Lecturas

Habacuc 1,2-3. 2, 2-4  –  Salmo 94  –  2ª Timoteo 1,6-8. 13-14

Lucas 17, 5-10. En aquel tiempo, los apóstoles le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería. ¿Quién de vosotros, si tiene un criado labrando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: “Enseguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No le diréis más bien: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú”? ¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”

Comentario.

¡SI TUVIERAIS FE!

2019, 27º Domingo ordinario

Jesús, a lo largo del evangelio de Lucas, ha ido hablando sobre la necesidad de seguirle y sobre los rasgos del auténtico creyente. Se dirige a diversos grupos de personas, fariseos y maestros de la ley, la numerosa gente que le seguía, los discípulos que le acompañaban. En el texto escuchado lo hace a los apóstoles y, a través de ellos, a la comunidad cristiana, especialmente a sus dirigentes. Los apóstoles piden a Jesús “¡Auméntanos la fe”! Jesús quiere que el discípulo tome conciencia de la fuerza enorme de la fe. Para él no importa tanto la cantidad, sino la calidad de la fe. Aunque sea pequeña como un grano de mostaza, todo es posible a quien cree. Jesús relata una pequeña parábola para iluminar su exposición. La fe establece con Dios una dependencia como la que tiene el siervo en relación con su amo. Haga lo que haga, hace lo que debe hacer, servir a su amo sin esperar recompensa alguna. Jesús dice que no hace falta mucha fe, sino que lo que se necesita es que la fe sea viva, activa y práctica. Pone un ejemplo sorprendente: con fe se podrá trasladar un árbol al mar con la sola palabra. Marcos y Mateo citan el mismo dicho de Jesús pero referido a una montaña a la que se le ordena con fe plantarse en el mar. Jesús nos habla hoy de la necesidad y de la calidad de la fe. Y haremos muy bien en reflexionar cómo es nuestra fe y pedirle al Señor que nos la aumente. La fe, en su núcleo fundamental, es la aceptación de Jesús como enviado del Padre. Es su persona entrando libre y gozosamente en nuestra vida. La fe es la respuesta a él y a su mensaje. Ayer, en Palestina, los hombres se encontraban con él en persona. Hoy la fe es el encuentro con su mensaje, su evangelio, sus dichos y hechos, con su comunidad creyente en la que él está presente y actúa. La iniciativa y lo esencial de la fe le corresponde a él. Mediante la fe él mismo entra en nuestra vida y provoca una relación de dichosa dependencia y nos adentra en su vida y su mensaje. Llamamos virtudes teologales a la fe, la esperanza y caridad, porque representan una fuerza, una energía, una capacidad que vienen directamente de Dios y nos establecen en relación con él. Esta capacidad crea en nosotros una connaturalidad dichosa en nuestra oración. Esto contradice una cierta mentalidad demasiado generalizada que piensa que la fe es cosa del hombre, capacidad humana, o que simplemente se concentra en el deber u obligación moral de aceptar unas verdades teniéndolas como ciertas. La fe verdadera no es un aula donde aprendemos verdades, sino un tálamo nupcial donde gozamos del Infinito. Fe significa lo más maravilloso del hombre: sentirse apoyado, confiarse, dejarse conducir por él como hacen los que sienten la presencia, tienen confianza y se aman. Gracias a la fe, Dios mismo nos adentra en su terreno con una atracción progresiva, mental y afectiva, suave o intensa, humana y divina. Lo contrario de la fe no es la increencia, sino el pecado del hombre, el rechazo de la luz y del amor, la dureza de corazón, la frialdad y la indiferencia. La fe conlleva en su núcleo el reconocimiento de Jesucristo como Señor y Salvador de nuestra vida. Representa la renuncia a salvarnos por nosotros mismos, dejando a Dios ser Dios y hacer de Dios en nuestra vida. No nos salvamos nosotros ni nos justifican nuestra buenas obras, sino la fe en Jesucristo, en su persona, en su muerte, resurrección y envío del Espíritu Santo que entra en contacto íntimo con nosotros mediante luces de la mente e impulsos del corazón. Tener fe es lo más importante de nuestra vida. Es el fundamento de nuestra vocación divina y eterna. Pero la transmisión de fe de nuestro pueblo ha sido muy precaria en estos últimos tiempos. En los catecumenados de los primeros tiempos giraba en torno a la iniciación al evangelio y a los sacramentos como encuentro vivo con Jesús. En los últimos tiempos ha girado más bien en torno a catecismos que exponían las verdades de la fe tal como han sido definidas en los concilios contra los errores. El hecho es que la formación no ha gozado gran cosa de su carácter de Buena Nueva, de gran noticia. No ha sido formación de la afectividad, del asombro y entusiasmo. Ha habido un gran predominio de moral sobre el evangelio. Se ha descuidado la formación del corazón. Ha habido más interés en formar observantes que amantes. La desgracia es que abundan hoy evangelizadores que con la excusa de ser sencillos no dicen nada. La iniciación a la fe ha estado viciada por una notable carencia de Buena Nueva, de verdadero evangelio. La fe es siempre respuesta. Y es difícil organizar una respuesta suficiente y convincente si no damos primacía a la gran iniciativa de Dios convocando al hombre a compartir su propia vida. La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado “a imagen de Dios” con capacidad para conocer y a amar a su Creador. El misterio del hombre queda esclarecido en el misterio del Hijo de Dios encarnado en este mundo. Él revela el amor de Dios como Padre. El Hijo de Dios es la medida de la dignidad del hombre, pues hemos sido elegidos en él para recibir su misma filiación divina, la misma gloria que él posee en el Padre. Amados en él, en el mismo amor que el Padre tiene a su Hijo, estamos destinados a amar con él y en él. Somos en verdad hijos de Dios. Con él llegamos a participar de la divina naturaleza. Cristo, imagen del Dios invisible, nos ha devuelto la semejanza divina destruida por el pecado y la lejanía de Dios. Él nos devuelve la semejanza divina por la comunión con él mediante la eucaristía y el evangelio. Comulgando con él se recupera en nosotros la verdadera imagen divina. De esta forma, todos los que creemos en Cristo recibimos su misma filiación y estamos dotados de una fraternidad divina que nos une a todos los hombres que participan con nosotros de la misma dignidad y destino. Un cristianismo verdadero supone que esta buena noticia ha impactado fuertemente en nosotros, nos ha transformado el corazón y vivimos con una alegría que trasciende nuestra vida entera. La fe no es originalmente solo cumplimiento de obligaciones y leyes. El primer deber del hombre es conocer su vocación trascendente y ser coherente con ella, conociendo y amando. El hombre, o camina desde dentro, desde el entusiasmo y el amor, o no camina. El amor del hombre es lo que decide su destino. La fe es la verdadera riqueza del hombre. El hombre es lo que cree. La fe dilata su vida en horizontes infinitos y eternos. Creer, confiar, apoyarse es la mayor fortuna del hombre, hecho para la relación y para la experiencia del Infinito. Quien carece de Infinito no llega a ser él mismo. Pidamos al Señor que aumente nuestra fe.

Francisco Martínez

www.centroberit.com  –  e-mail:berit@centroberit.com

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *