Lecturas
Deuteronomio 6, 2-6 – Salmo 17 – Hebreos 7, 23-28
Marcos 12, 28b-34
Comentario
AMARÁS AL SEÑOR, TU DIOS
AMARÁS A TU PRÓJIMO
2018. 31º Domingo Ordinario
Hemos escuchado en el evangelio el credo judío. Afirma que el Señor es nuestro Dios y que es el único Dios. E invita a amarlo con todo el corazón. Para entender el texto debemos estudiarlo en su contexto. Son las duras controversias de fariseos, herodianos y saduceos los guías de Israel, con Jesús. Discuten sobre la autoridad de Jesús, la licitud del tributo al César, la resurrección de los muertos, etc. La actitud negativa de los adversarios se quiebra ante la pregunta de un escriba que se desmarca de los otros y reconoce la ortodoxia de Jesús. ¿De dónde brota la pregunta? La Sinagoga había elaborado 613 mandamientos, una gran cantidad de leyes que impedía discernir qué era lo importante. Esta lista solo estaba al alcance de los expertos. El pueblo estaba casi siempre fuera de la ley. Este tipo de ley deformaba la imagen del Dios de la Alianza y tenía poco en cuenta la libertad humana. Por eso Jesús sintetiza todos los mandamientos en un doble mandamiento y subraya que el amor a Dios y al prójimo es el compendio de todos. Jesús une los dos y les otorga idéntica importancia. Desautoriza, con ello, el ritualismo y el legalismo, los dos pecados que dominaban las relaciones de unos con otros. A Jesús le preguntan por un mandamiento y él responde uniendo dos, y dándoles idéntica importancia. Esto constituye una peculiaridad sorprendente y única. No es posible amar a Dios no amando al prójimo. Los dos mandamientos forman uno. Y esto no por decisión moral, sino por la naturaleza misma de las cosas. Dios está en el prójimo y el prójimo en Dios. Son inseparables.
En los evangelios sinópticos el fundamento del amor fraterno no es una ley exterior al hombre. Dios es Padre de todos y al engendrarnos como hijos traslada a todos el mismo amor que él tiene a los hombres, de tal modo que cuando nosotros amamos, Dios mismo ama en nosotros. En Dios, amar es su mismo ser, y nosotros, cuando amamos, nos hacemos hijos del Padre porque él es amor. El “ser perfectos” de Mateo (5,48) equivale al “ser misericordiosos” de Lucas (6,36). Amando así se cumple toda la ley y se alcanza la verdadera perfección (Mt 5,48). No es extraño que Jesús diga: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).
Pablo nos entrega una concepción grandiosa del amor fraterno. Su conversión camino de Damasco está en la clave de su pensamiento. Al decirle Jesús ¿por qué me persigues?, entendió la verdad central de su visión de la fe: el hecho de que todos formamos el cuerpo místico de Cristo. El amor fraterno en Pablo es la consecuencia de nuestra incorporación a Cristo y de la presencia del Espíritu en nosotros. El Bautismo nos reviste a todos de Cristo. La eucaristía no solo hace el cuerpo de Cristo, sino que nos hace a nosotros cuerpo de Cristo hasta el punto de que “formamos un mismo cuerpo los que nos alimentamos de un mismo pan”. Ante esta verdad hermosa no es de extrañar que Pablo, en la parte final exhortativa de todas sus cartas, haga recomendaciones bellísimas, apremiantes. Por ejemplo, a los Colosenses (3,8-15): “Mas ahora desechad también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad, maledicencia y palabras groseras, lejos de vuestra boca. No os mintáis unos a otros. Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen del Creador, donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo en todos. Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros: Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo cuerpo. Y sed agradecidos”.
San Juan representa el vértice de la revelación del amor de Dios y del amor fraterno. Sabíamos que Dios ama “hasta el extremo”. Ahora Juan nos dice que Dios es amor. El amor es el ser mismo de Dios. Es su entraña, su identidad, su nombre. Es imposible que Dios no ame. Dios no solo tiene manifestaciones de amor. El acto de amar constituye toda su vida. El amor es la misma naturaleza de Dios. Amar al otro es señal inequívoca de que hemos nacido de Dios. El amor que Dios nos tiene no es algo exterior a nosotros. Humanamente alguien nos ama y puede no pasar nada. El amor de Dios nos recrea y nos engendra. Porque nos ama en el mismo amor con el que ama a su Hijo. Este amor se da del todo, transforma y engendra. De forma que se puede afirmar que “el que ama, ha nacido de Dios”. Nuestra existencia misma es el amor que Dios nos tiene. La calidad del amor que Dios nos tiene es la que le corresponde como Padre. Para Juan, todo el que ha nacido de Dios, ama con el mismo amor de Dios. Si el Padre es amor, y si la generación transmite la misma naturaleza del progenitor, lógicamente los hijos de Dios serán personas que aman. El que engendra y el engendrado tienen la misma naturaleza. Para Juan, cristianos son los que aman. Y esto es un asunto de nacimiento. Nacer es amar. Amar es vivir y vivir es amar. La novedad del amor en Juan no es solo la intensidad del amor, sino su origen y naturaleza; el amor del cristiano es el mismo amor con el que Dios ama. Es de Dios y sigue siendo de Dios cuando somos nosotros los que amamos. El amor sincero es la prueba inequívoca de que estamos en Cristo. Este amor no es mérito o esfuerzo humano, sino gracia de Dios: “El amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (R 5,5).
Cristo nos dejó como testamento su eucaristía. Y la eucaristía es la misma muerte de amor en la cruz que ahora se hace actual y contemporánea para que podamos hacerla nuestra, participar en verdad de ella. Muchos cumplen la ceremonia, pero no su contenido. Viven la realidad ritual, pero no la existencial. La verdadera eucaristía es dar la vida, servir al otro, de hecho y con los hechos. Comer, entrar en comunión, significa que él vive en nosotros, que nosotros somos él. El amor fraterno poderoso, fuerte, sincero y total se debe a que es gracia de Dios, a que nos lo regala él, a ser la consecuencia de su presencia viva en nosotros. Nada quiere tanto Dios como amarnos y que creamos en su amor. Esto pide una comunicación persistente en la oración, darnos y recibirnos en él. Orar es comulgar con él, ser él, dejarnos trasformar por su palabra leída, acogida y vivida. Si los cristianos creyésemos estas realidades de fe, cada día, en cada lugar donde hay comunidades cristianas, habría abundancia del amor de Dios. El Cuerpo Místico de Cristo que somos todos haría posible la prolongación de la encarnación de Jesús en cada lugar, ante cada hombre, en las situaciones de dificultad y sufrimiento. El mundo lucha, yerra y sufre porque los cristianos no amamos lo suficiente. El evangelio de hoy es un fuego que podría incendiar la humanidad en el amor fraterno y solidario. El Señor no dé su luz para entender y nos dé también su mismo amor para extenderlo ante los hombres.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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