Lecturas
Isaías 42,1-4.6-7 – Salmo 28 – Hechos 10,34-38
Lucas 3,15-16.21-22
JESÚS FUE BAUTIZADO,
Y MIENTRAS ORABA, SE ABRIERON LOS CIELOS
2019, Bautismo del Señor
Hoy termina el tiempo de la Navidad. Con Jesús ya adulto, conmemoramos su bautismo como preámbulo a su vida pública orientada a la predicación del reino de Dios. La liturgia no se limita a recordarnos hoy una historia del pasado. Celebra más bien un gran misterio actual y nos invita a insertarnos plenamente en él: la muerte y resurrección de Cristo en nuestra vida de bautizados. Jesús, en su bautismo se sometió a un proceso humillante, se mezcló con los pecadores y se sumergió bajo el agua para borrar los pecados y transformar la muerte en vida. Esta simbolización de su propia muerte, sepultura y resurrección constituye el origen y fundamento del bautismo cristiano que actualiza y renueva en todos nosotros el mismo bautismo de Cristo, haciéndonos pasar también a nosotros de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, de la condición terrena a la condición de hijos de Dios.
El bautismo de Jesús tiene gran importancia para el conjunto del evangelio. En él aparece manifiesto un misterio insondable, esencial para la fe, que debemos saber desentrañar. En el pórtico de su vida pública es presentado no mediante una frase, sino mediante un suceso verdaderamente extraordinario. Una voz del cielo testifica que Jesús es el Hijo amado del Padre. Jesús, en el momento de su encarnación, se hizo solidario de los hombres. Ahora se hunde voluntariamente en el agua que arrastra la suciedad del mundo, los pecados de los hombres, y los destruye. En ese momento Jesús ora y el cielo se abre, desciende el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y se oye una voz del cielo diciendo: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. Jesús aparece radiante, lleno del Espíritu de Dios. El mismo suceso ocurrirá de nuevo, aunque de otra manera, en la cruz. Se sumirá en la muerte, entre pecadores, será sepultado y resucitará lleno de vida gloriosa. Bautismo de Jesús y Pascua expresan el mismo misterio. Son molde y modelo del bautismo cristiano por el que cuantos hemos decidido seguirle en nuestras vidas entramos en comunión con él, con su muerte y resurrección. “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego”, dijo el Bautista. El Espíritu regenera y vivifica y el fuego destruye lo viejo para hacer nacer lo nuevo.
En el bautismo de Jesús tuvo origen nuestro bautismo. En él hay que saber distinguir los signos visibles y su símbolo espiritual. El signo es “algo” que se ve y que pasa. Es el derramamiento del agua. El símbolo, en cambio, es de una naturaleza superior. Es “alguien hablando a alguien”. Es un gesto inteligente y significante que perdura y permanece en sus consecuencias y resultados. Lo significado en la inmersión y emersión del agua es la eliminación de la suciedad y la novedad de la limpieza, la tumba y la resurrección, la muerte y la vida. El bautismo cristiano renueva en nosotros el gesto de Jesús y su contenido. Actualiza hoy en nosotros lo que ayer sucedió en él. Él pasó de la muerte a la vida. Y nosotros también.
El judaísmo conocía un bautismo de prosélitos. Los esenios impusieron este ritual a los mismos judíos como señal de renuncia al pasado y como ingreso en el nuevo reino de Dios que ellos esperaban. Ello conllevaba la conversión radical de vida en la esperanza de ese reino que creían inminente. Es Jesús en persona quien aporta la realidad plena de este reino. La manifestación trinitaria que acompaña su bautizo presagia la honda trasformación que genera este rito que nos capacita para correalizar la vida de la Trinidad. Lo hace asociándonos a la misma persona de Jesús como Hijo de Dios. Este bautismo es fruto y prolongación de su misma pasión, muerte y resurrección. Es aniquilación del mal y es, además, nacimiento vivificante. San Pablo lo explica admirablemente como inmersión o enterramiento en la muerte de Cristo que nos permite insertarnos en la vida gloriosa de la resurrección. Por el bautismo somos injertados en Cristo, en su misma cruz. “Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo”, dirá Pablo en su carta a los Gálatas (3,27). En Juan predomina también este aspecto de la vida nueva hasta el punto de que el bautismo se presentará como “nacimiento de lo alto” (Jn 3,3-7). El pueblo judío tenía un vivo sentido del significado regenerador del agua, de las aguas vivas, como fuente de vida, como símbolo por excelencia de la presencia divina en medio de su pueblo. Y conocía también el simbolismo de destrucción y aniquilación de las aguas del diluvio, o de las olas encrespadas del mar, donde domina el Leviatán, imagen de la potencia demoniaca, que por el pecado reabsorbe todo en la muerte.
La celebración tradicional que expresa plenamente todo este significado del bautismo es la vigilia pascual. El bautismo ha sido administrado durante siglos en el centro de la pascua que es, por excelencia, la celebración de la victoria del Salvador sobre el pecado y la muerte. En el bautismo la Iglesia recibe a los nuevos creyentes en la comunidad de fe y los integra en el cuerpo místico de Cristo al acogerlos en la mesa eucarística. El bautismo, coronado por la Confirmación, los configura con Cristo, con su muerte y resurrección y los une a la acción de gracias de Cristo, anticipo de la vida eterna.
Cristo, al subir al cielo, retiró su visibilidad corporal de nuestra vista para hacerse visible y cercano en el lenguaje simbolizador de los sacramentos del bautismo, confirmación, eucaristía. El lenguaje simbólico ha existido siempre para expresar lo más hondo de la persona. Las palabras enmudecen cuando queremos expresar aquello que tenemos más adentro y que nos transciende. Lo que simbolizamos es mucho más real que la realidad meramente material de los signos. Es el lenguaje de la Revelación y de la liturgia, y es también el lenguaje de los enamorados. Hasta los más sencillos utilizan el lenguaje de los símbolos cuando quieren expresar sus sentimientos profundos: el beso, el abrazo. Pero persiste en la catequesis y en la liturgia un cierto lenguaje de origen más filosófico que popular, que intenta explicar la maravillosa cercanía e inmediatez de Dios en los sacramentos con conceptos tomados de la causalidad, mediante expresiones productivistas, que recuerdan el interés más que la gratuidad, diciendo por ejemplo que los sacramentos “producen” o “causan” efectos, la gracia. Esta “producción” de productos o de efectos aleja nuestras vidas del Dios personal. Comporta una borrosa imagen de Dios. Y es que la gracia, fuera de la persona no existe. La gracia es siempre relación personal. La gracia evangélica es que le hemos caído en gracia, estar enamorados. Lo gracioso es la persona en cuanto tal. Fuera de la persona la gracia ni existe ni puede existir. Como tampoco existe la listeza o la tontez fuera del sujeto. La Revelación habla siempre de la gracia en términos personalistas: Dios es Padre amantísimo, Esposo enamorado, Amigo entrañable. El lenguaje que empleamos afecta al concepto que tenemos de Dios. O lo enriquece o lo empobrece. No es lo mismo tratar con un comerciante que con un enamorado. No es lo mismo situarse en una tienda que en el tálamo nupcial. Fuera del amor de Dios manifestado en Cristo los sacramentos no existen. No han sido instituidos para saber, sino para vivir. ¡Qué necesidad de formación tiene el pueblo de Dios! Quien no piensa así tiene hipertrofiada la imagen de los sacramentos. Y también la de Dios. Hablando solo o principalmente de causas y efectos ¿de qué Dios estamos hablando? Repitamos: Dios es Padre. Es Esposo. Es amigo. Y esta es nuestra dicha. Hay que restituir la alegría a la fe de los creyentes. Una fe que no suscita alegría no es la fe cristiana. Este es el gran deseo del Señor: “¡que mi gozo esté en vosotros colmado!”.
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