Lecturas
Jeremías 31, 31-34 – Salmo 50 – Hebreos 5, 7-9
Juan 12, 20-33
Comentario
SI EL GRANO DE TRIGO CAE EN TIERRA, DA MUCHO FRUTO
2018, 5º Domingo de Cuaresma
Estamos en el quinto y último domingo del camino cuaresmal. El próximo domingo, llamado de “Ramos”, iniciaremos el itinerario de la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Las tres lecturas que hemos escuchado hoy nos introducen de lleno en los sentimientos de Cristo en los días previos a su pasión, y nos ofrecen el significado espiritual de estos días santos. En ellos celebramos el meollo de nuestra fe.
En la primera lectura hemos escuchado un texto de Jeremías que condensa todo su mensaje y vaticina el futuro. “Haré una alianza nueva con la casa de Israel… Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”. El profeta habla de la interiorización de la ley, del restablecimiento definitivo de las relaciones de Dios con su pueblo. Esta expresión aparece en los libros del Nuevo Testamento en los que se menciona al profeta Jeremías para presentar a Jesús como cumplimiento de la nueva alianza.
Dios ha querido compartir su vida con el hombre. Para ello ha ido realizando en la historia una serie de alianzas, cada vez más penetrantes e íntimas. A Noé prometió Dios que no habría más diluvios devastadores en la tierra. Con Abraham nació la fe como poderosa vinculación afectiva. A Moisés le entregó la ley escrita como senda luminosa hacia él. En el exilo de Egipto, y después el de Babilonia, Dios estableció un futuro de liberación, de intimidad y protección segura en favor de su pueblo. Jesús lleva adelante esta alianza fundamentándola en una misteriosa participación en su misma condición filial. La carta a los Hebreos, en una visión impresionante, describe a Jesús en el momento mismo en que él, aniquilando en su cuerpo la división, restablece la comunión con Dios. Asume el mal del mundo, el alejamiento de Dios, en su propia persona y lo mata en su misma carne afirmándose obediente hasta la muerte. La carta describe a Jesús dirigiendo gritos y lágrimas, oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte. Este hecho evoca la asombrosa oración de Getsemaní. Cristo ora suplicando ayuda para poder obedecer, para “que no sea como yo quiero, sino como tú quieres”. Gracias a esta valiente aceptación de la voluntad del Padre, Jesús “se convirtió, para todos los que le obedecen, en autor de salvación eterna”.
El evangelio de Juan nos sitúa ante los mismos sentimientos que bullían en el corazón de Cristo en los momentos posteriores a su entrada triunfal en Jerusalén. Los fariseos comentan indignados que todo el mundo se va tras él. En cambio, unos gentiles se acercan a los apóstoles diciéndoles que desean ver a Jesús, subrayando con ello la universalidad de la salvación. Juan refiere el discurso de Jesús poniendo de manifiesto sus sentimientos en aquel crítico momento. Jesús dice que “ha llegado su hora”, el momento decisivo y clave de la historia donde se clarifica el sentido de su misión y en el que se realiza el juicio decisivo sobre este mundo. Es un tiempo proyectado por Dios y anhelado por Jesús. Jesús lo explica diciendo que “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto”. Describe con una metáfora luminosa el significado positivo de su muerte violenta. Es precisamente estallando, rompiéndose, como el grano de trigo se convierte en espiga. La nueva vida procede de la muerte, del interior mismo del hecho real de la muerte. Jesús había ya dejado claro que “nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente” (Jn 10,18). Pero el hecho de que la muerte sea un acto voluntario no quita el horror del acontecimiento. Jesús lo explica en el mismo discurso: “Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre: glorifica tu nombre”. Y en Getsemaní clamará “Aparta de mi este cáliz”, pero orando sacará fuerza para decir: “que no se cumpla mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26,42). La voluntariedad de Jesús representa un ofrecimiento libre, una oblación radical y total que contradice y desmiente el mal del mundo, el egoísmo que anida en todos los pecados de la humanidad. Jesús vence victimándose. Triunfa dejándose derrotar para que triunfe el amor que resiste y es más fuerte. Elimina y limpia la violencia del mundo comprometiendo una fidelidad personal extrema, interior, voluntaria. Se trata del combate más vehemente y violento que jamás ha habido en la historia, el de los hombres pecando, y el del Hijo obedeciendo. Es el egoísmo de unos demoliendo la historia, y el amor de otro rehaciendo y reconstruyendo la concordia y la unión. Jesús pone amor donde el hombre pone odio. Pone paz donde el hombre pone violencia. Pone concordia donde el hombre pone desunión. Pedro dirá: “Jesús llevó sobre el madero nuestros pecados en su cuerpo” (1 Pdr 2,24). Un hombre que ignore este momento singular desconoce el sentido hondo de la historia. Un cristiano que no se hace meditativamente presente a este momento de la intimidad con Jesús, no es cristiano y es, además, poco humano.
Ahondemos más en el corazón de Cristo. El amor sacrificado que llega a inmolarse libre y gozosamente por los demás, siguiendo a Cristo, es la única dinámica de salvación de la persona y del mundo. El egoísmo es el gran dueño de los hombres. Estos adoran la ambición y el poder. Pero obrando así no son libres, sino esclavos. No viven en la verdad. La más honda verdad del mundo es el amor sufrido. Ser capaces de amar hasta el sufrimiento es un signo de que estamos místicamente poseídos por Cristo. Solo en él, en su fuerza, podemos aceptar el sufrimiento que cuesta amar. “Mi fuerza, mi única fuerza, es ser místico”, decía Teilhard de Chardin. El sufrimiento aceptado solo es posible cuando uno se ha dejado amar por Dios y está emocionado por ello. El rechazo del sufrimiento, cuando en ello van la paz y la concordia, es inmadurez y alejamiento de Dios. Ni un solo místico ha dejado de ser purificado por Dios. Nosotros no tenemos capacidad de purificarnos a nosotros mismos. Solo el fuego transforma el leño en fuego. Solo las pruebas de Dios nos acercan a él. La capacidad de sufrimiento supone la rebeldía convertida en receptividad. Es señal del dominio del Espíritu Santo ayudando a superar el estancamiento de la voluntad. Es prueba de que uno ha resuelto el dilema egoísmo-gratuidad. El amor sufrido no es algo inhumano, sino sobrehumano. Elimina nuestra incapacidad de madurar. Rompe el techo de nuestra incapacidad de crecer en el amor y gratuidad. El amor sufrido es la mayor victoria del hombre. Y esto viene de Dios. “Todo esto, dice Pablo, viene de Dios. Pues a vosotros se os ha concedido la gracia de que por Cristo… no solo creáis en él, sino que también padezcáis por él” (Fil 1,28).
Sepamos interpretar bien la lección verdadera de estos días santos. La cruz no fue simplemente un suceso horrible, sino un asunto de amor. Somos seguidores de Cristo cuando somos portadores de su cruz y cuando la alegría de la fe es superior al sufrimiento humano. La alegría, superando la tristeza y el miedo, es el test verdadero de la madurez de nuestra fe. Jesús lo afirma: “Cuando os injurien, alegraos y regocijaos” (Mt 5,12). Pedro lo comenta diciendo: “Alegraos en la medida en que participáis de los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria” (1 Pdr 4,13). Y Pablo escribe: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14). Que estos días santos nos ayuden a vivir con alegría y gozo el meollo de nuestra fe.
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
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