1. DIOS COMO EXCUSA
Es triste decir de una persona que está fuera de la realidad, o peor, a pesar de la aparente contradicción, que vive fuera de sí. En todos, regularmente, existe al menos algo de este penoso fenómeno. Y ello ocurre también en el momento más denso de la vida: en la oración. Vamos a Dios pero no salimos de nosotros mismos. No estamos del todo con él y en él. El fallo mortal está en la reducción de la oración a simple expresión de conceptos. Es posible hacer rezos y no oración. Es como si en lugar de entrar en un espacio de belleza natural, o en un museo, nos detuviésemos fuera, en la explicación descriptiva de los mismos por parte de un guía. Y todo esto no es sino la consecuencia de otros dos reduccionismos todavía peores: la desvalorización de Dios y la disminución del hombre.
Hay en Dios, cuando nosotros nos ponemos en relación con él, un «adentro», que es él mismo en persona, y un «afuera» que es Dios como imagen, como pretexto, como objeto de magia, como una realidad manipulada por el hombre, vista no en su originalidad, sino como algo derivado. Y hay también en el hombre un «adentro», su intimidad como persona, y un «afuera», su ambiente, lo coyuntural, el mundo que fabula el egoísmo y el interés.
El desdoblamiento de la persona es un hecho frecuente. Muchos se revelan como personas porque reflejan en su rostro y comportamiento su intimidad real, es decir, su «adentro». Otros reflejan más bien su rol o proyección social, su cargo, su imagen externa, su «afuera». Este fenómeno ocurre en todos los campos, en el ministerio eclesiástico, en la política, en las profesiones, en las relaciones sociales.
Al referirnos a Dios somos auténticos cuando nos relacionamos en verdad con su intimidad personal. Pero frecuentemente somos inauténticos. Ocurre a menudo y de muchas maneras. En todas ellas es el hombre quien se busca a sí mismo con el pretexto de Dios. Y esto es un mal porque pone al descubierto los excesos de nuestra tendencia al poder y porque revela cierta parálisis en nuestra misma capacidad de creer. A veces no le dejamos a Dios ser el Dios de nuestra vida. Nos hacemos una imagen de él que favorece nuestros egoísmos. Muchos, en lugar de ver a Dios como Padre, como esposo y amigo que se despoja y se anonada por el hombre, prefieren verlo como Majestad, como un Dios sólo y siempre Omnipotente y Eterno. Tener a mano al Omnipotente, o incluso representarle, ofrece grandes seguridades y ventajas humanas y sociales en el momento en que ejercemos nuestras relaciones con los demás. Reyes, jerarcas, personas poderosas y ricas, han hecho grandes cosas por Dios. En muchos casos, indudablemente, movidos por fe. En otros, bien para asegurarse su especial protección, bien para suscitar admiración y reconocimiento. Muchos monumentos religiosos, catedrales, templos, monasterios, capillas y altares, apropiaciones de reliquias o de indulgencias, son más bien satisfacciones del instinto de seguridad y de grandeza que vivencias de evangelio. Los panteones de reyes y jerarcas en templos, la exigencia de recordarles indefinidamente en las oraciones, no son ajenos, en casos, a la pretensión de extender su influencia a la misma eternidad. Los monasterios han contado con especiales simpatías. Quienes reposan en sus altares y naves aparecen como arropados perpetuamente por las oraciones de los monjes. Una especie de garantía para estar siempre cerca de Dios y Dios con ellos.
El maridaje del poder con lo sacro, y al revés, ha sido una constante en la historia, y en épocas prolongadas, y siempre emergentes, ha conocido una identificación absoluta tanto por parte de los reyes como del mismo ministerio jerárquico. Pero esto no es exclusivo de los poderosos. Todos somos egoístas y ambiciosos. La cruz, como estilo y talante de vida, no siempre aparece como ley de comportamiento.
2. EN LOS EJES DE LA IDENTIDAD
Un tren sólo marcha bien sobre raíles. Un avión vuela seguro por los pasillos establecidos. En la motivación profunda del comportamiento del hombre hay unos valores ineludibles, incondicionales. Son la consideración de Dios, del hombre, de la historia. El creyente no puede vivir en los arrabales de los mismos.
a) La atención a Dios. Dios no es una deidad abstracta al estilo de la historia de las religiones. Cristo nos ha revelado a Dios como Padre, como amante y esposo del hombre, como amigo, que no ha querido utilizar el poder, sino la debilidad de la cruz del Hijo, la del amor puro y total, la debilidad humana como fuerza y estilo, como validez única y como pedagogía universal.
b) La atención al hombre. El hombre es imagen de Dios. Está recreado en la resurrección de Cristo, que la vive ya anticipadamente como experiencia del Espíritu, y que la expresa a través de una seglaridad confesante, humanizadora, solidaria, siempre positiva, nunca negativa, constructiva, nunca destructora, que hace a los demás lo que él mismo espera de los otros, que ama con sinceridad de sentimientos y plenitud de comunicación en una organización evangélica de los mismos.
c) La atención a la historia. No sólo hay que estar presentes en la historia: hay que hacer historia, siendo fermento de amor a favor de una unión y comunión absolutas y universales.
3. EL PELIGRO DE OXIDAR EL CORAZÓN
El creyente puede fácilmente oxidar el corazón, esclerosar los ojos, perder no sólo el comportamiento sino los criterios, la mentalidad y la afectividad. Ocurre de muchas maneras, cuando:
-vivimos derramados en el exterior y carecemos de interioridad;
-nos estancamos en las expresiones culturales de la fe, pero no vivimos de la fe;
-nos puede la costumbre, más que la verdad;
-nos desenvolvemos en el interés, más que en la gratuidad;
-no vivimos la liturgia original, sino sus interpretaciones culturales;
-nos estancamos en el cargo en lugar de optar por la misión o responsabilidad;
-acosamos y obligamos más que atraemos y fascinamos;
-vencemos más que convencemos;
-reducimos la iniciación y la experiencia a simple transmisión de conceptos y normas;
-inmovilizamos a la gente en la institución social y no le introducimos en el misterio de la presencia divina;
-practicamos las devociones populares distanciados de un marco cristocéntrico;
-optamos por el poder que se impone desconsiderando la debilidad que testifica y ama;
-procuramos la sumisión y pasividad en lugar de despertar la responsabilidad activa;
-preferimos a los que nos adulan distanciando a los idóneos.
4. ALGUNAS FORMAS CONCRETAS DE ATEISMO DOMÉSTICO
El ateísmo de los creyentes es más que una grotesca posibilidad. Lo tenemos dentro de las instituciones y en el corazón mismo de las personas. Es no menos pernicioso que el secular. Consiste, al referirse a Dios, en quedarnos siempre en las mediaciones y no pasar de ellas. Rebaja a Dios y lo «domestica», reduciéndolo a costumbre o, peor, a ganancia propia.
Esta idolatría es tan sibilina que tiene lugar en la misma oración, como consecuencia de estar inmersos en la etapa histórica de la autonomía de la razón y del hombre frente a Dios. Acontece cuando nos centramos en la oración más que en Dios. Cuando Dios es sólo algo y no Alguien. Cuando pretendemos estar en serio con él sin salir de nosotros mismos. Cuando no «tocamos» al Dios vivo, sino más bien una imagen mental de él. Cuando utilizamos a Dios como pretexto para apoderarnos de lo divino, obtener poder, imponer nuestro pensamiento. Cuando nos detenemos en las ideas y verdades más que en él. Cuando oramos rezos y no la vida real. Cuando no sabemos estar o vivir en pura receptividad. Cuando hablamos más que escuchamos. Cuando rezamos y no amamos. Cuando oramos y no cambiamos. Existe una mística sin Dios: una oración que nosotros hacemos, pero que no nos hace a nosotros según Dios.
Hay ídolos eclesiales: cuando nos detenemos en la organización, sin llegar a percibir el misterio. Cuando la Iglesia no es, fundamentalmente, el Cristo viviente, vivificándonos él mismo en la vida nueva de su resurrección. Cuando los sacramentos son sólo «los sacramentos», más que el Cristo viviente comulgado y prolongado en nuestras vidas. Cuando la eficacia, o el éxito, o la utilidad, suplantan la cruz. Cuando la piedad del pueblo poco o nada tiene que ver con la liturgia o la Biblia.
Hay ídolos en la pastoral: cuando nos hacemos personajes protagonistas, ladeando a Cristo Mediador siempre en acto. Cuando la pastoral es sólo «pastoral» y no la misma acción de Cristo que actúa ahora en nosotros. Cuando nos creemos ser productores de su presencia o de su gracia, en lugar de suplicarla y esperarla. Cuando nos detenemos en el saber como puro saber, o en el hacer como simple hacer.
Hay ídolos en el ministerio: cuando se esfuma el servicio real en favor del ministerio funcional. Cuando los «ministros» son sólo ministros, y no personalización de Cristo pastor. Cuando se confunde la autoridad con el poder. Cuando reducimos la Palabra a un hablar sobre Dios y no iniciamos al hecho fundamental de que Dios habla a todos y a cada uno. Cuando practicamos un exceso de hieratismo en la carencia de encarnación y cruz.
Hay ídolos en nuestras eucaristías: cuando preferimos entenderlas sólo como presencia de Cristo y no tanto como actualización y participación de su mismo sacrificio. Cuando son sólo sacrificio de Cristo, pero no de la asamblea. Cuando la cena-cruz se convierte en espectáculo, solemnidad estética, o en ramplonería. Cuando sólo celebramos celebraciones rituales y no realidades existenciales. Cuando la atención se la lleva la consagración de «la materia» y no la de las personas.
Millones de seres, en ciertas religiones orientales, cultivan una divinidad impersonal. No se trata de alguien, sino de algo. Buscan la seguridad, la armonía interior, la paz integral, la calma profunda, sin referencias a un Dios personal. Ocurre también en nosotros.
No nos totalizamos ante Dios. Vamos a él dispersos, fragmentados. Queriendo estar con él, no dejamos de estar con nosotros mismos. Nos buscamos a propósito de él. Tenemos un dios manipulado, domesticado, hecho a la medida de nuestros gustos y necesidades. Aunque parezca irrespetuoso: hay que salvar a Dios dentro de nosotros. O mejor, salvarnos a nosotros en Dios.
5. «TOCAR» A DIOS
Vivimos un desajuste estructural en nuestras relaciones con Dios. Nuestra época eclesial padece una fuerte crisis de oración. Al vivir en la placenta de un mundo secularizado, no estamos en el mundo de Dios como en nuestro propio mundo. La misma actividad pastoral brota más de nuestra capacidad psíquica, de nuestra «valía» personal, de nuestras preferencias y gustos, que de una gozosa vivencia teologal.
Esto no es una laguna intranscendente. Es un fallo de estructura, un error de identidad y de vida. Si así es, no estamos en la senda del sentido ni tenemos un horizonte claro. Todavía no vivimos en fundamental receptividad, ni hemos vencido el egocentrismo infantil, ni las resistencias del egoísmo. Nos mantenemos impermeables a la luz. Existimos en las cosas, no en el yo profundo. Nuestra vida discurre en la superficialidad. Nuestra fe no es la de Abraham: no salimos de nuestra tierra, de nosotros mismos, de lo nuestro. No renunciamos a nuestras seguridades humanas. No naufragamos gozosamente en Dios. Tenemos posibilidades dormidas, capacidades no empleadas. No nos hemos comprometido a tope. En la infidelidad nos estamos jugando la identidad.
Nuestra oración no representa un seguimiento práctico de Cristo. No hemos comprendido todavía que en el seguimiento verdadero el uno se hace el otro. La oración es por definición diálogo, acercamiento y comunión. Es ser Otro, unificar nuestro interior, existir del todo, decidirnos a poder decir: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Orar es dejar que él se establezca en nosotros. Es sumergirnos en la experiencia humana de la filiación divina. Es vivir y existir en Cristo. Es acoger en nuestra vida lo que Dios ha realizado en la historia y sigue renovando en la liturgia. Es adentrarnos en la eternidad y realizarnos en la plenitud de Cristo.
6. PEDIR QUE SE NOS REVELE, QUE NOS HAGA EXPERIMENTAR SU PRESENCIA VIVIFICANTE
Déjate mirar y mira. Déjate amar y ama. Déjate hablar y háblale. Al tomar un texto, piensa que es él hablando. Dios hace lo que dice. Ante el texto, céntrate en el ejercicio de experimentar su presencia dentro de ti.
«¡Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve!» (Sal 79,4)
«Escucha, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme. Oigo en mi corazón «buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Sal 26,7-9).
«En el torrente de tus delicias los abrevas; en ti está la fuente de la vida, y en tu Luz veremos la luz» (Sal 35,10).
«Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?» (Sal 41,2-3).
«Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sa 3,9-10)
A la luz de estos textos, realiza el proceso de:
SALGO DE MÍ, VOY A TI, TODO EN TI, NUEVO POR TI.
Extracto de libro de Francisco Martínez, «Dejarnos hablar por Dios», Editorial Herder.
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