Lecturas

Deuteronomio 4, 32-34. 39-40  –  Salmo 32  –

Romanos 8, 14-17  –  Mateo 28, 16-20

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»

Comentario

SANTÍSIMA TRINIDAD, 2018

 

La fiesta de Pentecostés, en el domingo pasado, clausuraba el ciclo pascual del año litúrgico. Hemos conmemorado los misterios de la redención no solo recordándolos, sino actualizándolos y reviviéndolos en nosotros como fiestas que contienen ahora espiritualmente la realidad misma que conmemoran. Lo que ayer fue historia en Jesús, hoy es en nosotros misterio, es decir, realidad de gracia, de renovación y de trasformación. Hoy la Iglesia celebra la fiesta de la Santísima Trinidad. La Iglesia de los primeros siglos no celebró esta fiesta porque la Trinidad constituye la trama y trasfondo de toda la vida cristiana, sobre todo en la liturgia. En la vida cristiana todo viene del Padre por medio del Hijo en el Espíritu y todo retorna al Padre por Cristo en la unidad del Espíritu. Por ello, hasta el año 800 no se compuso una misa expresa de la Trinidad. Vencidas muchas resistencias, su celebración mediante un formulario expreso, comienza en el  monasterio de Cluny hacia el 1030 y en el Cister hacia 1271. Juan  XXII extendió esta fiesta en la Iglesia en 1334 mandando celebrarla en el primer domingo después de Pentecostés.

La doctrina sobre el misterio de la Santísima Trinidad entra en lo distintivo y determinante de la vida cristiana. Presupone un largo proceso que refleja los supuestos bajo los cuales se habla del Hijo y del Espíritu Santo como de Dios mismo. Esta implicación de Cristo y del Espíritu en la doctrina de Dios representa un inmenso esfuerzo clarificador de siglos realizado para no incurrir en interpretaciones politeístas paganas ni en fórmulas que definen las diversas personas como modalidades o subordinaciones indebidas. En el Antiguo Testamento encontramos ya una base sugerente cuando se habla sobre la Palabra, la Sabiduría y el Espíritu de Dios. La Iglesia, ya desde el primer momento, habla de la unión del Padre, del Hijo y del Espíritu en la práctica litúrgica y sacramental, en la doxología y en la oración, describiéndolos en profunda relación. Partiendo de los datos del Nuevo Testamento, sobre todo de las mismísimas palabras de Cristo, surge la necesidad de poner en relieve una fórmula que subraye la pertenencia por igual a Dios del Hijo y del Espíritu. La fórmula bautismal tripartita en Mateo 28,19 del Bautismo expresa de forma explícita la fe trinitaria y constituye la suma y compendio de la catequesis de iniciación. Resume toda la doctrina sobre la unidad y distinción operativa del Padre, del Hijo y de Espíritu cuando se hacen presentes en la historia de la salvación, cada uno con su peculiaridad personal. Y todo ello afirmando la unidad radical en Dios. Pablo expresa en sus cartas fórmulas tripartitas de cuño litúrgico, y hace expresa referencia a la presencia operativa del Padre, del Hijo y del Espíritu en la comunidad y en el cristiano. La doctrina de los primeros concilios de la Iglesia, precisando los conceptos de consustancialidad y de persona, describe definitivamente el ser de Dios concebido como realidad relacional personal. Agustín resumirá de modo fascinante el misterio trinitario escribiendo: “He ahí que son tres: el que ama, el amado y el amor”.

La Trinidad de Personas en profunda unidad de naturaleza es el gran misterio de la fe cristiana. Su absoluta incomprensibilidad habla de la grandeza de nuestra vocación, al estar nosotros convocados a “participar de la divina naturaleza”. Los textos de la Revelación hablan de una Trinidad abierta que abraza al hombre y lo transforma en sí misma para correalizar su misma vida. La comunicación trinitaria afecta a la salvación del hombre y define la vocación y el destino cristiano.

Quien es Padre dentro de Dios abraza al hombre en su propia paternidad divina y lo implica en ella. Jesús revela a Dios como Padre “nuestro” porque lo es. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre que nos llamemos hijos de Dios porque lo somos” (1 Jn 3,1). El Padre nos incorpora a su Hijo para poder vernos en él, para tener que amarnos en él, para no poder dejar de amarnos como no puede dejar de amar a su propio Hijo.

Quien es Hijo nos abraza en su misma y personal filiación divina, para que lleguemos con él y en él a ser hijos de Dios. Dios en nosotros ve a su Hijo, ama a su propio Hijo y a nosotros en él. “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba!, Padre. De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gál 4,6-7).

Quien es Espíritu se une a nuestro espíritu en una misma realidad. “El Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8,14).

La vida cristiana es la vida de la Trinidad como es en sí, dada y comunicada. El Padre es principio sin principio, el Ser que es y da el ser, es hogar universal, casa propia, mansión luminosa, origen, generación, meta, convergencia final, horizonte infinito, sentido de la vida, identidad trascendente. El Hijo es Palabra, Conocimiento, relación y comunicación, noticia exultante, verdad, expresividad gozosa, lealtad y sinceridad. El Espíritu es amor, bondad, paz, abrazo, comunión, alegría gozo, capacidad de asombrarnos y de asombrar. Y todo lo que Dios es para sí, lo es también para nosotros. El dato más impresionante de la revelación de Jesús es que Dios Padre, Hijo y Espíritu están en nosotros, dentro de nosotros, y quieren permanecer unidos a nosotros. Están ejerciendo una acción directa e inmediata en la intimidad de cada creyente iluminando, moviendo.

De todo ello se deduce que lo que Dios es en sí y para sí quiere serlo también con nosotros y para nosotros. Dios en sí mismo, o las procedencias de unas personas de otras; o viniendo a nosotros por medio de las divinas misiones; o estando y permaneciendo ahora dentro de nosotros, o la divina inhabitación dentro de nosotros, es la estructura esencial de la vida cristiana, temporal y eterna.

Deberíamos conocer más a fondo y participar más la vida trinitaria y reflejarla en nuestro comportamiento de cristianos en la vida familiar, eclesial y social. Cooperando con el  Padre como principio y manantial de iniciativas dichosas, de comunicación entrañable, de acogida afectuosa, de convivencia y de convergencia total. Siendo con el Hijo comunicadores de la verdad, de conocimiento luminoso, de difusión de noticias gratificantes, de información y formación dichosa, de liberación del mal y de la tristeza. Siendo con el Espíritu agentes de paz, de concordia, de amor, siendo, para todos, abrazo y caricia. Solo Dios es Ser, Verdad y Hermosura, y Amor y Bondad infinitas. Que él venga y nos haga a todos divinamente dichosos y humanos.

                                                                       Francisco Martínez

www.centroberit.com

E-mail: berit@centroberit.com

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