Lecturas:

Hechos 2, 12-17  –  Salmo 117  –   1ª Pedro1, 3-9

Juan 20, 19-31: Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Comentario:

A LOS OCHO DÍAS LLEGÓ JESÚS

2020, 2º Domingo de Pascua

Las tres lecturas de este segundo domingo de Pascua poseen una unidad formidable y todas juntas explican muy bien la reacción sorprendente de la comunidad de Jesús en el momento mismo de su resurrección. La lectura pausada de los textos debería provocar en nosotros la valentía de practicar una saludable operación quirúrgica en nuestra mentalidad creyente, que extirpe viejas ideas y se abra audazmente al evangelio. Esto nos haría a avanzar en el conocimiento verdadero de lo que constituye el meollo de la fe pascual. La primera verdad que nos ofrecen los textos es que la resurrección del Señor no es la de la resucitación de un cadáver que retorna a esta vida temporal y reanuda sus ocupaciones anteriores. El primer y fundamental impacto de la resurrección de Jesús acontece en el cuerpo mismo de la comunidad que experimenta un cambio dramático de ánimo y de comportamiento que revelan la nueva vida glorificada del Señor reflejada en su comunidad. Del cuerpo resucitado y glorioso del Cristo celeste a la comunidad cristiana terrena brota una corriente continua de vida nueva, de Espíritu Santo, que transforma a todos en Cristo. Es una nueva y poderosa intervención de Dios en favor de su pueblo que ahora ya no solo lo saca de una tierra de esclavitud y lo conduce a una tierra fecunda y abundante, sino que lo hace partícipe de su vida personal íntima, partícipe de la divina naturaleza, y le confiere la filiación divina. Es un cambio dramático de vida que, de repente, lo hace pasar del pánico y la fuga al coraje de presentarse ante las autoridades e inculparlas públicamente del deicidio de Jesús. Si hacen referencia a Jesús es para explicar el origen y la causa. Este hecho se revela tan trascendental que la Pascua de Jesús va a constituir la fiesta, toda la fiesta, la única fiesta de las comunidades cristianas de todos los tiempos. La resurrección actualizada y presente va a ser el gran legado de Jesús a su comunidad de todos los siglos. Juan describe a María como la persona más afectada por la muerte de Jesús. La sitúa en el sepulcro, acompañando, recordando, amando. Y con ella acontece la primera aparición de Jesús resucitado. María no le reconoce al principio y Jesús ¡le llama!, como habría acontecido muchas veces: “¡María!”. Decir su nombre, llamarle en aquellas circunstancias de muerto y resucitado, tuvo que causar la sensación más impresionante acontecida en toda la historia. ¡Un muerto, un amigo, su Maestro y Señor, muerto y ¡resucitado! ¡Y además llamándole por su nombre! Aquel suceso dichoso, narrado después por María a los apóstoles, se convirtió en un testimonio fehaciente de la tradición constituyente de la Iglesia de todos los siglos. Fue un momento trascendental para toda la historia. Y ahora nada impide que sustituyamos el nombre de María por el nuestro. Situémonos nosotros personalmente en la escena, ante Jesús resucitado. Porque la verdad de fondo del evangelio es que Jesús ha resucitado por mí, por ti. Y, reconociendo en nosotros el infinito amor de Dios, escuchemos nuestro nombre personal pronunciado por el mismo Jesús ¡Fulano! Pon tu nombre personal. Esto no es una suposición. Es una realidad. Y después de centrarnos y concentrarnos en su presencia viviente ante nosotros, digámosle también: ¡Jesús! Y reaccionemos con corazón agradecido, reconociéndonos dichosamente aludidos. Jesús resucitado, en sus apariciones, ofrece la paz a sus discípulos. Esta paz no consiste en la ausencia de violencia. La paz de Jesús es una plenitud de vida y de armonía integral. Se expresa en un gran amor y una alegría intensa. Es la dichosa experiencia de una misteriosa “Totalidad”, de Alguien Absoluto, recibido, comulgado e integrado. Es la paz que sobreviene de la abundancia, la de Dios, en nosotros. Es Jesús que nos transfiere su condición divina. La comunidad apostólica primera es el impacto original de las apariciones de Jesús resucitado. Es lo que acontece de inmediato cuando la comunidad reacciona ante la invitación de Jesús a “tocar” y “palpar”. La Iglesia no es sino la reacción primera y original ante la pascua de Jesús. Ser discípulo de Jesús es ser tocado por él, por su misma resurrección, y sentir la necesidad de decirlo y proclamado, de compartir y hacerlo compartir. Cuando Dios ama a alguien le pone en contacto gozoso con su comunidad de fe, y le estimula a la máxima integración y participación. La resurrección de Jesús es un acontecimiento de fe y para la fe. Tomás es un ejemplo paradigmático que representa a todos los incrédulos, a los que preferirían que Jesús hubiera satisfecho su curiosidad, mostrándoles el modo y forma de una resucitación carnal según este mundo, un retorno a la condición temporal y no a la condición gloriosa y trascendente en beneficio de todos, como cabeza beatificante de la nueva humanidad. La resurrección de Jesús se sostiene y se fundamenta en su vida, su testimonio y su palabra. El acceso a ella es la fe. Y la fe es confianza, entrega, amor. Es el máximo camino y apertura a lo futuro y radicalmente nuevo. Nada tiene que ver con la curiosidad. Jesús, ante la desconfianza y los modos de pensar nuestros, proclama: “Dichosos los que sin ver, creen”. La fe es amor y la no-fe es desamor. Creamos y amemos.

Francisco Martínez

www.centroberit.com  –   e-mail:berit@centroberit.com

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