Lecturas

Genesis 2,7-9; 3, 1-7  –  Salmo 50  –  Romanos  5, 12.17-19

Mateo 4, 1-11: En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Pero él le contestó: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”». Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”». Jesús le dijo: «También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”». De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”». Entonces lo dejó el diablo, y he aquí que se acercaron los ángeles y lo servían.

Comentario

LAS TENTACIONES DE JESÚS

2020, Primer domingo de Cuaresma A

Cada año vuelve la primavera y con ella, para nosotros los cristianos, llega también la pascua. En su fondo, la pascua es la venida hoy de Cristo resucitado para renovar a la comunidad cristiana en su propia muerte y resurrección. Quizás nuestra mentalidad rutinaria e inconsciente, atascada en la superficialidad, haya ido reduciendo la semana santa a la idea de unas fechas del calendario en las que nos quedamos más libres y recordamos los sucesos principales en torno a la muerte de Cristo, representándolos bien en las celebraciones litúrgicas, bien en formas escénicas en plazas y calles. Para no pocos, en especial para cofrades y portadores de “pasos” de la pasión, lo que acapara la atención es la exterioridad de tales celebraciones. Un número creciente de creyentes resuelve el acontecimiento de la semana santa apelando a las vacaciones. Deberíamos tener la audacia de saber y conocer mejor lo que para nosotros representa la pascua cristiana, y de estar dispuestos a centrarnos, no a hacer lo que queremos, sino a salir de nosotros, adaptarnos y mejorar. La pascua, en su fondo último, es la venida de Cristo resucitado para renovar a la comunidad creyente en su propia vida hoy gloriosa. Esto es lo verdaderamente importante y definitivo para todo hombre creyente. La clave de la cuaresma no es la austeridad y la penitencia en sí mismas. Tampoco es reducible a la enseñanza o moral. Es un misterio, es decir, una presencia divina en relación esencial con el momento clave de la historia universal: el de la pasión, muerte, sepultura, resurrección y ascensión de Jesucristo. Estos no son ahora sucesos separados. Si los consideramos en sucesión cronológica es porque nosotros somos incapaces de abarcar al mismo tiempo la profunda unidad que los une. Pero lo que aconteció una vez en la historia de la humanidad, se actualiza hoy, todo unido, en el entramado de la liturgia, implicando ahora a la comunidad entera, a cada uno de nosotros, como agente principal en las celebraciones. Las celebraciones pascuales no son mero recuerdo, contienen para nosotros la realidad misma que celebran. No son algo que sucedió, sino algo que está sucediendo, que debe suceder, hoy. Hay quienes aprovechan este tiempo para hacer lo que les viene en gana. Para un cristiano esto es una blasfemia. Estos días nos comprometen del todo con absoluta prioridad. Son el tiempo de la comunidad. Son resurrección de Jesús en nosotros. Nosotros tenemos que saber captar este misterioso presente. No dejarlo pasar, descubrirlo y revivirlo en nuestro contexto histórico es para nosotros un gran reto. El meollo de este tiempo santo es la cruz de Jesús como expresión de un amor único y sobresaliente. La fuerza de Dios es Cristo en la cruz. Más que puro instrumento de tortura es signo y prueba de un amor extremo que no se rompe aunque nos rompan la vida. Es precisamente cuando Jesús expira en la cruz el momento en que el centurión confiesa “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mt 27,54). Jesús toma posesión de su señorío real precisamente en el trono de la cruz. Su verdadera relación con Dios es descubierta en el momento de la máxima debilidad. No precisamente cuando él se afirma Hijo de Dios, sino cuando es ultrajado, escupido, masacrado. Él, entonces, habla de perdón, no de justicia. Para la mentalidad de los judíos, y también la nuestra, Dios no podría soportar la humillación de su enviado. Jesús rompe con esta idea dominante de Dios en todos nosotros. Es un Dios que ha cambiado la omnipotencia por la impotencia y asume el sufrimiento que cuesta amar, perdonar, reconciliar. Dios sufre por el hombre. El silencio de Dios no es su última palabra. El no intervencionismo de Dios ante el mal en el mundo significa solo que Dios rechaza las soluciones fáciles y parciales. Dios sufre porque ante el pecado del hombre quiere la salvación de los ofendidos y también la de los ofensores. La última palabra de Dios es un amor total y universal. Cristo murió, dio su vida a gusto “siendo nosotros pecadores” (R 5,8). No se limitó a una simple condonación fácil. Por nosotros se hizo “pecado” (2 Cor 5,21) y “maldición” (Gal 3,13). Pagó con creces por nosotros porque se solidarizó con nosotros poniéndose en nuestro lugar. Y esto es la sustancia de lo que hoy narra el evangelio. Jesús amó de forma radical y total. Tomó nuestra misma naturaleza humana, tomó sobre sí nuestros males y tentaciones y donde nosotros caemos, el triunfó. Puesto en nuestro lugar, superó las tentaciones del hombre, de todo hombre cuando se prefiere a sí mismo y no a Dios o a los otros. La inclinación al mal es algo evidente y universal. Lo vemos tanto por la naturaleza misma de la condición humana como por el ambiente contagioso que nos tiene sedimentados en el mal. Jesús, en la cruz, renunció a obrar como Dios todopoderoso. Se hizo íntimamente solidario de nuestros males. Los asumió como propios. “Le vimos cargado con todos nuestros males” (cf Is 53,2ss). Venció victimándose. Fue vencedor siendo víctima a la vez. Y nos mandó a nosotros hacer lo mismo, amando incluso a los que nos hacen mal, a nuestros propios enemigos. Jesús, en las tentaciones, no solo vence el mal. Lo hace de la forma que Dios quiere, no imponiéndose, no venciendo sino convenciendo. El motivo es la bondad, la solidaridad, la misericordia. Jesús ayuna durante cuarenta días y tiene hambre. El diablo le provoca diciéndole que convierta las piedras en pan. El tentador apela al poder mágico que magnifica ante los hombres, y no a la voluntad de Dios. Quiere cambiar la sumisión a Dios y la confianza en él por la complacencia personal. Jesús rechaza la tentación. El diablo entonces, le lleva al alero del templo y le aconseja que se eche al vacío en la seguridad de que Dios enviará a sus ángeles para que no tropiece en las piedras. Esto es tentar a Dios. Es obligarle sin motivo a una intervención extraordinaria, fuera de las leyes naturales, y en provecho propio. Es salirse del todo del programa del Padre centrado en la cruz. Jesús rechaza la tentación. El diablo le lleva a un monte alto desde donde se divisan todos los reinos del mundo. Y le propone “todo esto te daré si postrándote me adoras”. Es la tentación de la idolatría del poder propio sustituyendo a la fidelidad a Dios. Jesús prefiere amar, el sufrimiento de la cruz, la obediencia al Padre. No solo lo que el Padre quiere, sino la forma que quiere el Padre. Jesús nos invita a vencer nuestras tentaciones haciendo no solo la voluntad de Dios, sino haciéndolo en la forma también querida por él. Nos invita a salir de nuestro egoísmo y a comprometernos con el proyecto de Dios no ya haciendo nada, ni tampoco haciendo cosas buenas, sino haciendo lo que hay que hacer según las necesidades de nuestro ambiente, tanto familiar, como social y creyente. La voluntad de Dios es el bien de los demás en lo más concreto de su necesidad. La cuaresma nos invita a salir de nuestras devociones individuales, a salir de nuestro falso “tiempo libre”, y a asumir intensamente el proyecto de Cristo de vivir con él y de morir y resucitar con él. A no utilizar más mi Iglesia, mi parroquia, mi comunidad como lugar de actos piadosos, sino como espacio de iniciativa y compromiso misionero hacia fuera, presente en los grandes problemas de la gente, la frialdad e indiferencia religiosa, la insolidaridad social, la pobreza de formación y de fe. La cuaresma nos invita también al compromiso social, diciendo no a la ideología que suplanta la verdad, al partidismo que ignora el bien común, a cualquier tipo de poder que no da prioridad de atención al bien común a los más pobres y a los que padecen necesidad. Jesús murió y nosotros debemos morir al mal.

Francisco Martínez

www.centroberit.com  –   e-mail: berit@centroerit.com

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