2018, 2º Domingo ordinario

Después de la celebración de los misterios de la infancia y de la vida oculta de Jesús, el evangelio de Juan da un paso adelante y nos sitúa en los comienzos de su vida pública. Y lo hace relatando la vocación de los primeros discípulos. La vocación parte de una llamada especial y requiere capacidad de saber ver y escuchar. En la primera lectura, que cuenta la vocación de Samuel, y en el evangelio, que relata la vocación de los primeros apóstoles, aparece siempre alguien, Elí y el Bautista, que transmiten previamente su propia experiencia de fe. El propio Andrés que ya se ha encontrado con Jesús relata también su experiencia personal a Pedro, su hermano y le explica lo que está viviendo personalmente. Las llamadas de Dios suelen tener una finalidad no particular, sino comunitaria y pública.

Juan aparece como una figura establecida “al otro lado del Jordán”, en el desierto, tierra de silencio y soledad donde calla la vida bulliciosa, social y religiosa, convocando a cuantos se llegan a él a abrirse al advenimiento inminente del reino de Dios mediante la acogida de su enviado y el sometimiento al bautismo de conversión. Juan aparece con dos de sus discípulos, y al ver a Jesús dijo: “Este es el cordero de Dios”. El cordero era símbolo central de la pascua judía, instrumento de aniquilación del pecado y de comunión fraterna del pueblo. Los dos discípulos de Juan comenzaron a caminar tras Jesús y él les preguntó: “¿qué buscáis?”. Ellos le replicaron: “¿dónde vives?”. Fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él aquel día. Juan, dando realce a la importancia de la llamada, dice intencionadamente: “serían las cuatro de la tarde”. Andrés fue enseguida a su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías”. Y lo llevó a Jesús. Jesús dijo a Simón: “Tú eres Simón, el hijo de Juan, tú te llamarás Cefas” (que significa Pedro).

Estas, pues, son las primeras llamadas de Jesús que quiere compartir su misión personal. Ser llamado para una misión trascendental es, para cualquiera, algo único  y conmovedor. Todos vivimos cada día de cara a la sorpresa. A todos nos han puesto un nombre para que se nos pueda llamar. Llamar a uno es arrancarlo de la indeterminación y la soledad. El ser humano no está hecho para la soledad. Su vida es imposible sin el otro. No hay un yo hasta que un tú le llama. La vida del hombre está hecha de encuentro, tarea y misión. Una llamada importante estremece de gozo. Cuando llaman a uno para una misión importante y le confían una responsabilidad trascendental, se estremece de dicha. Hay expectativas excepcionales que afectan a la humanidad entera. Israel, siendo un pueblo pequeño, trenzó su historia con un Dios personal, como germen y preparación a una salvación universal. Y cuando llegó el tiempo determinado, Dios envió a su propio Hijo al mundo que se encarnó en el seno de María. Entonces, un hombre de esta tierra llegó a ser Dios verdadero. Llegado a adulto, dispuso compartir su misión trascendente y eligió a unos discípulos para que le ayudaran personalizándole a él mismo. “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe” (  ). Los dos discípulos del Bautista compartieron con Jesús su vida como signo de disponibilidad de alma, sensibles a la llamada de Dios. Ellos tenían una vaga idea del futuro Mesías. Ignoraban entonces que este Mesías podría ser Dios. Cuando Juan, señalando a Jesús, dijo “ese es el cordero”, los dos discípulos no se lo pensaron. En una reacción inmediata, en el acto, del todo, dejando a Juan, siguieron a Jesús. No se lo pensaron. Decidieron ir con él y ser como él. No dudaron en cambiar de vida. No repararon en dudas sobre su subsistencia, su vivienda, su seguridad personal, económica y social. Fueron tras Jesús en serio. Cuando Jesús les dijo “venid y veréis”, vieron austeridad, sencillez, pobreza. Pero vieron sobre todo algo muy superior: una persona, un testimonio, una misión. Y esto les encandiló. Y dice el evangelio que “se quedaron con él”. No para ser funcionarios empleados con buen sueldo, ni personas afortunadas con gran porvenir. No hicieron carrera. Estar con Juan Bautista suponía gran austeridad. Seguir a Jesús requería gran humanidad. Los dos discípulos “vieron” con el ver de una fe grande. Fue un ver poderoso, motivador, transformador de una vida. Pedro dirá más tarde a Jesús: “Lo hemos dejado todo”. Y esto será una confesión sincera que hablará de la grandeza de su vocación. Cuando Juan envió a sus discípulos a preguntar a Jesús ¿eres tú aquel que ha de venir o esperamos a otro? les respondió: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva; y dichoso aquel que no se escandaliza de mí” (Lc 7,22-23).

Benedicto XVI se cuestionaba frecuentemente hablando de la necesidad de las vocaciones hoy. Escasean las vocaciones y, además, cada año la Iglesia experimenta una horrorosa hemorragia por el abandono del sacerdocio y de la vida religiosa. Actualmente, solo en la vida religiosa cada año se producen 2.330 defecciones. Ante este hecho, se preguntaba provocativamente el Papa,  “¿tiene todavía valor y sentido un «Salvador» para el hombre del tercer milenio?”.  Y aseguraba que desde el fondo de esta humanidad placentera y desesperada, surge una desgarradora petición de ayuda porque la sociedad en la que vive se ha vuelto más compleja y se han hecho más insidiosas las amenazas para su integridad personal y moral. El hombre, añadía, que ha alcanzado la Luna y Marte, y se dispone a conquistar el universo; que investiga sin límites los secretos de la naturaleza y logra descifrar hasta los fascinantes códigos del genoma humano; que ha inventado la comunicación interactiva, que navega en el océano virtual de Internet y que, gracias a las más modernas y avanzadas tecnologías mediáticas, ha convertido la Tierra, esta gran casa común, en una pequeña aldea global, este hombre parece feliz, pero no lo es. Se muere todavía de hambre y de sed, de enfermedad y de pobreza en este tiempo de abundancia y de consumismo desenfrenado. Todavía son muchos los esclavizados, explotados y ofendidos en su dignidad, víctimas del odio racial y religioso, impedidos de profesar libremente su fe por intolerancias y discriminaciones, por injerencias políticas y coacciones físicas o morales. Son multitud quienes ven su cuerpo y el de los propios seres queridos, especialmente niños, destrozado por el uso de las armas, por el terrorismo y por cualquier tipo de violencia en una época en que se invoca y proclama por doquier el progreso, la solidaridad y la paz para todos. Muchos se ven hoy  tristemente obligados a dejar su casa y su patria para buscar en otros lugares condiciones de vida, dignas del hombre. Son también numerosos los que, engañados por fáciles profetas de felicidad, frágiles en sus relaciones e incapaces de asumir responsabilidades estables ante su presente y ante su futuro, se encaminan por el túnel de la soledad y acaban frecuentemente esclavizados por el alcohol o la droga. A pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte. Es precisamente en su intimidad, aseguraba el Papa, en lo que la Biblia llama el «corazón», donde siempre necesita ser salvado. Dios se ha hecho hombre en Jesucristo, concluyó, y es Él quien lleva a todos el amor del Padre celestial. ¡Él es el Salvador del mundo! No temáis, abridle el corazón, acogedlo, para que su Reino de amor y de paz se convierta en herencia común de todos.

Oremos hoy por las vocaciones para que no falten quienes sientan la ilusión de  personalizar a Cristo Pastor y de aportar a los hombres de hoy paz, amor y esperanza.

Francisco Martínez

berit@centroberit.com

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