1. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO, FUNDAMENTO Y NÚCLEO DE LA VIDA CRISTIANA 

Durante mucho tiempo, la resurrección de Cristo estaba considerada únicamente como un signo de su divinidad. Así lo expresaban incluso los mismos manuales de teología. Los escritos del nuevo testamento hablan de la resurrección de Cristo como el fundamento y contenido de la vida cristiana. Es contemplando la propia experiencia de la comunidad primitiva como descubren que Cristo ha resucitado y que ellos son portadores de la vida nueva de la resurrección. La vida cristiana no es sino la vida pascual. Antes que una síntesis doctrinal, la fe es una experiencia vivida, un testimonio que contagia y se expande. Este es el gran presupuesto del nuevo testamento y de la liturgia.

La resurrección de Cristo ocupa el puesto central en la predicación de los apóstoles y en los escritos paulinos. Todos los discursos de Pedro en los Hechos de los Apóstoles tienen el mismo esquema:

Habéis matado al autor de la vida,

Dios le resucitó de entre los muertos, y nosotros damos testimonio,

Arrepentíos, pues, y convertíos.

Ver el discurso de Pedro a la gente el día de Pentecostés: Hch 2,22-36. El discurso de Pedro al pueblo: 3,12-26. Pedro y Juan en el Sanedrín: Hch 4,9-12. Discurso de Pedro en casa de Cornelio: Hch 10,34-43.

San Pablo subraya el carácter pascual de la vida cristiana: sepultados con Cristo en el bautismo, hemos resucitado también con él (Col 2,12; Rom 6,4ss). La vida cristiana consiste en que, «estando nosotros muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo… y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2,5-6). La moral no es sino la vida de Cristo en el hombre nuevo: «Resucitados con Cristo buscad las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3,1ss).

San Juan habla poco de la resurrección final del cristiano porque la considera ya anticipada en el tiempo presente. «Llega la hora, y ya estamos en ella, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y todos los que la hayan oído vivirán» (Jn 5,25). Esta declaración inequívoca coincide con la experiencia de la vida cristiana tal como la expresa la primera carta de san Juan: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida… (1Jn 3,14).

A medida que la predicación apostólica confronta la resurrección y las Escrituras, elabora una interpretación teológica sobre el alcance de la resurrección de Cristo. Por ella Jesús es constituido «Hijo de Dios en su poder» (Rom 1,4; Hch 13,33), «Señor y Cristo» (Hch 2,36), «Cabeza y Salvador» (Hch 5,31), «Juez y Señor de los vivos y de los muertos» (Hch 10,42). Habiendo vuelto al Padre, puede ahora dar a los hombres el Espíritu prometido (Jn 20,22; Hch 2,33). De este modo Jesús, «Primogénito de entre los muertos» (Hch 26,23; Col 1,18), ha entrado el primero en este mundo nuevo que es el universo rescatado. Siendo él «Señor de la Gloria» (1 Cor 2,8), es para los hombres el autor de la salvación (Hch 3,6ss).

Toda la liturgia es un testimonio del misterio de la salvación por el que la pascua de la Cabeza llega a ser también la pascua del Cuerpo. «Cristo, nuestra pascua, ha sido inmolado» (1 Cor 5,7-8). El tiempo de la Iglesia es la etapa de la realización de la misma como cuerpo de Cristo. «Suplo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). La vida cristiana es el camino de Jesús, la reproducción de su muerte (cuaresma) y de su resurrección (pascua).

2. PENTECOSTÉS: UN GRAN DÍA DE SIETE SEMANAS

Pentecostés es la misma pascua vivida en su fundamento dinámico: el Espíritu Santo. No es algo distinto o yuxtapuesto. La vida nueva pascual es la que procede de la efusión del Espíritu. Es el mismo domingo de resurrección prolongado durante cincuenta días naturales para insertar el misterio de la vida nueva en la vida ordinaria, personal y social. Es un espacio privilegiado, santo, en el que la luz de la resurrección repercute plenamente en la vida y en la convivencia. «Los cincuenta días que van desde el domingo de resurrección hasta el domingo de pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación, como si se tratase de un sólo y único día festivo, más aún, como un gran domingo» (S. Atanasio, Ep. Fest. l:PG 26,1366). Los antiguos llamaban al tiempo pascual hasta Pentecostés: «el gran domingo» (S. Atanasio), «las siete semanas del santo Pentecostés» (S. Basilio), «el amplio o gozoso espacio» (Tertuliano).

Pascua, pues, no es un solo día, sino un gran día de una cincuentena, que a su vez encierra la eternidad, la vida bienaventurada conquistada en la resurrección de Cristo. La característica eclesial de este tiempo es la mistagogia, la iniciación fuerte a la experiencia de la vida nueva. Es necesario saborear, asimilar en profundidad. Es como si ante una oferta tan sorprendente, como lo es la pascua de Cristo, el tiempo se detuviera para dar ocasión a una impregnación o saturación dichosa.

II. HISTORIA DE LA CELEBRACIÓN DE PENTECOSTÉS

LOS ORÍGENES BÍBLICOS

El pueblo hebreo, cincuenta días después de pascua, celebraba la fiesta de las semanas. En un principio era la fiesta de los agricultores en la que daban gracias por la recolección de las primeras mieses. Posteriormente llegó a ser la fiesta de la Ley y de la Alianza.

En el nuevo testamento este tiempo está dedicado, los cuarenta primeros días, a las apariciones de Cristo resucitado que comparte con los suyos las realidades del reino. El resto de los días, desde la Ascensión hasta Pentecostés, completando la cincuentena, están dedicados a la preparación de la venida del Espíritu Santo.

El gran acento de la predicación de los Padres está en resaltar la ley del Espíritu, la nueva alianza, en contraposición a la alianza de la ley o alianza antigua.

1) Los orígenes cristianos de Pentecostés

El libro de los Hechos es el evangelio del Espíritu Santo inaugurando e impulsando a la Iglesia naciente. El primer estallido es la fiesta de Pentecostés. Recibido impetuosamente el Espíritu Santo, Pedro habla al pueblo judío y «aquel día se les unieron unas tres mil almas» (Hch 2,41). Así surge la primitiva comunidad cristiana que comienza a reflejar la vida pascual, la cual acudía asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan, y a las oraciones» en la que «todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común» (Hch 2,42ss). Es el reflejo social de la vida nueva de la resurrección impulsada por el Espíritu Santo.

Sabemos que en los primeros siglos este tiempo se caracteriza por una gran alegría en la comunidad. Como expresión de la misma se prohibe el ayuno y la oración de la asamblea se hace siempre de pie. Así lo testimonian Tertuliano y la peregrina Egeria, refiriéndose a la Iglesia de Jerusalén.

En Roma el tiempo pascual tiene gran trascendencia para los recién bautizados, los neófitos. Éstos acuden asiduamente a la asamblea eucarística. Los textos tienen un contenido fuertemente bautismal. El sábado de la semana de pascua los neófitos deponen sus vestidos blancos recibidos en el bautismo en la vigilia pascual. Junto a ellos, los fieles renuevan las promesas del bautismo evocando su propio bautismo.

En Jerusalén tienen lugar las llamadas catequesis mistagógicas, o de iniciación a los misterios celebrados. El obispo expone todo lo referente al bautismo. Sólo participan los fieles y los neófitos. Los catecúmenos quedan fuera de la Iglesia permaneciendo las puertas cerradas. Como testimonia Egeria, los gritos y aclamaciones de la asamblea son tan fuertes que se oyen aun fuera de la iglesia. Las magníficas catequesis mistagógicas de Cirilo o Juan de Jerusalén nos permiten revivir esta curiosa pedagogía de la Iglesia antigua que explicaba el significado de los misterios recibidos en el bautismo, crismación y eucaristía, después de haberlos hecho experimentar con toda su novedad en la noche santa de Pascua.

2) El cuadragésimo día o la Ascensión del Señor

Según testifican muchas homilías de los padres, en el día cuadragésimo se celebra la Ascensión del Señor a los cielos. Ya san Agustín afirma que la Ascensión es una de las fiestas fijas que con la Pascua y Pentecostés se celebran por toda la tierra. San León Magno tiene bellísimas homilías sobre la Ascensión del Señor. Para muchos padres, la ascensión de la Cabeza, Cristo, es también la ascensión del cuerpo, la Iglesia. En algunas Iglesias este día significaba el fin del tiempo pascual.

3) El quincuagésimo día o Pentecostés

Pentecostés cierra la celebración de la pascua anual. Es la cima de los bienes y la capital de todas las fiestas, como dice Juan Crisóstomo. En Jerusalén se celebra ya en los tiempos primitivos.

En esta fiesta se administra el bautismo y se celebra también una vigilia de oración. Aparece ante todo como la fiesta del Espíritu Santo. Para recordar que no se trata de un simple recuerdo, sino de una realidad sagrada, en algunas Iglesias se establece la costumbre de provocar, durante el gloria o el canto de la secuencia, una lluvia de pétalos de rosas rojas o el lanzamiento de pequeñas llamas, o la liberación de palomas. En la edad media el arzobispo de Canterbury, Esteban, compone la magnífica secuencia «Ven, Espíritu Santo».

4) La actual celebración del tiempo pascual

La iglesia ha restablecido la cincuentena pascual que culmina en el día de pentecostés. El tema dominante de todo este tiempo es la pascua del Señor que se hace la pascua de la comunidad. Se celebra la Ascensión el cuadragésimo día, si bien esta fiesta se está trasladando al domingo siguiente en todas aquellas naciones en las que la Ascensión ya no es fiesta civil. Los días previos a Pentecostés quedan centrados en la espera del Espíritu Santo como plena realización del misterio pascual.

III. SIGNIFICADO Y CONTENIDO DEL TIEMPO PASCUAL

1. LA MISTERIOSA PRESENCIA DEL AUSENTE

El tiempo pascual celebra el nuevo modo de estar Cristo presente en la Iglesia misteriosamente. Lo que se manifestaba en el cuerpo visible de Cristo, ahora había pasado a los sacramentos de la Iglesia. El encuentro con Cristo viviente es ahora un encuentro sacramental. La palabra, los sacramentos, la eucaristía, son los signos por excelencia del nuevo modo de presencia del Cristo Viviente. Cristo está presente en la Iglesia. Vive en ella. Se da a los fieles en ella. Y lo hace por las escrituras, por el bautismo, por la fracción del pan. Como los discípulos rodeaban a Cristo en su vida terrena, ahora los fieles se reúnen en torno a la doctrina de los apóstoles y la comunión del pan. Cristo está verdaderamente presente en las escrituras y en el pan, pidiendo ser comido y asimilado. Es palabra viva y pan vivo. Acogiendo la palabra y comulgando con el pan, las comunidades lo sienten vivo y presente, porque ellas son el contenido último del libro y del pan. Acogiendo y comulgando sienten la presencia vivificante de aquél que está ausente según la corporalidad temporal. Esta presencia es lo más importante de la Iglesia. Cristo vive y está en la comunidad. Junto a la presencia viva de Cristo en el pan, en el libro y en la comunidad, se dan también otros signos que evocan su presencia: el altar, la cruz gloriosa, la fuente bautismal, el santo crisma, etc.

2. EL TIEMPO DEL ESPÍRITU

Todo lo que Jesús dijo e hizo, el Espíritu lo interioriza en los creyentes. La Iglesia nace en Pentecostés y de Pentecostés. El libro de los Hechos no es una doctrina. Es la historia de la irrupción del Espíritu en la Iglesia. Él es el autor de toda actividad y gracia. Es «la fuerza de lo alto» (Lc 24,49), «el Consolador» (Jn 14,16), principio interior de la vida nueva. El Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo (Rom 8,9; Fil 1,19; Gal 4,6), que hace hijos de Dios a los cristianos (Rom 8,14-16), hace habitar a Cristo en sus corazones (Ef 3,16), como principio de resurrección (Rom 8,11) por un don que marca para la vida eterna como con sello (2Cor 1,22; Ef 1,13), arras (2 Cor 1,22) y primicias (Rom 8,23) de vida eterna. El Espíritu habita en el cristiano (Rom 8,9), en su espíritu (Rom 8,16), en su cuerpo (1Cor 6,19), y es el principio del conocimiento nuevo y divino (1 Cor 2,10-16), del amor (Rom 5,5), de la santificación (Rom 15,16), de la esperanza (Rom 15,13). El Espíritu realiza la unidad del cuerpo místico de Cristo (1Cor 12,13).

El Espíritu Santo es la fuerza de Dios que crea la receptividad y la acogida, porque ilumina e impulsa con el poder de Dios, creando de forma desbordante una connaturalidad con Dios que supera todas las dificultades ambientales e íntimas, haciendo nacer una fidelidad límite, una docilidad especial, una disponibilidad gozosa. Es plenitud de verdad y de amor.

3. EL TIEMPO DE LA IGLESIA COMO NUEVA HUMANIDAD

La resurrección de Cristo es la irrupción de la vida divina en la humanidad. Los cristianos, por el bautismo, resucitamos anticipadamente de su misma resurrección. La vida nueva es el oxígeno de la nueva comunidad. Vive no ya en el instinto, ni en la pura razón, sino en el espíritu, en la unanimidad de una misma alma, de un mismo corazón. La Iglesia es la prolongación de la humanidad glorificada de Cristo. La vida de la Iglesia es la vida nueva de Cristo glorioso, las obras de la resurrección, la afirmación de la vida contra el instinto de la muerte, la afirmación de la gratuidad contra el espíritu del interés, los sentimientos bienaventurados del Padre en sus hijos, el reflejo del cielo en la tierra, la fraternidad nueva de los que se sienten hijos de Dios. El tiempo de la Iglesia es la anticipación en la tierra de la vida celeste. Formamos la nueva tierra, el nuevo hombre, porque tenemos la novedad definitiva de los cielos nuevos. La novedad es tan fuerte en la comunidad primitiva que «gozaban de la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,47). La Iglesia es novedad total, camina en una vida nueva (Rom 6,4), porque Dios ha hecho, en la venida de su Hijo, nuevas todas las cosas (Is 43,19).

Extracto del libro de Francisco Martínez, «Vivir el año litúrgico», Herder, 2002.

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