El Espíritu Santo realiza el acercamiento progresivo, total, del hombre hacia Dios. El gran enemigo para lograrlo es el egoísmo. Hasta cierto punto, el hombre es capaz de superar su propio egoísmo. Pero no del todo. Esto es obra de Dios. Él lo hace mediante las clásicamente llamadas «purificaciones pasivas». Así como el fuego penetra en el fondo del madero y le hace «llorar la humedad», como dice San Juan de la Cruz, y le cambia transfiriéndole las propiedades del fuego: arde, brilla, y le calienta, quema, así también, Dios abrasa los impulsos egoístas del hombre transfiriéndole las cualidades de Dios. Esta obra es gracia. El hombre la acoge, la recibe.
Esta obra de combustión del egoísmo es el resultado de los dones del Espíritu Santo. El lugar de la presencia propio del Espíritu Santo es la intimidad del hombre. Allí se manifiesta como fuerza, como poder que viene de lo alto, iluminando, impulsando. El que busca sinceramente a Dios, experimenta situaciones que transcienden todo cuanto el hombre hace o puede hacer por su cuenta. Se trata de algo que se realiza en el creyente, pero no por el creyente. Es como un desbordamiento del Espíritu sobre la psicología profunda del hombre, adueñándose de él. Es Dios mismo actuando sobre la pura receptividad del hombre con una modalidad verdaderamente divina, no humana. El creyente experimenta una docilidad especial, una sintonía absoluta, en la inteligencia y en el corazón, que le hacen superar de forma absoluta los obstáculos externos ambientales y los psicológicos internos. Vive una situación de fidelidad límite, de disponibilidad gozosa, de receptividad plena. El cristiano se experimenta a sí mismo como una permanencia abierta, en connaturalidad absoluta con Dios. Escucha, entiende, obedece, ama. Los dones del Espíritu Santo, en el fondo, no son sino la riqueza humana del alma de Cristo, de su espíritu filial. Él es receptividad infinita del Padre, su Palabra. El creyente se identifica con Cristo, se deja sustituir porÉl. Es una cosa conÉl. En esta situación, el creyente se realiza como totalidad ante Dios. Vive del todo. Llega a la plenitud del Ser. Alcanza la madurez plena.
Extraído del folleto «La oración evangélica. Saber orar la vida», de Francisco Martínez (Centro Berit, 1996).
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