Lecturas

Sabiduría 6, 12-16  –  Salmo 62  –  1ª Tesalonicenses 4, 13-18

Mateo 25, 1-13

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!» Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: «Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.» Pero las sensatas contestaron: «Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.» Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: «Señor, señor, ábrenos.» Pero él respondió: «Os lo aseguro: no os conozco.» Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.»

Comentario

¡QUE LLEGA EL ESPOSO, SALID A RECIBIRLO!

2017, 32 domingo ordinario

            Jesús ha dicho a sus seguidores que se comporten como un centinela siempre vigilante y dispuesto. No para caminar embelesados hacia el más allá,  despreocupados del aquí y ahora. Han de ser ya ahora prudentes y sensatos en el servicio. Y a ello va dirigida la parábola de las vírgenes que, en el momento crítico y decisivo, han de mostrarse prudentes, no necias. La prudencia o sensatez consiste en estar siempre dispuestos a recibir la venida del Señor. Vivir desprevenidos es gran insensatez. Cuando llegue el Señor se avivará en ellos el deseo de encontrarse dispuestos, pero verán con desilusión inmensa que ya es tarde.

Jesús relata una bella parábola valiéndose de una escena sugestiva de la vida cotidiana, la de la celebración de unas bodas. Era costumbre que un grupo de chicas solteras, vírgenes llama el evangelio, acompañaran de noche al novio, en alborozado cortejo, a la casa de los padres de la novia, para la celebración esponsal, enarbolando y agitando antorchas encendidas. Estas chicas solían formar parte del grupo de amistad de los novios. El dato más destacado de la parábola está en referencia con la mitad de estas chicas que, en número de cinco, y en un momento crítico, incurren en la necedad, al desempeñar un papel no solo ridículo, sino trágico si pensamos la parábola en un plano religioso. Olvidaron proveerse de aceite para portar encendidas sus antorchas, según la costumbre, y penetrar procesionalmente con el cortejo en el banquete. Se trata de una imprevisión verdaderamente ridícula. Algo así como si hoy un conductor, por pura imprevisión, omitiese poner carburante en su vehículo ante un largo viaje de gran compromiso. Cuenta la parábola que durante la espera, como el esposo tardaba, las chicas se durmieron. Era de noche, pero la oscuridad verdadera era la que dominaba en la mente de estas jóvenes despreocupadas y necias que, al no proveerse de aceite, incurrieron en la insensatez. Jesús describe en su parábola una escena hiperbólica y grotesca para impactar fuertemente en la imaginación de sus oyentes. Al sobrevenir el momento crítico de la llegada del novio, las necias pasan al primer plano de la parábola. Ellas se afanan inútilmente para conseguir que el fuego prenda en sus antorchas. Pero no habían previsto el aceite. Ya era tarde y quedan excluidas de la fiesta. Fueron entonces a comprarlo, pero mientras tanto el novio llegó y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y “la puerta se cerró”. Cuando llegaron las jóvenes negligentes, gritaron “¡Señor, ábrenos!”. Pero él respondió: “No os conozco”. Y el Señor concluye: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora”.

 

EL BANQUETE DE REINO

Jesús, en la parábola, se está refiriendo al destino decisivo y trascendental de la vida de todo hombre, de cada uno de nosotros. Estamos invitados a participar en el banquete del reino, es decir, a correalizar la felicidad misma de Dios. En las bodas judías los novios no se iban de luna de miel. Permanecían con los invitados en una celebración festiva que duraba siete días. Era una gran fiesta. La vida cristiana es la convocación a las bodas o gran banquete esponsal del cielo, de la gloria, en el que cada uno somos sujetos de esponsalidad: somos “la esposa del Cordero”, de Cristo. Es la vocación a participar de la intimidad personal de Dios, a “ver a Dios”, a “ver perpetuamente el rostro de Dios”, a “ver cara a cara. Ahora conozco de un modo imperfecto, pero entonces conoceré como soy conocido” (1 Cor 13,12), dice Pablo. Es un conocer que recrea y transforma en aquello, o Aquel, que vemos. Porque entonces “veremos tal como Dios mismo nos ve y conoce” y “Seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3,2). La visión de Dios es tan poderosa que engendra semejanza. Es verdadera divinización. Y como Dios es amor, entonces Dios hará que nosotros amemos con el mismo amor con el que Él nos ama. Este es el verdadero contenido de la vida eterna, del banquete del reino: amar con el amor de Dios. “Yo les he dado a conocer tu nombre… para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26). Esta vida celeste y gloriosa es la vida en Cristo iniciada ya en el bautismo y consolidada en la eucaristía. La parábola del convite de bodas trata de las bodas del Hijo del Rey. Donde está Cristo allí está el Reino de Dios y las bodas del Reino. No es de extrañar el sentimiento de Pablo: “Deseo partir y estar con Cristo” (Fl 1,23). “Preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor” (2 Cor 5,8). “Estar con Cristo”, “vivir en él” es la forma de existencia definitiva. La muerte no es para el cristiano una puerta que se cierra, sino una puerta que se abre. Cristo tomó personalmente nuestra muerte y, al ser entrega libre, hizo de ella redención y transformación. Es muriendo como el grano de trigo se convierte en espiga. Y es también muriendo como nosotros nos convertimos en Cristo participando de su resurrección. En la eucaristía se actualizan en nosotros la muerte y resurrección de Cristo. La cultura agnóstica de nuestro tiempo ha agudizado en nosotros el miedo y terror a la muerte. Pero Cristo ha vencido la muerte. La muerte ha muerto en Cristo y ahora vive en él la vida. Él en persona es nuestra vida. Creer en él es no morir, es tener ya la vida eterna. Él es nuestra resurrección y nuestra vida.

 

SER SENSATOS Y PREVISORES

La vida eterna comienza ya ahora. El fin de los tiempos es Cristo. Después de él ya no hay nada. Él es la vida eterna. Desvanecernos en la vida terrena postergando la vida eterna es imprevisión e insensatez terrible. El hombre actual ha perdido el sentido de lo eterno y se ha instalado en la levedad de la existencia. Vive de la frivolidad y de la insignificancia. Estamos sedimentados en la inconsciencia y en el olvido, en la frialdad e indiferencia. Pero en el eclipse, el sol no muere, está ahí. El hombre, todo hombre, está invitado a conocer y reconocer su destino definitivo, el sentido de lo transcendente, porque está ahí, en nuestra propia vida, y Dios sigue invitando a todos, cojos, ciegos y lisiados a las bodas de su Hijo. Las jóvenes del cortejo se olvidaron de adquirir el aceite. Y el hombre moderno ha incurrido también en la pérdida de lo verdaderamente sustancial e importante, de su destino infinito y eterno. Ha perdido aquello que es lo mejor de sí mismo, lo más suyo de lo suyo, su vocación trascendente. Está dormido como las doncellas de la parábola, mientras el esposo, el sentido pleno de la vida, está aconteciendo. Muchos cristianos han adormecido terriblemente su fe. Han oxidado su vida creyente. No tienen aceite, consistencia, en sus vidas. Viven el colmo de la insensatez, una existencia grotesca, pues no llevan el vestido de bodas y viven una temporalidad efímera y burda. Dios les podría ya decir “no os conozco”. Porque no son imagen de Dios, al contrario, deformación de Dios y de lo eterno. Dios no quisiera nunca proclamar aquello de  “apartaos de mí”, pero son ellos los que de hecho viven apartados. Son ya irreconocibles. La puerta del banquete se está cerrando porque son ellos quienes la cierran. Y son ellos los que causan aquello de “no os conozco”.

El fenómeno más triste de la vida es el endurecimiento del corazón. “Cerrarse la puerta”, hacer posible el “no os conozco”, escuchar “apartaos de mí”, perder la fe y la esperanza, es lo más desafortunado de la vida del hombre. Dios nos ama. Hemos caído en gracia a Dios. Y nadie puede sustituir nuestra presencia y responsabilidad. No puedo recibir de otros mi personal relación con Dios. No me salva el otro. Soy insustituible en mi presencia ante Dios. Dios nos ama y nosotros tenemos que amar personalmente a Dios. Amar de verdad: esta es la vida eterna.

                                                                    Francisco Martínez

www.centroberit.com

E-mail: berit@centroberit.com

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