Lecturas
Génesis 22, 1-2.9-13.15-18 – Salmo 118 – Romanos8, 31b-34
Marcos 9, 2-10
Comentario
LA TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS
2018, 2º Domingo de Cuaresma
Acabamos de escuchar el bello relato de la transfiguración del Señor que la liturgia nos ofrece todos los años en el segundo domingo de cuaresma con el fin de introducirnos en el misterio de Jesús. Este evangelio nos permite penetrar en la conciencia profunda de Jesús para comprender mejor la lógica conexión existente entre su cruz y su resurrección. La cruz lleva a la resurrección. Es su consecuencia. Es el amor que convierte la muerte en triunfo, como el grano de trigo que, precisamente estallando, se convierte en espiga. Jesús muere porque ama y para expresar un amor extremo. La cruz de Cristo lleva a la gloria.
Tras la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, declarando a Jesús Hijo de Dios y Enviado, Jesús anuncia a sus discípulos que “iba a padecer mucho, que sería rechazado y que lo matarían”. Pedro reacciona de forma humana e intenta apartar a Jesús de los caminos de Dios. Pero Jesús se reafirma todavía más en la idea añadiendo que “quien quiera seguirle tiene que negarse a sí mismo y cargar con su cruz”. En ese contexto, “seis días después”, tiene lugar la escena de la transfiguración. Marcos, a diferencia de los otros evangelistas, se limita a decir que Jesús quedó transfigurado ante ellos destacando el aspecto deslumbrante de sus vestidos. El momento central del pasaje es que “se oyó una voz desde la nube. Este es mi Hijo amado: escuchadle”. Es la misma voz que en el momento de su bautismo se dirigió a Jesús, y ahora a los discípulos interpelándoles: “¡Escuchadle!”. Jesús quiso confirmar la fe de sus discípulos ante el trance supremo de su crucifixión y muerte.
La muerte cruenta de Jesús es el medio que Dios escogió para expresar todo el amor que Dios tiene al hombre. No es Dios quien decidió su muerte. La muerte la decidió el hombre con su pecado. Pero Dios siguió amando aun en el momento mismo de una muerte causada por el desamor. “Soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia” (Hbr 12,2). En la cruz Jesús amó “hasta el extremo”. No respondió con el desquite, ni con la justicia, ni con la venganza. Amó en la dificultad y en el mismo odio, y cargó pacientemente con el mal, y sus consecuencias, de todos los hombres. Jesús no sana y libera a distancia, sino asumiendo en su carne el mal de todos. Por nosotros se hizo “pecado” (2 Cor 5,21) y “maldición” (Gal 33,13) y “le vimos cargado con todos nuestros males” (Mt 8,17). El hombre peca porque se prefiere a sí mismo, marginando a Dios y a los demás. Jesús, en cambio, prefirió a Dios y a nosotros a su propio bienestar personal. Amar demasiado es la causa y expresión de la opción de Jesús ante su propia muerte. Él afirmó que “Nadie tiene mayor amor que este de dar la vida por los amigos” (Jn 15,13).
La transfiguración es el desvelamiento de la gloria del Hijo, la que él tenía junto al Padre antes de la encarnación, la misma que él va a conseguir después para su humanidad encarnada, y también la que va a compartir con nosotros después de su muerte y resurrección. Para Jesús la gloria es la culminación de la cruz. Un amor grande no aboca nunca al fracaso, sino al triunfo de la gloria. Dios es amor y el amor tiene siempre su sitio en Dios. El que ama no muere. Porque Dios está con él. Jesús quiere levantar el ánimo de sus discípulos ante el suceso inminente de su muerte en cruz. Intenta justificar su aparente fracaso revelando la gloria como el resultado de un amor más grande. Decide resueltamente amar en la misma persecución, en la enemistad y el odio. Los hombres odian matando. Y Jesús ama sufriendo. Siendo de condición divina y no pudiendo morir, tomó de nosotros la mortalidad, para que nosotros, que no podíamos vivir como Dios, recibiésemos de él su gloria. Nos enseñó que quien quiera seguirle ha de amar siempre como él incondicionadamente, incluso ante el desamor. Sus seguidores han de tomar su propia cruz cada día. Y ello no como expresión de un falso culto a la victimación o dolorismo. El amor más fuerte lleva siempre a la gloria. Supone una vida superior, la vida misma de Dios. En la transfiguración los discípulos vieron la gloria de Jesús. Fue una visión contagiosa, asimiladora. Ver a Dios significa participar de su vida, vivir en su presencia, poseer su gloria. Contemplar su rostro es gozar de su intimidad. Es verle “cara a cara… conocerle como nosotros somos conocidos por él” (1 Cor 13, 12). Esto supone intimidad absoluta. La visión superior engendra semejanza, “nos hace semejantes a él porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3,2). Si le vemos, tal cual es, es porque él se da él mismo. Y este es el verdadero meollo de la transfiguración. El resplandor del rostro son los sentimientos del corazón, porque en el rostro se ve el amor. El amor se hace visible, sobre todo, cuando es intenso y perdona, cuando se expresa en la relación familiar y social, cuando es vivido ante una necesidad extrema. En este mismo amor consiste la vida cristiana. Es la consecuencia de quien, en el bautismo, ha sepultado del todo a su hombre viejo con todas sus concupiscencias, y ha salido del agua resucitado con la misma resurrección del Señor. Es la expresión de la verdadera eucaristía en sentido dinámico que nos hace capaces de decir a nosotros, con Jesús, “este es mi cuerpo entregado… tomad, comed… Esta es mi sangre derramada por vosotros… tomad, bebed”. La transfiguración de la gloria es la transfiguración que realiza el amor. Porque Dios es amor, y estar y gozar con él es amar.
La celebración de la trasfiguración debería cambiarlo todo en la Iglesia. Primero, el mensaje haciéndolo más expresivo y gozoso. Evangelizar es anunciar la mejor noticia posible. Una evangelización que no conmueve y transforma, no es verdadero evangelio. No es aquella suprema noticia de que somos dichosamente amados por Dios. Ha de cambiar profundamente a los pastores impulsándonos a una cercanía infinita a los hombres, en especial a los más alejados y a quienes más sufren, amándolos no “administrativamente”, o desde el cargo, en formas externas, sino con un amor real y personal. Ha de cambiar la vida creyente de todos haciendo imposible la indiferencia, la frialdad, no viviendo la fe solo como cumplimiento de normas y leyes, sino como expresión de suma alegría y felicidad. Ha de llenar de realismo y de verdad la ritualidad, la piedad y el apostolado. Ha de inundar de gozo y felicidad las relaciones fraternas de todos con todos, llenándolas del mismo amor de Cristo, amándonos mutuamente en él y con él. La celebración de la transfiguración ha de llenar las calles, la familia, el trabajo, la realidad económica, la convivencia social y política, de verdad, justicia y solidaridad, de sentido de inclusión y de integración, a todos, en especial a los más vulnerables y necesitados.
La vida cristiana ha de ser entendida como una verdadera transformación de la persona, de la vida, del corazón, de los sentimientos, como el compromiso efectivo de transformar la realidad ambiental, eclesial y social. Los cristianos hemos de cuidar con esmero nuestra presencia en la sociedad, llenándola de verdad y de amor sinceros, fomentando la unión y la concordia, la comunión, el perdón y la reconciliación. La verdad, el bien común y la gestión de la promoción social exigen una dedicación política más humana y alentadora que ejemplarice los parlamentos y dignifique las cámaras, que modere la crispación, huya del partidismo, aborrezca el fanatismo y la corrupción. Los cristianos tenemos un deber especial de difundir aquella paz, unidad y concordia que se derivan del evangelio y atestiguan.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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