Lecturas:

Isaías 22, 19-23  –  Salmo 137   –  Romanos 11. 33-36

Mateo 16, 13-20

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.»
Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.

Comentario

Y VOSOTROS ¿QUIÉN DECÍS QUE SOY YO?

2017, 21º Domingo ordinario

La escena del evangelio de hoy determina en el grupo de Jesús un paso decisivo del tiempo de evangelización al acontecimiento de la cruz. Termina una etapa y comienza otra. Jesús sabe que se acerca al momento crítico de su misión y previamente hace una verificación de la fe de sus discípulos. Quiere saber qué han logrado entender hasta el presente. Jesús ha venido hablando de su misión y del modo de ejecutarla. Cada vez con más claridad, insiste en señalar el Calvario como horizonte obligado de su camino. Era sumamente difícil que sus discípulos, a pesar de las reiteradas predicciones de la pasión, entendieran a Jesús. El Maestro sorprende con una pregunta clave: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. La estima del pueblo a Jesús era grande y la gente  le identifica con alguno de los mayores profetas. Esta primera pregunta no era sino una preparación pedagógica para la segunda, dirigida ahora a ellos mismos. Todo lo que Jesús venía diciendo afectaba a su mesianidad, insinuándola, iluminándola, purificando el concepto de concepciones ajenas. Jesús evitó la palabra “Mesías” atribuida a él. Solo se hizo explícita más tarde a partir de las primeras referencias explícitas a la cruz. Pedro, expresándose en nombre de todos, confiesa a Jesús como Mesías y como Hijo de Dios. Esta afirmación representa no tanto una crónica como la síntesis de la fe de Pedro. Mientras Jesús esbozaba su misión, unos entendían sus palabras como mera explicación de simples hechos concretos de futuro. Otros profundizaban mucho más e iban atisbando todo un plan de Dios, un estilo de obrar diferente. Jesús dice a Pedro que es el Padre quien le ha revelado este plan misterioso. Reconocer que Jesús es el Hijo del Padre está en el vértice de ese conocimiento superior, exclusivo de aquellos pobres y humildes a quienes Dios manifiesta su preferencia. El ser humano tiene incapacidad radical de comprender ciertas cosas que Dios solo revela a quienes tienen una delicada receptividad espiritual. Pedro es bienaventurado porque está abierto a esta revelación.

 

¿Y TÚ QUIÉN PIENSAS QUE ES JESÚS? ¿QUIÉN ES PARA TI?

Jesús pregunta a sus discípulos de ayer y de hoy. Todos hemos recibido una instrucción, pero puede ser muy diversa o puede ser también muy diferente la capacidad de acogida en consonancia con las coyunturas, los prejuicios, ofuscaciones propias de cada uno. La pregunta de Jesús tiene vigencia universal y nos alcanza a cada uno de nosotros: ¿quién soy yo para ti? Si el evangelio de ayer ofrece la interpelación de Jesús a sus discípulos, en la liturgia de este domingo nos interpela a cada uno de nosotros. ¿Quién es en realidad para nosotros? ¿Es Alguien o solo algo? ¿Es solo un recuerdo moral, una cultura social, una idea, un sentimiento, una herencia? La realidad de Jesús ha llegado a cada uno de nosotros de formas muy diferentes. Jesús preguntó a sus discípulos quien era él para cada uno de ellos. Ellos convivieron con él, le oyeron, le vieron actuar, gozaron de una cercanía privilegiada. Pero la receptividad de cada uno revistió formas diferentes, desde el entusiasmo hasta la negación y la traición. Y lo propio ocurre hoy. Jesús para muchos no es sino un hecho indiferente de la historia. Para otros es simple pasado, una historia cerrada que perdura solo en la memoria. Para muchos, Jesús es un dato de simple moral, una exigencia de comportamiento ético. En muchos cristianos reviste formas propias de devociones ocasionales surgidas en la historia, con vigencia especial en determinadas épocas o momentos: el niño de Belén, el obrero de Nazaret, el Maestro de un sistema moral, el crucificado, el Sagrado Corazón, el pantocrátor y Señor. Pocos alcanzan a contemplarle en la realidad misteriosa de la Biblia y de la liturgia: el Viviente y reinante en los cielos, soplando su Espíritu personal a la comunidad creyente, haciendo de cada cristiano y de cada comunidad una transparencia terrena de su presencia viva en los cielos, el sacramento visible de su presencia celeste glorificada. Solo un puñado de creyentes llega a tener una experiencia mística, de transformación en él, al estilo de Teresa de Jesús y de Juan de la Cruz. Cada época se caracteriza por una imagen determinada que aflora en la espiritualidad y en la vivencia popular de la fe y de la piedad. Hoy hay numerosos grupos de evangelio, de vivencia litúrgica del misterio, de revisión de vida, que suelen ser excelentes, pero minoritarios. En general, cunde la ignorancia, la frialdad, la indiferencia.

 

TÚ ERES PEDRO

A la confesión de Pedro sigue una extraordinaria confesión de Jesús referida a Pedro. Jesús le llama “bienaventurado” porque Dios le ha revelado la identidad de su enviado como Mesías e Hijo suyo. “Tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi Iglesia”. Roca-fundamento es un título de origen divino. Pedro es para la Iglesia lo que el fundamento es para una casa, principio de firmeza y de unidad. Pedro fue un hombre débil. Si ahora es principio de fuerza y de fortaleza esto es indudablemente obra de Dios. “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos; lo que desates en la tierra, queda desatado en los cielos”. Conferir a uno las llaves, en la cultura universal y bíblica, es transmitir lo que las llaves simbolizan y contienen. La lectura del evangelio viene precedida por otra de Isaías que narra la destitución del mayordomo infiel del rey, sustituido por otro fiel. Al administrador se le daba la llave del palacio real y tenía el control completo sobre los órganos oficiales del poder. El texto de Mateo recoge esta idea que confía a Pedro la supervisión de la casa de la Iglesia. Esta transmisión, que lleva un cierto acento de universalidad, se refiere al orden moral, que declara lo que es obligatorio o no, al orden jurídico-social, por el que agrega o separa de la comunidad, y al orden trascendente de perdonar los pecados.

Jesús confiere a Pedro ser principio de seguridad y de unidad. Que Jesús estaba pensando en sucesores parece evidente, pues de lo contrario, la muerte de Pedro haría falsa e inútil la promesa de Jesús. Pero Jesús no confirió un poder absoluto a la manera de los reinos de este mundo. Transmitió una misión y un servicio. Y un servicio que no podría contradecir ni la humildad ministerial de Jesús ni el acontecimiento de la cruz como forma de vida y estilo ministerial de Pedro y sus sucesores. El “poder” del papado nunca pude estar en contradicción con la cruz, con el hecho mismo de un servidor que se deja voluntariamente crucificar por el bien y la unidad de todos evitando todo desgarro y separación. Lo que es poder de mundo está explícita y solemnemente excluido del papado.

Pedro no es el dueño de la Iglesia. No es un monarca absoluto. Que el papado necesita constante corrección es un hecho evidente contemplando la figura de Pedro y la historia de la Iglesia de todos los tiempos. El ministerio papal no es ni el único ni el más importante principio de unidad. No se podría acentuar el papado desacentuando el misterio trinitario, la realidad de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, la eucaristía como fundamento de la unidad más profunda y universal. Y tampoco podríamos olvidar la colegialidad de todos los obispos de la Iglesia.

Oremos hoy por nuestro papa Francisco. Y oremos también por la Iglesia para que recobre el don de la unidad en la fe y el amor.

                                                                Francisco Martínez

 

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