Lecturas
Proverbios 9, 1-6 – Salmo 33 – Efesios 5, 15-20
Juan 6, 51-58
Comentario
MI CARNE ES VERDADERA COMIDA
Y MI SANGRE ES VERDADERA BEBIDA
2018 20º Domingo Ordinario
Hoy acaba el largo discurso de Jesús sobre el pan de vida en la sinagoga de Cafarnaúm que hemos leído los últimos domingos. Las afirmaciones de Jesús son terminantes: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo: el que coma de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Y añade: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. Los oyentes conocían la imagen de un banquete que la Sabiduría de Dios prepara a todos: “Venid a comer de mi pan, a beber el vino que he mezclado… seguid el camino de la inteligencia” (Prov 9,5-6). Jesús utiliza la imagen de “comer juntos” para hablar del Reino de Dios. Y afirma categóricamente: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mc 4,4). Pero Jesús avanza más allá en la línea de la metáfora. Primero, Jesús hace protagonista al Padre que entrega a su Hijo a los hombres como pan de vida. Después es Jesús mismo, el Hijo encarnado, el que se entrega como alimento de vida. El realismo sacramental está determinado por el vocabulario escogido. Se repiten con insistencia los verbos comer-masticar (nueve veces), y los sustantivos “carne” (seis veces) y “sangre” (tres veces). No se trata de una mera identificación simbólica de Jesús como pan de vida”, sino de una auténtica identificación existencial: él en persona es verdadera comida y verdadera bebida. Su carne y su sangre son alimento de vida eterna. El sustantivo “carne” ya está presente en el prólogo del evangelio de Juan: “el Verbo se hizo carne”. Significa asumir como propia la dinámica de la encarnación, alcanzar una identificación existencial, no solo simbólica, con la experiencia histórica de Jesús, revelador del Padre. La eucaristía supone entrar en comunión con él, con su experiencia, con sus obras y palabras, con todo su recorrido vital. La “sangre”, en la cultura bíblica, hace referencia a la vida entera de la persona. Derramar su sangre es entregar su propia vida. “Beber su sangre” es apropiarse de su destino, entrar en comunión con su vida entregada, hacer suyo el camino del Hijo que entrega la vida, identificarse con la cruz y llevar el amor hasta el extremo. Fruto de esta comunión existencial es la unión permanente y definitiva del Hijo y el hombre. Lo expresa con la fórmula de inmanencia mutua: “Permanecerá en mí y yo en él”.
La primera comunidad cristiana no poseía ni templos ni sagrarios. La presencia de Cristo en ella y en cada uno de los creyentes era tenida como muy intensa. “Vosotros sois el cuerpo de Cristo” (1 Cor 12,27). “El cáliz de bendición que bebemos ¿no nos une a todos con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no nos une a todos con el cuerpo de Cristo? (1 Cor. 10,16). “Llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús” (2 Cor 4,10). “Habéis resucitado con Cristo” (Col 3,1). La conciencia de la Iglesia apostólica y de los Padres era tan clara que Gregorio Nacianceno exclama: “en el amor de Dios llegaré incluso a ser Dios”.
Los contemporáneos de Jesús hablaban con él en la calle. Se encontraban con él, cara a cara, a lo vivo. Pero Jesús habló de una unión mucho más profunda: “Dichosos los que sin ver creen” (Jn 20,29). Los discípulos de Emaús sintieron arder su corazón cuando Jesús les explicó la Escritura. Desde entonces la Iglesia no ha cesado nunca de proclamar las Escrituras como presencia viva de Jesús. Leía no como simple crónica del pasado. Ni tampoco como recuerdos de un difunto. Los mismos Escritos ya fueron reelaborados en función de una permanente relectura en los siglos venideros. Esta relectura ha sido siempre considerada por la fe de la Iglesia como parte constitutiva del texto sagrado. Los hechos que relatan los textos, referentes a la vida de Jesús, al ser proclamados de nuevo, dejan de ser mera crónica del pasado y están promovidos a modelos y arquetipos de la identidad de la Iglesia del futuro y de cada creyente. Y de este modo una primitiva historia original se convierte en nueva historia espiritual, pues lo que sucedió ayer en Palestina, sucede hoy espiritualmente cuando los hechos son proclamados de nuevo, cuando los oyentes oyen, acogen, creen y se ponen en actitud de comunión. De esta forma, comulgando el texto, el cuerpo eucarístico y el cuerpo de las Escrituras forman el cuerpo Místico, la comunidad. La relectura hoy forma parte de las Escrituras y la recepción forma parte de la Revelación. El texto proclamado sigue haciendo historia espiritual en nosotros. Es el mismo Cristo que sigue hablando y actuando y poniéndonos en efectiva comunión con él. La Escritura es Cristo en forma de palabra. La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras igual que el Cuerpo del Señor. Ha hablado siempre de la mesa de la palabra y de la mesa del pan. Palabra y sacramento actúan en unidad. La consagración del pan y de la comunidad acontece en la forma que las Escrituras proclaman. El sacramento hace lo que la Escritura proclama. Y la palabra revela lo que el sacramento oculta. Quien quiera comer el pan ha de hacerlo creyendo a la palabra del evangelio. Comemos creyendo, introduciendo la palabra en el corazón. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Su palabra es siempre viva. Es así como la palabra de Cristo y sus hechos del evangelio pasan al corazón y hacen de nosotros su propio cuerpo místico. Para ello no podemos detenernos en el sentido literal y pasado de los textos. Cuando estos son hoy proclamados, adquieren plena actualidad. Cristo mismo nos habla hoy a nosotros en nuestra situación concreta.
Cristo, a través del sacramento y de la palabra, está con nosotros y en nosotros. Debemos vivirlo en una fe grande superando el vacío interior, la rutina y la frialdad como forma de vida. Nada quiere tanto Dios como que creamos en su amor, en su impresionante cercanía. “Mis delicias son estar con los hijos de los hombres”, dicen los Proverbios 8,31. “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único” dice Jesús (Jn 8,29). Dios es la verdad humana y divina más grande del corazón humano. Los encuentros de Jesús en el evangelio con Nicodemo, la Samaritana, Leví, etc. son maravillosos y reflejan su inmensa cercanía. La alegría es siempre la característica fundamental del encuentro con Jesús. Juan salta de gozo en el seno de Isabel ante la presencia de Jesús, todavía en el seno de su madre. María responde al anuncio del ángel: “Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”. Los ángeles anuncian a los pastores: “Os anuncio un gran gozo”. Jesús reza al Padre: “Quiero que mi alegría esté colmada en ellos”. El sentido profundo de la existencia es escuchar al fin: “Entra en el gozo de tu Señor”. Lo más dichoso que ha podido ocurrir en nuestra vida es que Dios nos ame, que Cristo haya muerto de amor por nosotros en la cruz. Las bienaventuranzas son la riqueza del alma de Cristo pasando a nuestras vidas y corazones. Con Cristo la tristeza se convierte en gozo. Comamos el pan de la eucaristía con mucha fe. Y Cristo será nuestra vida.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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