1. EL MAL DEL CORAZÓN 

El amor sacrificado, que llega a inmolarse sinceramente por los demás: he ahí la única dinámica histórica de la salvación de la persona, de la comunidad, de la historia. He ahí la más segura autentificación de la fe del creyente. El verdadero seguimiento de Cristo es la vivencia de la cruz. 

La vida de la humanidad, y la de cada persona, recorre tres etapas: la del instinto, cuyo tono vital es sobrevivir imponiéndose, la competitividad; la de la mente, o simple razón, cuyo talante es la igualdad, la justicia; y la del espíritu, cuyo núcleo es la gratuidad, el desinterés generoso. Muchos se quedan bloqueados en la etapa del instinto. Otros viven en la esfera de la mente. Pocos alcanzan el nivel del espíritu. 

El egoísmo es el gran dueño de los hombres. Éstos adoran la ambición y el poder. Viven la doble idolatría moderna: la de arriba, la adulación del poder humano como fuente de medrar, camuflada de obediencia y veneración; y la de abajo, el populismo, el culto al pueblo como fuente de consideración y de aplauso. No son libres. No viven en la verdad. Ponen a todos en función de sí mismos. Se aprovechan de los demás. Se consideran superiores. Algunos han superado cierto nivel de instinto de la violencia física. Pero practican la violencia moral y psíquica de los sentimientos desconsiderados, el acoso de la imposición, del miedo, el chantaje afectivo, o la dictadura o violación fanática de la conciencia. Conocen la democracia de los derechos humanos, pero son insensibles a los más elementales sentimientos humanos. 

El egoísmo es el gran pecado. Disgrega. Divide. Es anticomunión, antivida. Es rotura del amor. Y por lo tanto, descomposición del hombre. Es muerte y enfermedad del hombre. Negación de su destino. En el egoísmo, Dios mismo deja de ser el Dios del hombre.

2. CRISTO, LA CONTRAHISTORIA DEL MAL 

Cristo es el Dios encarnado. Vence el mal por la fuerza del bien. Se anonada, se vacía de sí mismo ante el hombre, para asumir nuestros pecados, nuestra propia condenación. Nuestro pecado es el mal del corazón, la muerte a nuestra propia identidad humana y divina. Nuestro mal es también el mal de Dios, de la imagen de Dios en el hombre. Suprimir a Dios es suprimir al hombre, y al revés. Es bloquear la posibilidad misma de felicidad. 

Cristo, por amor, asume nuestro mal, nuestra iniquidad. Se hace, por nosotros, pecado y maldición. En la cruz mata nuestra muerte en la libre experiencia de la inmolación. Se hace holocausto: inmolación no sólo de todo mal, sino de su misma voluntad, de su derecho a ser considerado, valorado. «Eo victor quia victima»(San Agustín), vence precisamente victimándose. Es un camino inaudito e inesperado: la máxima desafirmación de sí en el máximo reconocimiento de los demás; el libre y gozoso anonadamiento de sí mismo, en la máxima exaltación de los hombres. Para curarnos y salvamos Dios ha elegido el camino contrario a la afirmación de los instintos del hombre: la fuerza de la nada, el fracaso del éxito propio, la locura de amor solidario. Dios pone la redención en el núcleo mismo del mal. Se hace víctima, oblación, holocausto… 

3. EL MOTIVO PROFUNDO DE LA VICTIMACIÓN GOZOSA: UN AMOR TOTAL Y ETERNO 

Si es admirable ver el sufrimiento voluntario allí mismo donde el hombre afirma su egoísmo, todavía lo es más al comprobar que Dios hace esto por amor. 

«En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros» (1 Jn 3,16). 

«Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2). 

«Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). 

«Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20). 

4. NOS AMÓ HASTA EL EXTREMO, INCLUSO EN EL MISMO EXTREMO DE LA OFENSA 

«Soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia» (Hbr 12,2). 

«Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvados de la cólera! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!» (Rom 5,6-10). 

5. SU AMOR EXTREMO LE LLEVÓ A ASUMIR VOLUNTARIAMENTE NUESTROS MALES 

A nadie ofendió. De nadie se aprovechó. Nunca hizo prevalecer sus derechos. Jamás se consideró superior a nadie. Desechó la erótica del poder, del triunfo, del aplauso, de la adulación interesada a los de arriba y a los de abajo, en un anonadamiento increíble de sí mismo vivido como oblación y victimación existencial, de vida entera, y no sólo en la muerte. En nada y a nadie rozó con cualquier tipo de superioridad, de fuerza o poder. No sólo fue humilde: fue la misma humildad. Hasta tal punto que vivió la identidad mesiánica como servicio. Ser oblación y víctima, de amor evidente y total, fue su identidad personal, de vocación y misión. El servicio oblacional no fue para él una coyuntura, sino una estructura, no una circunstancia, sino su persona y misión. Fue sacerdote precisamente mediante el propio sacrificio. Sacerdocio y sacrificio son en él inseparables. Enseñó a sus propios discípulos que pastorear es servir «dando la propia vida». Creó una nueva versión de autoridad y poder. La fe, la misión, el pastoreo, quedan autentificados únicamente por la cruz. Se es sacerdote, bautismal o ministerial, por la misma razón que se es víctima de amor por los demás. Cristo descalificó todo poder que roza y violenta lo más mínimo a los demás. 

A) CRISTO REHUYÓ EL TRIUNFO. 

Jesús impone el llamado «secreto mesiánico» que le aleja del éxito social: 

-en la confesión de Pedro: «y vosotros ¿quién decís que soy yo? Pedro le contestó: tú eres el Cristo. Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él» (Mc 8,30). 

-en la transfiguración: «Y cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que., habían visto hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos» (Mc 9,9). 

B) POR AMOR, SU ANONADAMIENTO FUE ABSOLUTO Y TOTAL. 

«Conocéis bien la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros … se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Cor 8,9). 

«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,5-8). 

Jesús lava los pies «durante la cena» (Jn 13,12). El fondo y esencia de la eucaristía es hacerse servidor, pan partido y compartido, sangre derramada por los otros. «¿Comprendéis lo que he hecho por vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,12-16). 

C) DE TAL MANERA CRISTO ASUME EL MAL DEL HOMBRE, QUE POR ÉL SE HACE PECADO Y MALDICIÓN

«No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciable y desecho de hombre, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchando por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como cordero al degüello era llevado y como oveja ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca» (Is 53,2-7). 

«Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros…» (Rom 8,3-4). 

» Y Dios…a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor 5,21). 

«Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la escritura: maldito el que está colgado de un madero, a fin de que llegara a los gentiles, en Cristo Jesús, la bendición de Abraham, y por la fe, recibiéramos el Espíritu de la promesa» (Gal 3,13-14). 

6. PARA DESTRUIR NUESTROS MALES SE HIZO HOLOCAUSTO Y VÍCTIMA 

La entrega sacrificial de Cristo es incondicional, eterna, absoluta, de cuerpo y alma enteros. Es todo amor, ilusión enamorada, rendimiento, sumisión y dependencia hasta el límite. Si la intrahistoria del pecado es el egoísmo, la oblación de Cristo es la contrahistoria de ese mismo egoísmo, la oblación victimal completa e ilusionada. Si por el pecado todo se sustrae a Dios, por la oblación todo retorna a Dios y su plan. 

«Al entrar en este mundo dice: sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo… a hacer, oh Dios, tu voluntad… Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Hbr 10,5-10). 

«Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2). 

«Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1 Pdr 1,18-19). 

7. CRISTO: SACERDOCIO, SACRIFICIO Y RECONCILIACIÓN ETERNOS 

El sumo sacerdote de Israel entraba una sola vez al año en el Sancta Sanctorum para ofrecer sacrificio de expiación por el pueblo. Era el recinto de la suma presencia de Yahveh junto al pueblo. Cada año debía renovar el sacrificio. El cuerpo de Cristo es ahora el nuevo templo de Dios y su reconciliación es infinita y eterna. No necesita «entrar» en el santuario porque está siempre unido al Padre en el santuario de su propio cuerpo, y en toda la vida. No precisa él de repetición: somos nosotros ahora los que necesitamos apropiarnos y asimilarlo por nuestra parte. 

En el mundo, y en el templo de Jerusalén, «allí se ofrecen dones y sacrificios incapaces de perfeccionar en su conciencia al adorador… pero presentose Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros a través de una Tienda mayor y más perfecta… y penetró en el Santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos…sino con la propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos… santifica… ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!» (Hbr 9,9-14). 

8. LA FUERZA Y VICTORIA DE LA VICTIMACIÓN 

Quien analice el fondo y núcleo de la encarnación, del mensaje medular de las bienaventuranzas, de la redención en la cruz, de la eucaristía, comprobará que la actitud oblativa es toda la fuerza de la vida cristiana y de la evangelización. No estamos aquí ante una circunstancia importante: estamos ante el meollo de la misma identidad evangélica y cristiana. La cruz, Cristo crucificado, es la única salvación posible. Es el camino de la Iglesia y de la misión. Es todo lo que tenemos que vivir y anunciar. La cruz, o victimación, es vivir el amor mayor posible. Es un amor maravilloso que comienza donde los grandes amores terminan. Sólo se ama bien cuando uno es capaz de sufrir ilimitadamente por alguien. Este amor es la suma victoria contra el mal del egoísmo. Dios nos ama así, en Cristo. Y nosotros tenemos que hacer lo mismo, llegando a amar a los enemigos, a rogar por los que nos persiguen «para que seais hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5,45). 

«Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).

«Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces sabréis que yo soy» (Jn 8,28). 

«Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque le necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres. Y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (1 Cor 1,22-25). 

«Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía… y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte…» (Fil 3,7-10). 

9. LA VIDA CRISTIANA PROLONGA LA CONDICIÓN VICTIMAL DE CRISTO 

«Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me consagro a mí mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad» (Jn 17,17-19). 

«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo. El cual, siendo de condici6n divina… se despojó de sí mismo tomando condición de siervo… se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,5-8). 

«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12,1). 

Pablo afirma «ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rom 14,16). 

«Ofrezcamos sin cesar, por medio de él, a Dios un sacrifico de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre. No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; esos son los sacrificios que agradan a Dios» (Hbr 14,16). 

10. EL AMOR SUFRIDO, SIGNO DEL PODER DE DIOS 

Ser capaz de amar hasta el sufrimiento, libre y hasta gozosamente aceptado, sólo es posible mediante la gracia de Dios. Es el signo más evidente de que hemos llegado a la maduración del amor y de que estamos bajo la influencia directa del Espíritu Santo. 

El hombre es siempre una posibilidad abierta ante Dios. Su actividad es más intensa y rica no cuando él obra por su cuenta, sino cuando se deja conducir y mover por Dios. Cuando se deja amar y transformar por Dios, su vida y su comportamiento adquieren una modalidad divina. El inmaduro y egoísta rechaza siempre el sufrimiento. El que está tomado por Dios, no vive centrado en sí mismo. Tiene un mundo más amplio, en el que entran Dios, el universo y los hombres con sus problemas. Irradia los sentimientos de Dios. A una madre le cuesta poco perdonar, porque es madre. Quien tiene a Dios, y es tenido por él, tiene entrañas de amor y de misericordia y siempre su amor es superior a la ofensa de los otros. Dios mismo ilumina la inteligencia y mueve el corazón, amortiguando el egoísmo y el amor propio. Purifica él mismo el corazón del hombre, de modo que a éste ya no le cuesta perdonar como aquél que vive a merced de sus instintos o de la pura y simple razón. 

Quien es capaz de amar hasta el sufrimiento, demuestra que Dios está presente aquí, en la historia concreta de las personas, influyendo, obrando, y de que se está anticipando el futuro pleno de la convivencia definitiva de la vida eterna. Allí no caben el resentimiento, el egoísmo, la tristeza. Dios es todo en todos. Quien ama y perdona, ha nacido plenamente de Dios e irradia a Dios. 

11. PARA LA ORACIÓN PROFUNDA 

Toma un texto concreto: es palabra del Señor, el Señor hablándote. La palabra de Dios hace lo que dice. Déjate decir, hablar, amar. Acepta, acoge, cree profundamente. Pon la palabra de Dios en las zonas oscuras de la distancia, de la frialdad, de la indiferencia. Déjate afectar. Ama más. Pide poder amar más. Comulga el texto. Sé el texto. Irradia el texto. Deja que el texto, Cristo, vaya pasando a ti toda su Energía, el Espíritu. Déjate iluminar, transformar. Piensa en situaciones personales concretas en las que debes amar con amor de victimación, con Cristo y en él. Como él. Realiza el movimiento evangélico: 

SALGO DE MÍ. VOY A TI. TODO EN TI. NUEVO POR TI.

Extracto del libro «Vivir el año litúrgico», de Francisco Martínez, Herder, 2002.

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