Lecturas
Isaías 42, 1-4.6-7 – Salmo 28 –
Hechos de los Apóstoles 10, 34-38
Marcos 1, 7-11
Comentario
EL BAUTISMO DE JESÚS, 2018
Con el bautismo de Jesús termina el ciclo litúrgico de la Navidad-Epifanía y comienza el relato de la vida pública del Señor. Hoy, en su bautismo, Jesús es revelado por el Padre como “mi Hijo amado, mi preferido”. Y es ungido por el Espíritu Santo que aparece en forma de paloma y le presenta como Mesías enviado para anunciar la salvación a los pobres.
Causa extrañeza que Jesús decidiera bautizarse por Juan cuando siempre se ha enseñado que el bautismo tiene como objeto el perdón de los pecados. Jesús no tiene pecado. Sin embargo, mediante su bautismo, quiso expresar su adhesión plena a la voluntad del Padre en cuyas manos ponía todas las cosas, se convirtió en imagen del cordero que toma sobre sí voluntariamente los pecados del mundo, ya que solamente así podrían ser destruidos, y quiso que el hecho bautismal de sumergirse en las aguas y emerger de ellas, fuera símbolo y procedimiento eficaz del acontecimiento de su muerte y enterramiento en la sepultura y de su resurrección y salida del sepulcro, una vez resucitado por el poder de Dios.
El judaísmo, además de múltiples ritos de ablución, conocía un bautismo de prosélitos. Es posible que los esenios lo impusieran como vía de entrada en el camino hacia el reino de Dios. Jesús, en el bautismo, hace presente este reino que Juan el Bautista anuncia. El bautismo específicamente cristiano será fruto y prolongación de la pasión del Señor. En Pablo, en su carta a los romanos (c. 6) encontramos por primera vez este sentido del bautismo, explicado como inmersión o enterramiento en la muerte de Cristo que nos permite revivir en la vida nueva de la resurrección. En el bautismo, nos dice Pablo, somos injertados en Cristo, y más precisamente en su cruz (v 5). En su carta a los Gálatas dirá: “todos los que os habéis bautizado en Cristo, os habéis revestido de Cristo” (3,27). El bautismo se opone a la vida en la carne, de los paganos, o la vida según la ley, de los judíos. Para Juan el bautismo es un nuevo nacimiento de lo alto. Es verdadera regeneración. Habla de ello el simbolismo vivo de las aguas, de vida y fecundidad, pero también de muerte a lo viejo, como en el caso del diluvio. El agua vivifica y mata. En manos de Jesús, mata el pecado y al hombre viejo y resucita al nuevo como hijo de Dios.
NUESTRO BAUTISMO
Todos nosotros fuimos, un día, bautizados y posiblemente hoy apenas queda memoria de aquel hecho que, sin embargo, representó nuestro nacimiento a la vida eterna. Conocemos la fecha de nuestro nacimiento a la tierra. Pero posiblemente no recordamos la fecha en que nacimos al cielo. La ceremonia de aquel bautizo fue sumamente expresiva de esta realidad, pero el hecho del bautizo suele estar relegado en el olvido para una mayoría. Es un sacramento que se hace paseando desde la puerta de la Iglesia al bautisterio y, antiguamente, concluía en la celebración de la eucaristía. Es el verdadero ingreso en la Iglesia, comunidad de salvación, o ingreso también en la vida eterna. Se nos impuso un nombre, bajo la advocación de un gran santo al que nuestros padres eligieron como protector en nuestra vida. El sacerdote, los padres y padrinos hicieron sobre nuestra frente la señal de la cruz, significando que el amor sufrido de Cristo debe presidir nuestra vida y nuestro comportamiento y que también nosotros en la vida debemos amar, como él, en la dificultad, viviendo el amor de la cruz en la misma ofensa. Se nos ungió con óleo de los catecúmenos: antiguamente se protegía la musculatura de atletas y luchadores para hacerse escurridizos y tensos en la lucha, pidiendo fortaleza a Dios para superar el mal. Nuestros padres y padrinos hicieron profesión de fe en nuestro nombre y en esa fe fuimos bautizados. Se bendijo el agua y se nos bautizó derramándola sobre nuestra cabeza. Antiguamente se hacía por inmersión en la piscina del agua y emersión de la misma, y se repetía tres veces, invocando otras tantas las tres Personas de la Santa Trinidad. Se nos vinculó a la muerte y resurrección de Cristo y se nos puso en comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu. Seguidamente se nos ungió en la cabeza con el santo Crisma, constituyéndonos sacerdotes, profetas y reyes. Es decir, oferentes gozosos, testigos alegres, dominadores de las cosas y no esclavos. Se nos impuso un vestido blanco, símbolo de gracia. Se entregó un cirio encendido a padres y padrinos, símbolo de la fe que ha de permanecer siempre viva y ardiendo. En nuestro nombre de recién nacidos, todos los presentes recitaron el padrenuestro. Fue la primera vez, dichosa y feliz, en que nosotros invocamos a Dios como Padre. Recibida la bendición final, todos volvieron a casa, pero nosotros regresamos a ella transformados en verdaderos hijos de Dios. Se operó en nuestro corazón de niños una transformación maravillosa que debería haber permanecido siempre viva en nuestra conciencia de adultos. El bautismo operó en nosotros realidades maravillosas. Fueron: nuestro bautizo aquel día fue la entrada en el cielo, en la Iglesia comunidad de fe, comunidad de los salvados por Jesús. Los ritos fueron símbolos de Jesús muerto, sepultado y resucitado, verdaderas corporalizaciones de la fe. Fueron ritos que significaban y activaban unas realidades más reales que aquellos simples gestos que se hacían. Una cosa eran lo que simbolizaban y otra muy superior lo que realizaban de hecho. Celebraban cosas divinas de transcendencia eterna. Fue Jesús mismo quien instituyó el bautismo. Y fue él, por medio de otros, quien lo realizó. Fue él quien decidió hacerse presente en aquella acción, haciendo contemporáneos nuestros, no solo los efectos de su muerte y resurrección, sino, el suceso mismo de su muerte y resurrección para ser imitado, participado, hecho propio y personal y para siempre. El agua, que vivifica, nos dio la vida de Cristo. El agua, que mata, sepultó nuestros pecados. El agua que limpia, purificó todas nuestras maldades. Nos hizo morir la misma muerte de Cristo. Nos hizo resucitar en su misma resurrección. Desde la misma resurrección de Jesús, los apóstoles, y sus sucesores, han practicado el bautismo siempre y en todos los lugares. Siempre han enseñado que las realidades maravillosas del bautismo tienen lugar en la fe, no en rutinas que han perdido su significado y simbolismo. Aquel bautismo nuestro nos agregó para siempre a la Iglesia, pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. Nos perdonó todos los pecados. Nos unió para siempre, en el tiempo y en la eternidad, a Cristo. De tal forma que él vive permanentemente en nosotros. Y, como consecuencia, Dios nos ama en el mismo amor con que ama a su hijo. Y nunca se separará de nosotros, en el tiempo y en la eternidad, porque el Hijo estará siempre con nosotros y en nosotros. Siempre seremos hijos de Dios. El Espíritu Santo estará siempre en nosotros como garantía y prenda, o arras, de estas realidades divinas. Siempre seremos hijos de Dios destinados a vivir en su casa. Estamos incorporados a la vida de la Santa Trinidad para correalizar su vida y su felicidad, siendo del todo en el Padre, conociendo del todo en el Hijo, amando de todo en el Espíritu. Nuestro bautismo nos hizo igual a todos los miembros de la familia de Dios. Igual a santos, papas y personajes bíblicos y eclesiales. Dios será todo en todos y todos tendremos y sentiremos la misma dignidad y altura. Bautizados en Cristo, ahora tenemos que vivir vida de bautizados, dando gracias a Dios por el máximo don que nos ha hecho en la vida.
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
descaragar documento pdf
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!