Lecturas
Hechos de los apóstoles 1:1-11 – Salmo 47:2-3, 6-9 – Efesios 1:17-23 – Marcos 16:15-20
ASCENSIÓN DE JESÚS A LOS CIELOS, 2018
La ascensión de Jesús a los cielos clausura su misión en la tierra y, ya en la gloria, inaugura su misteriosa mediación por nosotros. De acuerdo con la terminología empleada por los autores sagrados, Jesús “descendió” hasta nosotros en su encarnación y ahora “asciende” a los cielos exaltado por Dios, como Primogénito de la nueva humanidad y cabeza permanente de la Iglesia. En los orígenes los acontecimientos finales de la vida de Jesús cambiaron la mentalidad de los discípulos que, a pesar de haber sido instruidos por él durante su convivencia temporal con ellos, no comprendieron el nuevo modo de presencia de Jesús entre ellos después de su resurrección. Lo mismo acontece hoy: el pueblo cristiano no se halla centrado ante su permanente y misteriosa función mediadora entre nosotros. Seguimos con la acostumbrada imagen infantil de una ascensión espacial de Jesús hacia las alturas siderales perdiéndose entre las nubes y viviendo oculto en los cielos.
Es preciso saber que ninguno de los autores sagrados pretendió hacer una crónica histórica del suceso. Lejos de ofrecernos un reportaje, todos ellos nos transmiten un mensaje. Convergiendo en el testimonio de que Jesús vive, difieren, sin embargo, notablemente en los detalles del relato de su ascensión a los cielos. Mateo silencia el hecho. Marcos se limita a mencionarlo. Juan lo sitúa en el mismo día de la pascua. Lucas, en su evangelio, lo enmarca en el mismo día de la pascua, mientras que en el libro de los Hechos lo sitúa cuarenta días después de su resurrección. Todos coinciden en su significado profundo. Jesús, culminada su obra, se va a los cielos y comienza su misteriosa mediación universal por medio del envío del Espíritu Santo, presente en toda actividad eclesial. “Me voy”, dijo, pero “permaneceré con vosotros”. Ahora, de su cuerpo glorioso en los cielos fluye una corriente de vida resucitada que nos afecta a todos y nos transforma progresivamente en él. Ahora permanece en todos nosotros, pero de otra forma, oculta, vivificante y transformante.
Creer hoy en Jesús exige consentir en su ausencia física y natural, para entenderle y verle dentro de la comunidad de forma oculta, pero vivificadora. El cristianismo es siempre y para todos riguroso cristocentrismo. La exuberancia de la piedad popular y la complejidad de las devociones del santoral representan un inmenso follaje que ha ocultado, y sigue ocultando, en muchos la realidad central y estructural de la fe cristiana que, bien entendida, es lo más asombroso y maravilloso. Al pensar en Cristo, muchos clavan sus ojos en el ayer, no en el hoy. Ven la historia y desconsideran el misterio. Contemplan las afueras y no el adentro más maravilloso de la fe. Carecen de la raíz y causa que provoca la fascinación, asombro, admiración, tan connaturales a la fe. Sin ellos la fe no es fe, al menos fe cristiana. Sin embargo, ahí radica el proceso de nuestra transformación espiritual en Cristo. Es la persona y la vida de Cristo, ¡la misma!, pero ahora en nosotros. Es la comprensión profunda de que hoy Cristo hace contemporánea su vida y los misterios de su vida en nosotros y de que las fiestas del calendario cristiano no son solo recuerdos del ayer, sino que contienen la realidad que conmemoran. Ayer, como sucesos históricos, y hoy como realidad espiritual misteriosa. Son no solo fiestas para nosotros sino de nosotros, que nos van identificando progresivamente con él. Él ha querido no existir sin nosotros. Él es nuestra cabeza y vive y actúa en función permanente de cabeza en nosotros y para nosotros que somos su cuerpo. Del mismo modo que en nosotros cabeza y cuerpo forman un mismo hombre, así el Hijo de la Virgen y sus miembros constituimos también un solo hombre. El Cristo íntegro y total, como afirma Pablo categóricamente, lo forman la cabeza y el cuerpo. En efecto, todos los miembros juntos, unidos a la Cabeza, formamos el único Hijo del Hombre. En Cristo, Dios y el hombre, forman el único Hijo de Dios. Y en Cristo, él nosotros, Cabeza y Cuerpo, formamos un único Cristo, un único Hijo de Dios. Con él y en él somos hijos de Dios y Dios por participación. Es Jesús mismo quien habla permanentemente de una profunda unidad de vida misteriosa con él. Él vive en nosotros y nosotros vivimos en él. Pedro, refiriéndose a esta unión con él habla de nuestra “participación de la divina naturaleza” (2 Pd 1,4). Cristo nos hace, con él y en él, Dios por participación. Somos su humanidad complementaria en la que él vive prolongando continuamente su vida y su misterio. Jesús lo describe diciendo: “Padre, este es mi deseo: que sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti”. No hay cuerpo sin cabeza ni cabeza sin cuerpo. No hay Cristo total si no están unidos cabeza y cuerpo. Jesús, ya en los cielos, es nuestra esperanza cierta de estar eternamente con él. Dios jamás se separará de él como tampoco él se separará de nosotros. Muchas veces nos inquieta el interrogante de si nos salvaremos. La Ascensión de Cristo, nuestra cabeza, es garantía de que seremos una misma cosa con él, de que llegaremos a ser Dios con él y en él. Dice Pablo que él es para nosotros “Cabeza y Plenitud” (Ef 1,22-23). Añade que “Reinaremos con él” en los cielos” (2 Tm 2,12). Y también “Nos ha hecho sentar ya con él en los cielos” (Ef 2,6). Su inmanencia en nosotros es nuestra trascendencia. Con él y en él seremos todo lo que él es. Lo que él es por naturaleza, lo seremos por comunicación, y lo que él es en plenitud lo seremos nosotros por participación.
¿Nos parece excesivo decir que llegaremos a ser Dios con él? ¡Ya nos ha dado anticipadamente todas las cosas en él! Nos ha preferido a nosotros a él mismo, pues por nosotros murió. Siendo omnipotente, por nosotros se hizo impotente. Se nos dio del todo y de múltiples maneras en su encarnación, en la eucaristía, en la cruz, en Pentecostés. Ya nos ha anticipado el futuro y ahora “los dones de Dios son irrevocables” (Rm 11,29).
La ascensión de Cristo debería implicar la ascensión de nuestros sentimientos, de la alegría, de la emoción, de la libertad, del entusiasmo. Es necesario. Sin ellos no existimos. Estamos donde está nuestro amor. Dios es amor y nosotros ascendemos siempre que amamos. El hombre o vive y camina desde dentro o no camina. Nos hemos dejado fascinar por los halagos de este mundo. Nos ciegan y ofuscan los encantos del dinero y del poder. Las pasiones y emociones nos atan y encadenan. Y resulta difícil convencer al hombre actual de que solo Dios es la Verdad, la Bondad y Hermosura total y que sin él las mismas cosas que nos fascinan no existirían.
Ascendemos hacia Dios ayudando a ascender a los hombres a él. De nada sirven la mediocridad, la ausencia y pasividad, la insuficiencia y disminución. Nos jugamos la identidad en la fidelidad. El evangelio precisa de creyentes fuertes para presentar convincentemente la utopía cristiana como lo más fascinante y atractivo que jamás ha existido en la historia. Hemos perdido el sentido de lo eterno y los cristianos debemos transmitir la impresión de que cuando al hombre le falta el infinito es el mismo hombre quien perece.
Cuando Jesús subió a los cielos dos hombres vestidos de blanco preguntaron a los que le miraban “¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?”. Creer en Cristo, ser hoy cristianos no significa abandonar la tierra, ni interrumpir las tareas temporales de hombres, ni establecer paréntesis espirituales en nuestras tareas terrenales. Es comprometernos por la justicia, la promoción y el desarrollo, por una vida más justa y más humana. Es defender que el valor supremo de este mundo no es el dinero, sino la solidaridad y la fraternidad. Es inundar la vida, el trabajo, la convivencia de humanidad y de solidaridad entrañable. Cristo nos ayude a vivir como hermanos.
Francisco Martínez
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