Lecturas:

Isaías 56,6-7  –  Salmo 66  –  Romanos 11, 13-15. 29-32

Mateo 15, 21-18

En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.

Comentario

MUJER, ¡QUÉ GRANDE ES TU FE!

2017, 20º Domingo Ordinario

            En el evangelio de este vigésimo domingo de los llamados ordinarios encontramos a una mujer pagana, o de tierra extranjera, que acude a Jesús suplicándole en favor de su hija poseída de un demonio. La misión de Jesús estaba ceñida al pueblo elegido, a “las ovejas de la casa de Israel”. Pero la impresionante fe de la mujer conmueve profundamente a Jesús y él le escucha y atiende. Y promueve a la mujer extranjera como verdadero modelo de fe.

Jesús está en Galilea. Mateo consigna el detalle de que Jesús “saliendo de allí, marchó a la comarca de Tiro y Sidón”, tierra extranjera para Israel, o tierra de paganos. Quiere con ello señalar el clima de persecución del que Jesús se aleja debido a sus controversias con escribas y fariseos. Y es aquí, precisamente en tierra extraña, donde una mujer extranjera sale al encuentro de Jesús gritando: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Mateo centra todo su relato en el  impresionante acto de fe de la mujer que se muestra suplicando a gritos. En labios de una madre no podía hacerse una petición más elocuente. Para aquella mujer cananea la pausa entre su petición y la gracia concedida se torna dramática. Señala Mateo que ella gritaba, más él no le respondió palabra. Jesús reacciona fríamente, como si fuera una muralla de silencio. El contraste entre los gritos de la mujer y el silencio de Jesús resultaba trágico. De tal forma que los discípulos, acercándose a él, le rogaban diciendo: “Despídela, que viene gritando detrás de nosotros”. Quien haya hecho viajes por algunas tierras pobres de oriente recordará la pesadumbre del largo camino cuando un pedigüeño no se cansa de pedir gritando e insistiendo. Al fin, Jesús respondió: “Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. A la luz de la respuesta de Jesús, lo que la mujer suplicaba rebasaba, pues, la misión mesiánica. Mateo, bordando primorosamente la expresión de fe de la mujer, dice que ella “le alcanzó, se postró ante él y le pidió de rodillas”, señalando así la patética insistencia con la que la fe, hecha oración, pretendía abrir brecha en la muralla del silencio de Jesús. Él rompe su frío silencio pero apuntando una afirmación imprevisible y desconcertante. Dice: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. En una primera impresión la mujer conocía perfectamente que popularmente los hijos eran los judíos, y los perros los paganos. Asintiendo, ella da la razón al Señor aceptando ser una más entre los perros y reconociendo a los hijos, los judíos, como amos y señores. No protesta ni muestra la mínima negatividad. Sin inmutarse, con ánimo elegante, retuerce la lógica de la imagen a favor suyo para afirmar que los señores también procuran, sin perjuicio de los hijos, que debajo de la mesa no falte a los perritos algo que comer… La insistencia admirable de la mujer rompe el formidable silencio de Jesús y, sobre todo, el durísimo muro de su aparente incomprensión. Jesús, “sobremanera admirado”, como dice Marcos, responde: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas. En aquel momento quedó curada su hija”.

 

LA GRANDEZA DE LA FE

El relato de Mateo tiene un centro evidente: la grandeza de fe de la mujer. Es una fe que salva dos muros impresionantes, el del silencio de Jesús, y el de su lesiva incomprensión ante su comparación con los perros. La mujer está concentrada en la salud de su hija y en su petición al Señor. Lo demás no cuenta. Su fe es total, insistente, confiada. Jesús lo constata al señalar la grandeza de su fe. Siendo una mujer pagana, sin embargo, cree. Los Padres de la Iglesia se complacen viendo en ella un admirable anticipo ejemplar de la fe de la Iglesia universal de los gentiles, nosotros. Ciertamente, su fe es admirable.

La fe, cuando es verdadera, es un acto de confianza que se apoya totalmente en Dios. Es tan poderosa que crea la realidad. Por la fe penetramos en Dios y nos apoyamos en él. Hay tres virtudes que la teología llama “teologales” porque existen en explícita referencia a Dios. No representan solo una facilidad psicológica, sino una verdadera capacidad divina. Cuando el hombre entiende y acoge, Dios ya ha intervenido creando previamente aceptación, sintonía. La fe verdadera no afecta solo a unos contenidos. Es un acto global de adhesión de la persona entera. “Nadie puede venir a mí si no es atraído por el Padre”, dice Jesús (Jn 6,44). “El Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero” (1 Jn 5,20). Por la fe entramos en el otro y nos apoyamos en él. “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna”, dice Pedro a Jesús (Jn 6,68). La fe es el mundo de Dios en nosotros. Es vivir en Cristo: “Con Cristo estoy crucificado y, vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,19-20). El Padre, dándonos al Hijo, nos da el verdadero conocimiento de él y se nos da él mismo irreversiblemente. Todo lo que Dios tiene es el Hijo y nos lo da. El Hijo en nosotros y con nosotros significa que Dios ya no retractará jamás el amor que él nos tiene.

Es maravilloso creer, pues si es grande lo que el Señor nos promete para el futuro, es mucho mayor aún aquello que, de hecho, ya nos ha dado. Lo que ya se ha realizado es mucho más increíble: Dios se ha encarnado por nosotros y ha muerto de amor por los hombres. Por nosotros ya se ha hecho cruz, resurrección, eucaristía y pentecostés. Nos ha dado su palabra, su intimidad para siempre. Nosotros, por nuestra naturaleza, no teníamos posibilidad de vivir, ni él, por la suya, posibilidad de morir. Pero hizo ya con nosotros este admirable intercambio: tomó de nuestra naturaleza la condición mortal, y nos dio de la suya la posibilidad de vivir siempre con él divinamente.

Si aquel que sin tener pecado nos amó hasta tal punto que, por nosotros pecadores, sufrió lo que habían merecido nuestros pecados, ¿cómo no va a darnos ahora los premios eternos cuando ya estamos perdonados y justificados por él? Creamos firmemente, fiados en el hecho de que nos amó tanto que por nosotros fue crucificado y murió. Y vivamos este hecho no con miedo, sino con júbilo, no con vergüenza, sino con orgullo. Digamos como Pablo: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gal 6,14).

                                                                 Francisco Martínez

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