Lecturas
Hechos de los Apostoles 5, 13-15. 17-19 – Salmo 4 –
1ª Juan 2, 1-5a – Lucas 24, 36-48
EL MESÍAS PADECERÁ Y RESUCITARÁ AL TERCER DÍA
2018, Domingo 3º de Pascua
Resucitado Jesús, Lucas describe los acontecimientos pascuales en un mismo lugar, Jerusalén, y en un mismo tiempo, el día de la resurrección. Los acontecimientos se suceden: la tumba aparece vacía, Jesús aparece a las mujeres, se pone de manifiesto la incredulidad de los discípulos, Jesús aparece a algunos, y al fin, se manifiesta “a los once y a todos los demás”, estando reunidos en una casa. El encuentro que relata el evangelio de hoy tiene como fin confirmar la identidad del Resucitado y en él Jesús da sus últimas instrucciones.
Lucas destaca un hecho muy importante cuando afirma que “entonces se les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”. En el viejo esquema mental de los discípulos no cabía un conocimiento claro de lo que estaba aconteciendo en la realidad. No podían entender, primero, que fuera la muerte, y una muerte tan violenta, la conclusión lógica de la vida de Jesús. Se les escapaba por completo que esta muerte pudiera tener una significación distinta de todo lo que estaban contemplando sus ojos. Jesús todo lo había hecho bien y, sin embargo, los responsables le matan. Esta actitud demostraba que muchos, también los mismos responsables de la época, estaban muy lejos de poder entender el valor liberador de la ejecución de Jesús. El verdadero marco real se escapaba a la comprensión de todos. En el mundo dominaba el mal y el Hijo de Dios se había encarnado para aniquilarlo e implantar el “reino de los cielos”. Y lo hizo en la experiencia dolorosa que cuesta obedecer, ser fiel. El mundo peca desobedeciendo y Jesús redime siendo fiel. En él, en su muerte, se activa toda la tensión del mundo y de la historia. A la lógica de todos los egoísmos del mundo, Jesús compromete la lógica de una fidelidad sacrificada. La realidad del pecado es sustituida por la de la cruz. Y es así como sobreviene la paz. Jesús lo afirma a la vez que echa en cara la ignorancia de los suyos: “Esto es lo que yo os decía cuando estaba con vosotros”. “Convenía que el Mesías padeciera”. “Tenía que cumplirse todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí”.
Jesús asegura que él tenía que morir y resucitar. Y este suceso no era el resultado de una pequeña historia, la de los responsables del pueblo, la de Pilatos, o la de un grupo alborotador. El pecado es el mal del mundo. Y Jesús viene a vencerlo y destruirlo con lo contrario, su obediencia fiel hasta la muerte. Por eso Jesús especifica que “convenía que él muriera”, que era consecuente que el Hijo de Dios hiciera un acto de obediencia y de restauración universal. Y este es el significado real de la cruz, la recuperación del hombre y del universo en la verdad y el amor.
Jesús aparece al grupo de discípulos y saluda con unas palabras que, en el momento en que se escribe el evangelio, ya formaban parte de la liturgia de la comunidad cristiana: “Paz a vosotros”. Pero ellos se asustan y dudan. Precisaban la comprobación de las heridas de manos y pies para reconocer a Jesús. Se llenan de alegría, pero todavía no creen. Por ello el Resucitado recurre a una serie de términos tendentes a verificar su propia identidad: “manos y pies”, “carne y huesos”, “tocar y ver”, “pescado y comer”. ¡Es Jesús mismo! “Soy yo en persona”. No es un fantasma, sino un ser de carne y hueso. Pero es diferente de cómo era antes de morir en la cruz. Ahora para reconocerle se precisan sobre todo los ojos de la fe. Ahora el camino es saber leer las Escrituras. Es en ellas donde se conoce a Jesús como realizador del plan universal de salvación de Dios.
Todos nosotros debemos saber situarnos ante el hecho de la muerte y resurrección de Jesús. La historia precisa de Jesús, viviendo y muriendo ayer en Palestina, se repite en todos los tiempos y lugares del mundo. Hoy también existen los fariseos, los Pilato, los simplemente curiosos y desentendidos ante el hecho de la pasión y resurrección de Jesús en nuestro mundo concreto. Jesús sigue sufriendo y muriendo en muchos hombres y pueblos de hoy. En ellos es ciertamente él quien sufre: “Lo que a estos hicisteis, a mí lo hicisteis” (Mt 25,40). Nuestra historia actual, y la de todos, está incluida en los sucesos de ayer en el Calvario. Es una misma y única historia. Y hoy abundan también los creyentes disminuidos que confunden la resurrección de Jesús con la resucitación física de un cadáver, como el de Lázaro ayer, como vuelta a la vida de este mundo físico en el que nosotros vivimos. Pero la resurrección de Jesús trasciende todo lo que se puede comprobar empíricamente. Es el paso a la forma definitiva de vida junto a Dios. Es estar con él y ser como él. La insistencia bíblica de un Jesús de presencia sensible y carnal obedece a la intención de ofrecer una imagen real del Resucitado a personas que viven esta misma realidad carnal. Tampoco es real la pretensión de penetrar en el suceso de la resurrección de Jesús por el camino de la curiosidad, de la razón, de la búsqueda de pruebas que demuestran. A pesar de las apariciones, Jesús impone la verdad de fondo de su resurrección: “Dichosos los que sin ver, creen” (Jn 20,29). La afirmación de Lucas “Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron” tiene sentido universal. Creer en una persona es algo de otro orden que los milagros. Para Jesús, creer es signo de estar ya resucitado (Jn 11,25), de tener ya una vida renovada. Es una revelación interior. Es la irrupción de una poderosa fuerza divina que va del cuerpo del Resucitado al cuerpo de la comunidad, de cada uno de los creyentes, y cambia del todo la vida. No se trata ya de un Cristo narrado, sino de un Cristo vivido, fruto de un testimonio fuerte y convencido. Es el resultado de una acción poderosa de Dios que “ha resucitado a Jesús de entre los muertos”, “lo ha exaltado a su derecha”, “lo ha constituido en poder”, “lo ha glorificado”. Y ahora vive vivificando a su comunidad transmitiéndole un nuevo y fascinante estilo de vida, impulsando una experiencia viva y poderosa que confirma que Jesús ha resucitado y vive. Es la presencia y realidad del Espíritu en la comunidad y en cada uno de los creyentes. “A este Jesús, Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (Hch 2,32-33). “No había Espíritu porque Jesús no había resucitado” (Jn 7,39). Ahora Jesús ya no está solo en la retina o en la rutina de la vida de los creyentes. Está en el corazón de quienes le reciben transformando ya las vidas. La comunidad cristiana, y su comportamiento, es el espacio privilegiado de la manifestación de la resurrección de Jesucristo y ella misma es fuente y manantial de vida nueva para el mundo. Efectivamente, si Dios es amor, resucitar es amar. Y amar concretamente, hoy y aquí, en lo concreto de la necesidad. La resurrección verdadera es tomar del Cristo resucitado lo mejor de su vida, su amor generoso y entregado. Es amar hoy y aquí, en lo concreto de la necesidad personal y social ambiental. Es expresar el amor en las condiciones esenciales de la existencia humana, temporal, impulsando el desarrollo económico, la promoción cultural y social, la humanización de la convivencia y de las estructuras, la solidaridad universal. La resurrección de Jesús es ante todo ser comunidad y hacer comunidad de fe. Es acelerar la madurez plena, humana y cristiana, de la historia universal y particular, de las personas y comunidades, superando la somnolencia de la irresponsabilidad y del individualismo, de la inconsciencia y de la pérdida de sentido de participación y de integración. En la fe del evangelio, y ante la resurrección de Jesús, o somos apóstoles o somos apóstatas. Que él nos ayude a vivir una fe viva y confesante “para que el mundo crea”.
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