Lecturas
Daniel 7, 13-14 – Salmo 92 – Apocalipsis 1, 5-8
Juan 18, 33b-37
Comentario
TÚ LO DICES, YO SOY REY
2018, 25 de noviembre
Hoy es el último domingo del año litúrgico y la Iglesia lo celebra insertando en él la solemnidad de Jesucristo Rey del universo. Esta fiesta fue instituida por el Papa Pío XI el 11 de marzo de 1925 mediante la encíclica Quas primas y desde ese instante se celebró cada año el último domingo de octubre, antes de Todos los Santos. La Iglesia experimentaba entonces un tenso proceso de secularización y el Papa quiso reafirmar la soberanía de Cristo en instituciones, pueblos y naciones. Se pretendió que todos los estados, que pasaban por una situación marcadamente anticlerical, reconocieran públicamente a Cristo como Rey de reyes y le consagrasen todos los pueblos y naciones. La Iglesia trató de que ciertos partidos y sindicatos de inspiración cristiana, resaltando la realeza de Cristo Rey, defendieran la autoridad del Papa.
El concilio Vaticano II imprimió un nuevo sentido a esta fiesta en el contexto del nuevo clima que favorecía la presencia testimonial de la Iglesia en el mundo. Para ello la enmarcó en una nueva ambientación litúrgica. Los textos elegidos acentúan la realeza de Jesús y el servicio de la Iglesia a la sociedad. Esta realeza de Cristo en la Iglesia aparece nimbada no de poder y esplendor, sino de justicia, de servicio y de caridad. Se cambió también el día en el calendario y pasó a celebrarse el último domingo del año litúrgico, como culminación y conclusión del misterio pascual de Jesucristo. Lo que ahora quería resaltar es que Cristo es Rey si el año litúrgico ha cumplido su objetivo: la formación de Cristo en la comunidad por la organización evangélica del corazón y de los sentimientos de los cristianos que en las reuniones dominicales celebran su fe.
Si intentamos situarnos en el verdadero núcleo de la nueva fiesta, debemos encontrarlo necesariamente en el amor: el amor que Cristo nos tiene y el amor que él quiere que le profesemos. Es un amor divino por su origen y también por su naturaleza, porque procede de Dios. Pablo lo describe admirablemente en su carta a los colosenses al decir que el Padre “nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados” (Col 1,13). El reinado de Cristo no se expresa con leyes, con vínculos legales y morales de mera consistencia humana y jurídica, sino en el amor que se sigue de la filiación divina vivida. El nuevo Reino de Dios es, en el fondo, un gran amor filial y fraterno imponiéndose del todo en los hombres. Pablo escribe: “revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3,14). En su fondo último el reinado de Cristo consiste en una poderosa atracción divina que tiene como motor y naturaleza el mismo Espíritu de Jesús. Jesús dijo: “Nadie puede venir a mí si no es atraído por el Padre” (Jn 6,44). Se entra y se permanece en el Reino nuevo dejándonos atraer por el Padre. Esa atracción es la misma que estuvo presente en la cruz cuando “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). La cruz es todo el amor del Padre al mundo. El amor del Padre a los hombres es el Hijo muriendo libremente por nosotros. Lo que para muchos es escándalo y locura, para los elegidos es poder y sabiduría de Dios. Jesús vivió el trance de la cruz no como resignación a las fuerzas del mal, sino como “amor extremo”. “Nadie me quita la vida, yo por mí mismo la doy” (Jn 10,18). Los sufrimientos y la muerte fueron expresión y medida del amor. Jesús mismo comentó: “Cuando yo sea elevado, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). La carta a los Hebreos afirma que “soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia” (Hbr 12,2). El gesto de la cruz solo en el Espíritu puede ser entendido. Comprenderlo requiere ser previamente iluminado. Le aconteció a Pedro a quien Jesús dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17). La elevación de la cruz es la visibilización del máximo amor de la historia, el de Cristo. A pesar de la frialdad e indiferencia imperantes hoy ¿quién duda de que la cruz de Cristo es el máximo polo de atracción que jamás ha existido en el mundo?
La realidad del Reino de Dios en nosotros requiere remodelar evangélicamente nuestras relaciones con Dios, como Padre, y nuestras relaciones humanas viendo en cada hombre, en todos los hombres, a un hermano. Las dos cosas van profundamente unidas. Efectivamente, la vida cristiana no es solo esfuerzo humano. No es primordialmente lo que el hombre hace, sino lo que Dios hace en el hombre. Es comunión de vida con el Padre y con el Hijo. Juan relaciona la caridad, el amor de Dios, con el nuevo nacimiento. Para él amar significa haber nacido de Dios. Por la caridad Dios ama como Padre y nosotros amamos como hijos y hermanos. “Todo el que ama al que le engendró, ama al engendrado de él” (1 Jn 5,1). Juan no concibe el amor de Dios sin el amor al hombre. El fundamento de nuestro amor a los hombres es el mismo amor que Dios nos tiene y el amor que nosotros tenemos a Dios. Cristianos son los que aman. Es un asunto de nacimiento. Nacer es amar y amar es vivir la fe. La novedad del amor fraterno no es solo su intensidad, o amarnos sin medida, sino su origen y naturaleza: cuando nosotros amamos es Dios mismo quien ama en nosotros porque el amor es de él. Todo amor nace en él y le pertenece. El amor fraterno es la señal inequívoca de que estamos en Cristo. Cristiano es el que ama. Jesús se identifica con el que ama y se identifica también con todos aquellos que amamos, sobre todo, los pobres y los que sufren. Creer es amar. La catequesis, en su fondo, es, y debería ser, la iniciación en el amor fraterno. Es útil la instrucción en las verdades de la fe. Los catecismos han sido elaborados muchas veces en función de las verdades negadas, las herejías. Es necesario conocer la verdad de la fe cristiana. Pero el amor es la verdad fundamental de la fe que condiciona todo. Somos iniciados en el conocimiento, pero no somos iniciados para amar. Y ello es necesario.
La necesaria renovación de la vida cristiana pasa necesariamente por la integración efectiva en una comunidad de fe que practica dinámicamente la comunión eclesial. No es suficiente la visión que suele tener una mayoría que centra su fe en la asistencia a unas celebraciones en iglesias o parroquias concebidas como centros de culto. Esas mismas celebraciones expresan la suma comunión. Lo verdaderamente distintivo de la fe evangélica es un amor fraterno efectivo y testimonial. Esto requiere cambiar de mentalidad sabiendo y queriendo pasar de una Iglesia clerical a una Iglesia pueblo de Dios; de una Iglesia de prácticas y observancias, a una Iglesia de amantes y responsables; de una Iglesia de ritos y devociones a una Iglesia en torno a la escucha de la palabra de Dios; de una Iglesia centrada en sí misma, a una Iglesia en salida de sí y misionera; de una Iglesia proveedora de servicios religiosos y encerrada en los templos a una Iglesia presente en la calle, en la política y el trabajo, en el progreso y bien común de todos, en especial de los más pobres. Cristo es rey si todos somos y nos sentimos hermanos.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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