Lecturas

Sabiduría 12,13 .16-19  -Salmo 85  –  Romanos 8, 16-17

Mateo 13, 24-43

En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?» Él les dijo: «Un enemigo lo ha hecho.» Los criados le preguntaron: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?» Pero él les respondió: «No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero.»»
Les propuso esta otra parábola: «El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas y vienen los pájaros a anidar en sus ramas.»
Les dijo otra parábola: «El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina y basta para que todo fermente.»
Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada. Así se cumplió el oráculo del profeta: «Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré los secretos desde la fundación del mundo.»
Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: «Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será el fin del tiempo: el Hijo del Hombre enviará sus ángeles y arrancarán de su reino a todos los corruptos y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su padre. El que tenga oídos, que oiga.»

Comentario

TRIGO Y CIZAÑA: DEJADLOS CRECER JUNTOS

2017, 16º Domingo ordinario

            Hemos escuchado tres parábolas que, en el evangelio de Mateo, siguen a la del sembrador que leímos en el domingo anterior. En la primera habla Jesús de un hombre que sembró buen trigo en su campo, pero a continuación un enemigo sembró cizaña en el mismo. Ante la tentación lógica y generalizada de arrancar la cizaña, Jesús afirma que ambos, trigo y cizaña, han de crecer juntos hasta el día de la siega, el tiempo del juicio final. En una segunda parábola habla también Jesús de una pequeñísima semilla, el grano de mostaza, que crece hasta llegar a ser un árbol donde se cobijan los pájaros del cielo. Y propone una tercera parábola, la de una mujer que introduce la levadura dentro de la masa para fermentarla, como signo de un crecimiento necesario y universal.

La idea fuerza de las parábolas es la necesidad de entrar en el reino de Dios mediante una conversión del corazón que ha de ser sincera, real y creciente. No crecer equivale a estar muerto. Hay que crecer aun cuando el mal del ambiente nos oprima y lo dificulte. En la primera parábola Jesús habla de un hombre que sembró buen trigo en su campo. El sembrador es él. Él deposita en sus oyentes la buena semilla de la palabra de Dios con el deseo de que crezca y dé fruto abundante. Pero un enemigo sembró cizaña en el trigo. Sembrar mala hierba en el campo ajeno era una vulgar fechoría de ambiente rural prevista y sancionada por el derecho romano. Jesús habla del mal y de los malos en este mundo. La lucha del mal y contra el mal nos afecta a todos. El mal es un misterio, pero está por doquier. Anida en nosotros y nosotros mismos somos sujetos activos del mal. La esperanza mesiánica estaba basada en la expectación de una gran victoria sobre el diablo, sobre el mal y los malos. Ante la injusta fechoría de un malvado que malea  el trigo mediante la cizaña, los criados del amo le dicen ¿quieres que vayamos a arrancar la cizaña? Pero el amo respondió: No, que podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega, y cuando llegue la siega diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero. La respuesta de Jesús causa extrañeza a los discípulos. ¿No ha venido él a vencer el mal? Ellos opinan que el mal hay que aplastarlo siempre. Sobre todo cuando se trata del mal que causan los otros. Nadie suele tolerar el mal en la convivencia. Desearíamos separarlo y aplastarlo siempre. Pero sorprendentemente Jesús no opina así. Aconseja dejar crecer la cizaña con el trigo. No quiere anticipar el juicio definitivo. Manda no juzgar, no condenar, tener paciencia. Propone combatir siempre el mal con el bien. Le preocupa más la conversión del malo que su castigo. Pide a los suyos dominio de sí, no violencia. La última palabra de Dios no es la reprobación, sino la misericordia. Y ser como Dios significa que nuestra fuerza ha de ser la paciencia, el testimonio, no la condena.

Jesús, en las dos parábolas siguientes, habla del crecimiento del reino de Dios en nosotros. Lo explica mediante una semilla minúscula que se convierte en árbol, y la levadura que llega a fermentar toda la masa. En la perspectiva de Jesús, el reino que él predica está llamado a crecer. Solo el crecimiento podría satisfacer su generosa entrega a la ejecución del plan previsto por Dios entre los hombres. El crecimiento en la vida es postulado obligado y universal. El reino predicado por Jesús está llamado a crecer en todos los hombres porque ese reino es Dios mismo en nosotros. Dios anhela ser Dios y hacer de Dios en nosotros. El crecimiento del reino es la reafirmación de un Dios más conocido, más amado, más aceptado. Este reino desarrolla toda su inmanente potencialidad gracias a la presencia operante de Dios que quiere compartir con nosotros su propia vida y felicidad. Crecer es afirmar a Dios y su plan en nosotros, y no crecer significa negarle. Crecer es vida y no crecer es muerte. El drama de nuestra generación es su parálisis espiritual debida al fuerte impacto de la cultura agnóstica de los últimos tiempos. El descenso en la práctica religiosa y en la fe en el pueblo que aseguran las estadísticas actuales es desconcertante. Y lo es tanto más la aparente tranquilidad que, ante este hecho, se advierte en no pocos responsables de la Iglesia. Se abandonó una fe tradicional y no se ha logrado la llamada nueva evangelización que preconizaron papas y agentes de pastoral. No solo se ha perdido fe, sino también la cultura de la fe que tanto marcó las costumbres de nuestros pueblos. Se ha producido un foso entre la fe y las nuevas generaciones, muy difícil de salvar. Se ha abandonado lo antiguo y no se ha difundido lo nuevo. La frialdad y la indiferencia  se han adueñado de multitud de antiguos creyentes que han abandonado incluso la antigua práctica sacramental tenida como base y fundamento de la identidad cristiana de todos los tiempos. Esta parálisis religiosa tiene unas repercusiones enormes. Se trata de un Dios menos conocido y amado. Un Dios que ha pasado en muchos a ser un elemento inservible para la vida. Vivimos un momento crucial para la fe debido a las dificultades internas y externas en la Iglesia. Hoy se atenta en el mundo contra la vida de los creyentes como en ninguna otra época de la historia. La ética cristiana es marginada y relegada en los parlamentos. No faltan corrientes de opinión que quisieran despojar a la Iglesia de su capacidad para la misma acción evangelizadora social, caritativa y cultural. Y no faltan quienes reivindican pública y sorpresivamente hasta la misma propiedad de catedrales y templos que reclaman para usos profanos, negando, ante una pasividad generalizada, la misma evidencia milenaria de un uso explícito e intenso. Pueden robarnos todo. Lo que nunca debería fracasar es nuestra capacidad de servir y de amar, incluso en la coyuntura de tiempos recios y difíciles.

El evangelio nos llama hoy a crecer. Crecer es vivir y no crecer es morir. No podemos estancar la vida. La parálisis equivale a la muerte. Se crece no por cantidad de actividades, sino por una mayor radicación de una fe entusiasmada en los corazones. No es la cantidad de la actividad, ni la tumultuosa actividad triunfalista de la comunidad o de sus líderes, lo que triunfa, sino la mejor calidad de una fe vivida. No vale la imposición de viejos estilos, sino la penetración de los fermentos como testimonio sincero de una fe sencilla, humanizadora, servicial y confesante. No sirve la propuesta y defensa de formas caducas de fe, sino el ofrecimiento de sentido en el contexto de la vida actual y de las más agudas necesidades contemporáneas. Hemos de saber organizar y ofrecer no una Iglesia clerical, sino de pueblo de Dios. No una Iglesia de ritos, sino del espacio privilegiado en el que Dios habla y nosotros escuchamos.  No una Iglesia cerrada, de cristiandad, sino abierta y misionera. No una  Iglesia que se adapta al mundo, sino que participa activamente en el cambio del mundo. No una Iglesia aceptadora del orden, sino comprometida con los pobres. No una Iglesia proveedora de servicios religiosos, sino comunidad responsable. Una Iglesia que ora a su Señor y cumple cada día su voluntad. Crezcamos en la fe y en el amor.

                                                             Francisco Martínez

 

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