el «yo» crece y se dilata.

La palabra de Dios es Dios mismo entrando en nuestra vida. Habría que corregir un vicio que ha podido falsear la autenticidad de nuestra fe. Pensamos que la palabra de Dios fue ayer acontecimiento y que hoy queda reducida a documento.  Modificar nuestra mentalidad representa una de las tareas más gratificantes de la vida.

2. LA PALABRA DE DIOS EN LA REVELACIÓN

La palabra de Dios es revelación y don de Dios, de su intimidad y vida. Tiene poder creador: «Dijo Dios y fue hecho» (Gén 1). No es sólo mensaje: Dios obra y crea hablando (Jos 21,45). Con los profetas habla «cara a cara» (Núm 12,8). Les invade con su luz (Am 7,15). La palabra revelada como ley, sella una  alianza eterna de amor entre Dios y su pueblo (Ex 20,1-17). Esta ley es dulzura, miel, paz, conocimiento, sabiduría, gozo, alegría, seguridad (Sal 119). La palabra de Dios otorga la Sabiduría divina, que es luz de Dios (Sal 119,105), un maná celestial que da la vida (Sab 16,26), que habita en el cielo (Ecclo 24,4) y comparte el trono de Dios (Sab 9,4), vive en su intimidad (Sab 8,3), es un tesoro superior a todo (Sab 7,7-14), don de Dios (Sab 8,21). Es distribuidora de todos los bienes (Prov 3,13-18), riqueza y justicia (Prov 8,18), seguridad (Prov 3,21-26; 9,1), haceamigos de Dios (Sab, 27), «es un soplo del poder divino, una efusión de la gloria del Todopoderoso, un reflejo de la luz eterna, un espejo de la actividad de Dios, una imagen de su sustancia» (Sab 7,25-26). Es personificación del Espíritu de Dios  (Sab 9,9-15). Hay que tenerla en el corazón (Dt 6,6) y ponerla en práctica (Dt 6,3). La palabra se personaliza en Cristo; en él «se hizo carne» (Jn 1,14). Quienes la acogen son hechos hijos de Dios (Jn 1,12). Cristo da conocer los misterios del Reino (Mt 13,11), nos entrega la intimidad del Padre (Jn 8,26). Sus palabras son espíritu y vida (Jn 6,63). «¿A quién vamos a ir, si tú tienes palabras de vida eterna?» (Jn 6,68).  No oír es permanecer en las tinieblas porque él es la luz (Jn 8,12). El crecimiento de la Iglesia, y de la salvación, es crecimiento de la palabra (Act 6,7). Es palabra viva y eficaz (Heb 4,12), de salvación (Act 13,26) y es preciso ponerla en práctica (Sant 1,21s).

3. LA PALABRA DE DIOS EN LA LITURGIA

Cristo es la palabra que Dios nos dice. Es el pan de vida con el que Dios nos alimenta. En el año litúrgico Cristo nos revela su vida y los misterios de su vida, desde Navidad a Pentecostés. Es de una importancia trascendental oír la palabra, acogerla, comulgarla, en el momento sagrado en el que es pronunciada, en el instante privilegiado en el que está haciendo lo que dice, cuando proclama presente y actual la persona y la pascua del Señor precisamente para que sean participadas. Las fiestas contienen, para nosotros, aquello mismo que conmemoran. «Conmemorando así los misterios de la redención… en cierto modo se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos» (SC 102). La consagración del pan, y la consagración de la asamblea como cuerpo de Cristo, se hacen en la forma que las lecturas proclaman. Por ello el año litúrgico no es, en su fondo, sino la formación de Cristo, a lo vivo, en nosotros.

4. LA PALABRA DE DIOS EN LA MEDITACIÓN PERSONAL

Orar no es una forma de rezar, sino una forma de ser. No es un problema de tiempo, sino de amor. Es dejarnos mirar hablar y amar por Dios. Es caminar del todo hacia él. Dejarnos hacer del todo por su palabra. Es emprender el camino de la convivencia definitiva con Dios. Lo único que no puede fallar en la vida es que Dios nos ame y nos quiera con él y como él. Tenemos que hacer oración y tenemos que dejar que la oración nos haga a nosotros. Orar es responder en la diferencia concreta entre lo que somos y deberíamos ser. Es cambiar, convertirnos. La oración que no transforma, no es oración.

La oración evangélica es aquélla que tiene como base el evangelio. Se dan muchas formas. La oración basada en las lecturas y salmos responsoriales, saboreando despacio. La oración basada en un texto sagrado elegido en función de nuestra necesidad, acogiéndolo, comulgándolo despacio. La oración de Jesús, una súplica bíblica, lentamente recitada, centrándola y concentrándola en el corazón. La oración llamada de San Sulpicio: ante un texto, poner a Jesús ante los ojos (lectura), en el corazón (comunión), en las manos (testimonio activo). La oración que, ante un texto, realiza el proceso de comunión: salir de mí, ir a ti, todo en ti, nuevo por ti. La oración que, ante el texto, representa un movimiento de la copa, dejándonos llenar, o de la esponja, dejándonos impregnar.

5. ORAR ES EXISTIR EN SU AMOR

Cuando Dios nos habla nos está amando… Dios ama hablando, pues él hace lo que dice… Él siempre tiene la iniciativa. Cuando oramos, no podemos reducirnos a decir fórmulas. Orar es dejarnos mirar, elegir y engendrar por él, dejarnos llamar por nuestro nombre. Orar, para nosotros, es responder. Nuestra existencia no es sino una respuesta a su llamada. Sólo existimos en la respuesta. Existir es responder. 

Orar no es sólo hacer rezos, expresar ideas y sentimientos… Es estar con él dejándonos amar y amándole a él. Es descubrir su presencia en nosotros, dentro de nosotros, dejándonos impactar por ella. Es entrar progresivamente en un estado de relación fundamental: nuestra vida no es sino su mirada impresa en nosotros. Dios es la verdad humana más grande del corazón del hombre. Está más dentro de nosotros que nosotros mismos. Existimos porque nos mira y nos habla. Crecemos cuando nos vamos dejando mirar y hablar por él. Somos su mirada plasmada, acogida, sentida, consentida…

Al orar es preciso que sepamos acoger la palabra, comprenderla, para no limitarnos a decir ideas vagas. Acogerla es dar carne a la palabra de Dios, ser lo que dice, aceptarnos como realización de lo que expresa. Responder es existir siendo reflejo de su ser, siendo palabra de Dios dicha y realizada. Es ser totales, ir haciéndonos del todo. Sólo existe en nosotros lo que él elige, ama y habla.

Creándonos se ha expresado él mismo. Somos la intimidad de Dios exteriorizada, encarnada. Creándonos, él ha puesto en común con nosotros su ser. Nuestro «yo» profundo sólo existe en el «yo» de Dios. No hay un «yo» sin un «tú». Nuestra vida es un «yo» suscitado por el «Yo» de Dios. Si en la vida somos tenidos como una identidad personal como un «yo» es porque somos como el reverso del «Yo» de Dios. Existimos en él. Somos referencia de Dios, pura relación, maravillosa relación.

6. SÓLO EXISTIMOS ACOGIENDO SU MIRADA Y SU AMOR

Orar es, fundamentalmente, aceptar el ser. Hemos venido a la luz por medio de su mirada, siendo mirada suya, porque él, siendo nosotros nada, nos ha mirado. 

Su mirada nos ha elegido y ha dado a luz nuestra vida: ¿Quién nos hará ver la Dicha? La Luz de tu rostro está impresa en nosotros» (Sal 4,7).

Hemos nacido de la misma exuberancia infinita de vida, de luz, de amor de Dios: «En el torrente de tus delicias los abrevas; en ti está la fuente de la vida, y en tu Luz vemos la luz» (Sal 35,10).

El Padre está engendrando al Hijo, el cual es Luz y «Resplandor de su gloria» (Heb 1,3). Nosotros estamos elegidos en la generación del Hijo, en el amor que el Padre tiene al Hijo:

«Él nos eligió en la persona de Cristo,

  antes de crear el mundo,

para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo, 

por pura iniciativa suya, 

a ser sus hijos,

para que la gloria de su gracia,

que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo,

redunde en alabanza suya» (Ef 1,4-6).

Cristo es la Luz, toda la Luz. Seguir a Cristo es ser hijos de la Luz. «Sois Luz en el Señor: vivid como hijos de la luz» (Ef 5,8):

«Yo soy la Luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).

Lo más grande que nos puede ocurrir es que Dios nos mire. Dios nos bendice con su mirada. Él nos llama para contemplar su rostro: «El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros» (Sal 66,2).

«Oigo en mi corazón: «buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Sal 26,8).

Ahondando en alguno de estos textos, emprende el proceso de

SALGO DE MÍ.  VOY A TI.  TODO EN TI.  NUEVO POR TI

 

Francisco Martínez García

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