Lecturas
Hechos 16, 34a, 27-43 – Salmo – Colosenses3, 1-4
Secuencia –
Juan 20, 1-9:
Al primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
Comentario
¡HEMOS RESUCITADO CON CRISTO!
Hermanos, ¡felicidades y enhorabuena! Lo que la Revelación y la liturgia celebran en esta noche santa no es solo que Jesús resucitó ayer, y que ahora hacemos presente aquel suceso con el recuerdo y la memoria. Debemos situarnos adecuadamente ante la verdad del evangelio. Esta verdad nos dice que la resurrección de Jesús y nuestra vida cristiana cotidiana están inexorablemente unidas en su misma hondura. La Iglesia, en esta noche santa, celebra “nuestra” resurrección en Cristo. Gracias al Bautismo y a la Eucaristía ¡Cristo es nuestra Pascua! ¡Aleluya! ¡Demos gracias a Dios! En consecuencia, estamos viviendo el suceso más grande de la historia del que nosotros somos destinatarios dichosos y sujetos activos.
La muerte es el suceso más infausto de la vida del hombre. En la experiencia universal es el límite absoluto e infranqueable del pensamiento y del poder humano. Solo Dios puede salvar el foso entre la muerte y la vida. Y lo ha hecho poderosamente resucitando a Jesús y resucitándonos a nosotros con él. La ejecución de Jesús representaba un desastre definitivo. Hacía de su mensaje un error. Dispersaba inexorablemente a su pequeña comunidad. Resultaba una catástrofe definitiva. ¿Cómo podría nadie mantener la absurda pretensión de hacer de un ejecutado el germen y fundamento de un designio trascendente y universal?
La resurrección de Jesús no tiene analogías ni paralelos. Se realiza en el espacio misterioso de la fe, es testimoniada por la Revelación y queda reflejada en la experiencia incontestable de la comunidad primitiva. En su realidad profunda esta resurrección de Jesús es muy diferente de la imaginada por la mentalidad e imaginería popular. ¿Qué hicieron los evangelizadores de ayer y qué hacemos los de hoy para que la resurrección de Cristo responda mejor al evangelio y sea, más que un suceso histórico admirable, que Dios quiso ciertamente ocultar, el verdadero fundamento de la vida cristiana del pueblo, que es precisamente lo que Dios quiere en realidad? La resurrección de Jesús no acontece a la manera de la resucitación de un cadáver, como el de Lázaro. El relato histórico, sucesivo y detallado, obedece a la necesidad de una expresión catequética del misterio realizado. La pintura y el arte hablan así. La fe no. No se puede reducir la fe a la cultura, sino poner la cultura al servicio de la fe. Separar la resurrección de Jesús de la vida cristiana de los creyentes es una incongruencia que distorsiona la fe. Ha representado un máximo estrago para la fe y piedad del pueblo durante siglos. Quien se queda únicamente con la imagen del Jesús histórico, y no ha integrado en su conocimiento a la comunidad cristiana como cuerpo místico suyo, difícilmente podrá disfrutar de la verdadera realidad de la fe.
Para Juan y Pablo la resurrección de Cristo y la vivificación espiritual de la comunidad son el mismo acontecimiento. Casi siempre que hablan de la resurrección de Jesús se están refiriendo a la vida creyente del pueblo, a lo acontecido visiblemente en la comunidad de los discípulos. Ninguno de ellos se entretiene en describir lo sucedido en el cuerpo físico de Jesús. Al referirse a la resurrección de Jesús resaltan con abundancia lo acontecido asombrosamente en la comunidad. Hablan de la revelación misteriosa de una poderosa acción del Padre que “ha resucitado a Jesús de entre los muertos”, “lo ha glorificado”, “lo ha exaltado a su derecha“, “lo ha constituido Masías y Señor”. Y es esta poderosa intervención de Dios lo que cambia dramáticamente la vida entera de la comunidad. ¡Y cómo la cambia!
Se trata de una admirable convergencia de hechos como fruto y resultado de una acción misteriosa del Espíritu que va del cuerpo espiritual y vivificante del resucitado al cuerpo de la primera comunidad y con destino a la humanidad entera. La comunidad, en su propia experiencia, comprueba fuertemente que Jesús está vivo. El hecho queda comprobado en un repentino y fascinante cambio de vida de la comunidad que, saliendo de sus escondites de pánico y miedo, se presenta valiente ante los poderosos echándoles en cara que “han matado al autor de la vida”. Y esto aparece repentinamente como resultado de la irrupción del Espíritu de Dios en la comunidad. El mensaje es: Jesús ha resucitado y nos está ya resucitando a nosotros en su propia resurrección.
Dios ha querido que nos encontremos con el mensaje de la resurrección de Jesús no por la vía de la curiosidad, sino de la fe. El acontecimiento no pertenece a la fenomenología ordinaria. Los que solo quieren ver con los ojos de la cara le confunden con el hortelano, un fantasma, un vulgar caminante. Muestran titubeos y dudas. Y esto acontece también con Tomás y los once. El mismo Jesús señala incontestablemente el camino: “¡Dichosos los que sin haber visto creen!”. Creer en una persona es algo mucho más poderoso y diferente que el simple milagro.
Gracias a la irrupción de la resurrección de Jesús en su comunidad, y a la venida de su Espíritu a nuestros corazones, él es para todos nosotros no solo un Cristo narrado, sino un Cristo vivido. En consecuencia Cristo va inexorablemente unido a nuestra experiencia personal de fe. Transmitimos la resurrección de Jesús a los demás no si somos solo enseñantes, sino testigos de su vida nueva. Si hablan nuestra fe y nuestro testimonio de vida. Cristo ya ahora anticipa en nosotros la vida eterna, gracias a su resurrección que él hace la nuestra. Y esto es decisivo. Porque si Dios es amor, resucitar es amar. Quien ama acoge la vida de Dios y anticipa la vida eterna. La Pascua es todo el amor de Dios a nosotros. Es amor del Padre que nos entrega a su Hijo. El amor del Hijo que se entrega hasta la muerte por nosotros. El amor del Espíritu que quiere morar siempre en nosotros como prenda y señal de la gloria anticipada.
Hermanos: ¡Enhorabuena y felicidades! porque, resucitando Cristo, nos está resucitando ya anticipadamente con él.
DOMINGO DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
Hermanos: Jesús ha resucitado. Y Él ahora está siendo nuestra verdadera resurrección, nuestra cabeza y plenitud. Como el sol solea el universo y lo inunda de luz y calor, así el Cristo resucitado y celeste vive irradiando su misma vida gloriosa, ya ahora, a todos los que creen en él. No se trata solo de una imitación moral. Lo distintivo y primordial de la Iglesia del Nuevo Testamento es la anticipación real en los creyentes de la resurrección de Jesús. De su cuerpo glorioso y resucitado al cuerpo de la Iglesia terrena fluye una corriente viva y permanente de gracia de Dios y de Espíritu Santo que va configurando a todos con Cristo imprimiendo en ellos su vida, los misterios de su vida, sus sentimientos, y haciendo de ellos su presencia mística en el mundo.
El evangelio de este domingo es un testimonio de primer orden para comprender la importancia de la fe en la resurrección del Señor de cara a la vida cristiana. María Magdalena es la primera persona que encuentra, al amanecer del primer día de la semana, el sepulcro vacío. Pedro y Juan hallan también vacía la tumba y las vendas en el suelo. Juan dice de sí mismo que, “al entrar vio y creyó porque hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos”. La Iglesia de los orígenes no celebró sino una sola fiesta, la Pascua. No solo era la fiesta por excelencia, sino la única fiesta, la fiesta total al lado de la cual no podía existir ninguna otra. La muerte y resurrección de Jesucristo era el núcleo de la predicación apostólica, el contenido de la fe y de los sacramentos. La vida social de la comunidad consistía en reflejar la pascua de Jesús en la convivencia y en la calle. La pascua es tan antigua como la Iglesia. Todas las celebraciones han nacido de la pascua. La pascua es Cristo en nosotros, como esperanza de la gloria.
La pascua de Cristo no es solo un suceso que ocurre dentro de la historia. Es un acontecimiento que funda y configura la historia. Con la resurrección de Cristo la eternidad se inserta en el corazón del tiempo. Y el núcleo de la predicación apostólica es que el Viviente, Cristo, vive dentro de la comunidad y la está ya vivificando en su misma resurrección. La vida cristiana es la introducción de los creyentes en el “Hoy” eterno de Dios, “en Cristo resucitado”, “en la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4), “en los últimos días” (Hbr 1,2), “en la última hora” (1 Jn 2,18). La pascua nos hace contemporáneos, y participes, de Cristo y de los misterios redentores de su vida. Cristo, con su muerte y resurrección destruyó nuestro hombre viejo. Resucitando, recreó nuestra vida nueva. Ritualizó en la Cena el suceso de su muerte y resurrección para que nosotros pudiéramos hacerlo presente y contemporáneo durante los siglos implicando en él nuestras personas, problemas y tensiones. Jesús quiso que todos hiciéramos lo mismo que él hizo. Él es nuestro camino y nuestra verdad. La pascua se convierte ahora en el suceso no de Cristo solo, sino de Cristo y de su Iglesia, de la cabeza y del cuerpo.
Es incorporándonos a la Iglesia cómo acontece en nosotros la resurrección de Cristo La resurrección de Cristo es la vida de la Iglesia. La Iglesia de los primeros siglos no se detuvo tanto como nosotros en la consideración de la resurrección personal de Jesús. Le preocupaba más la fe que la curiosidad. Consideraba siempre su resurrección difundida en la nueva humanidad. Así es cómo, según Jesús, la Iglesia se convierte en luz del mundo, sal de la tierra, fermento de la nueva humanidad.
Una máxima tragedia pastoral de todos los tiempos es el ritualismo, la reducción de la fe a ceremonia y moralidad. En la Revelación y en los Padres el culto es inseparable de la vida. Los profetas y Jesús expresaron duras críticas contra el formalismo cultual: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Is 29,13). Jesús afirmó que el sábado es para el hombre, no el hombre para el sábado; que el culto no es agradable a Dios si no está en armonía con lo que representa; que la reconciliación es necesaria para la validez del culto. Con Jesús el templo ya no es el edificio, sino el cuerpo del Resucitado y la comunidad de los fieles; y el sacrificio, ya no es un rito, sino la vida santa; y los sacerdotes u oferentes no son el clero, sino el pueblo sacerdotal (1 Pdr 2,9). En el Nuevo Testamento “culto” no significa las actividades litúrgicas de los cristianos, sino la vida cristiana testimonial de los creyentes en cuanto está informada por el Espíritu. Los primeros cristianos evangelizaban más con su vida y comportamiento que con sus discursos. Un texto de los Hechos se ha hecho paradigmático: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sin que lo tenían todo en común. Los Apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” (Hch 4,32-35).
Hermanos: hay algo evidente y maravilloso en nuestra fe: si Dios es amor, resucitar es amar. Esto sería inviable sin la comunidad y sin el compromiso por la promoción y desarrollo integral de los que más sufren. La resurrección es un mensaje de animación y de vida. Parte de nosotros, de un Cristo no solo conocido, sino vivido. En nuestro tiempo el Concilio Vaticano II constituye una presentación adecuada de la fe para el hombre actual, capaz de romper su frialdad e indiferencia acumulada durante siglos. Es necesario saber “tocar” no una imagen mental de Dios, sino al Dios vivo y verdadero. El alejamiento de Dios es el más trágico alejamiento de sí mismo, del hombre. Sin Dios el hombre no sabe dónde ir ni tampoco sabe quién es él. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano.
La resurrección de Jesús es necesariamente nuestra renovación como Iglesia que ha de vivir en perenne y testimonial conversión a Jesucristo. Iglesia no es el pequeño grupo de personas cercanas al culto y clero. El Papa Francisco nos insta a “salir a las periferias…”. El acierto de nuestra misión lo mide la lejanía de los convocados. Hay que renovar a las personas y no solo los papeles. Hay que establecer contactos, y no solo proyectos. Debemos ir a las causas y no solo a los efectos. Es preciso partir del centro, y el centro es siempre Jesucristo. Y debemos renovar convenciendo, no venciendo, ayudando a pasar de una Iglesia clerical en exceso, a una iglesia verdadero pueblo de Dios. De una Iglesia más preocupada por la heterodoxia de los conceptos, a una Iglesia para la que la injusticia en el mundo es máxima deformación evangélica. De una Iglesia simple proveedora de servicios religiosos, a una Iglesia misionera que anuncia con valentía a Cristo muerto y resucitado. De una Iglesia de ceremonias a una Iglesia anunciadora de la palabra que convoca e inquieta. De una Iglesia instalada en el mundo a una Iglesia siempre comprometida en el cambio del mundo. De una iglesia acomodada a una Iglesia comprometida en la defensa de la verdad y de los pobres.
Cristo resucitado nos ayude a renovarnos y a renovar nuestra Iglesia y nuestro
Francisco Martínez
www.centroberit.com
e-mail:berit@centroberit.com
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