Lecturas
Hechos 2, 1-8 – Salmo 103 – Romanos 8, 8
Juan 20, 19-23
Comentario
PENTECOSTÉS 2017
Pentecostés conmemora la venida del Espíritu Santo a la comunidad cristiana. Es la consecuencia y culminación de la pascua. Es, además, el hecho más asombroso de la historia de la humanidad. A la venida de Cristo al mundo sigue la irrupción de su Espíritu al interior de cada uno de los creyentes otorgándonos rango y dignidad divina, haciéndonos “partícipes de la divina naturaleza”. Es lamentable la ignorancia que los mismos cristianos tenemos sobre este hecho y de lo que el Espíritu Santo representa en el mundo y en la historia. La consecuencia de ello es la carencia de una experiencia directa y expresa de la misma. Sin embargo, una de las verdades más subrayadas por la revelación cristiana es que nada quiere tanto Dios como amar intensamente al hombre y ser también amado por él. La repercusión de la presencia del Espíritu en el hombre, afectando hondamente a su misma identidad, elevando y potenciando su amor, es el dato bíblico más insistente e intencionado. Pentecostés es sin duda un suceso de historia que relatan los textos sagrados. Pero es ante todo promesa y cumplimiento. Es anuncio, proclamación y mensaje verdaderamente inefable. El núcleo de este mensaje revela que el Cristo hoy glorioso de los cielos vive animando en su propia vida a la comunidad eclesial. De su cuerpo glorioso al cuerpo eclesial fluye una corriente viva de Espíritu que transforma a los creyentes. Este es el hecho cumbre de la Iglesia: el protagonismo del Espíritu iluminando e impulsando permanentemente a todos de cara a la salvación. Advertirlo y sumarse a ello es lo verdaderamente medular y dichoso de la vida cristiana.
No resulta fácil a un evangelizador la tarea de hablar hoy sobre la presencia viva y vivificante del Espíritu en medio de nosotros. Poderosas fuerzas, dentro y fuera de la Iglesia, dificultan percibir este hecho. La rutina y mediocridad, por un lado, y la agresividad de un ambiente cultural disolvente por otro, ensombrecen esta realidad grandiosa. Nuestro mundo ha perdido masivamente el sentido de Dios, el sentido de lo eterno. Los hombres del pensamiento y de la ciencia han trasladado su certeza desde Dios al hombre. Un rígido antropocentrismo ha sustituido al teocentrismo. El mundo moderno ha proscrito no solo la fe, sino la misma razón, declarando que la única ciencia fiable es la que procede de la naturaleza, revalidada por una experiencia directa. Para muchos hombres de hoy no hay sino un solo tipo de saber y de verdad, el que procede de las ciencias experimentales de la naturaleza. Según ello, el mismo hombre no es sino un mero producto de esa naturaleza. Lo humano no es sino lo biológico. La mente es el cerebro y el cerebro no es sino física. La vida es un azar. El hombre no difiere de la naturaleza, no es sujeto, ni posee libertad. Estas afirmaciones de pensadores materialistas han repercutido enormemente en la sensibilidad de la calle, en el hombre corriente, hasta el punto de que, aun sin conocer ni entender la ciencia actual, ha asimilado sus consecuencias, sedimentándose en la frialdad, la indiferencia, el abandono de la fe y de la práctica religiosa. Son muchos los que viven una vida sin rumbo ni destino, bajo el fatalismo de una naturaleza mecánica, fría e inmisericorde, hundidos en la desolación de la nada. Este pertinaz materialismo niega la conciencia y la libertad, la verdad objetiva y los valores morales, la singularidad del lenguaje y de la cultura, la fe y la religión, el sentido de la muerte y de la esperanza trascendente.
Frente a esta visión de la naturaleza y de la historia, la revelación cristiana nos habla de la radical dignidad del hombre, amado y llamado por un Dios que es Padre, que nos envía a su Hijo como camino y verdad trascendente y que llega a morir de amor por nosotros, que infunde en nosotros su mismo Espíritu como principio de vida divina y eterna. En Cristo, un hombre como nosotros, uno de nosotros, llega a ser Dios. Y todos los demás lo somos por gracia y participación. El actor determinante de este maravilloso “plus” del hombre es el Espíritu Santo. Indudablemente, quien suprime a Dios empobrece al hombre. La cultura materialista resulta inhumana. El máximo humanismo es, sin duda, la propuesta de la fe cristiana. Pentecostés es la clave del sentido trascendente de la existencia del hombre, de su destino temporal y eterno. El Espíritu es la gran promesa de Jesús. Y es manantial de una historia llena de sentido y de esperanza.
Jesús asciende al cielo y promete el envío del Espíritu Santo. La Iglesia es radicalmente pentecostés. Todo cristiano debe consentir en la ausencia visible de Cristo para abrirse a la acción invisible del Espíritu dentro de él, aprendiendo y sabiendo discernir sus iluminaciones e impulsos. Muchos viven una fe centrada solo en las referencias exteriores. Necesitan que el Espíritu “les abra los ojos del corazón”. El Espíritu está activa y dinámicamente presente como “fuerza de lo alto”, “en nuestro interior”, “dentro de nosotros”. Ser cristiano no implica solo la acción del hombre. Esto equivaldría a un excesivo protagonismo humano que marginaría la función del Espíritu Santo. Una vida cristiana sin Espíritu Santo, sin una experiencia directa de él, sería como plantar un árbol sin raíces, construir un río sin manantial, edificar una gran fábrica de luz con muchas estructuras, pero sin corriente dinámica. Las verdades y normas, solas, no podrían suplir la acción del Espíritu. También hoy podría decirse aquello de “En medio de vosotros está aquel que vosotros desconocéis” (Jn 1,22). Se impone la confesión del Bautista: “Él tiene que crecer y yo tengo que disminuir” (Jn 3,30).
Para Pablo ser cristiano significa llevar una vida bajo el régimen del Espíritu Santo. “El que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece” (R 8,9). “El que se une al Señor se hace un Espíritu con él” (1 Cor 6,16). “Los que son guiados por el Espíritu son hijos de Dios” (R 8,14). El lugar y presencia del Espíritu es el interior del hombre. El Espíritu ilumina e impulsa. Hay que sabe escuchar. Frecuentemente creemos monologar, pero indudablemente estamos dialogando con él, bien asintiendo, bien negando. Y esto sucede aun cuando no lo advirtamos. Sin el Espíritu, Dios está lejos, Cristo se encuentra en el pasado, el evangelio es letra muerta escrita ayer y para el ayer, la predicación es ideología, la Iglesia no es sino simple organización social, la autoridad es más bien poder y despotismo, la misión es simple propaganda, el culto no es sino pura ritualidad y mero recuerdo del pasado, y el comportamiento cristiano acaba siendo una moral de esclavos.
Dios no está fuera de nosotros. Está viniendo y está por venir. Hay que saber entrar dentro si queremos superar la más empobrecedora miseria del hombre, su aislamiento y soledad, su depresión y tristeza. Solo Dios puede conducirnos en su propio terreno. Quien se sintoniza con el Espíritu en serio adquiere un conocimiento de modalidad divina, que se realiza ciertamente en el creyente, pero no por el creyente. Es más iniciativa de Dios que esfuerzo nuestro. Se trata de disposiciones delicadamente sensibles, ultrasensibles, con las que él nos guía, no sin nosotros, no violentamente, sino delicadamente, de forma dichosa. Quien en su vida ladea a Dios pierde lo más hermoso que hay en el hombre. Lo esencial en nosotros no somos nosotros mismos, sino la acción y gracia de Dios. Dios existe y son muchos los que lo han encontrado, llegando a vivir una sorprendente experiencia directa de él, en la oración, en la caridad y solidaridad, en el compromiso cristiano, en la creatividad artística y mística. Y nosotros ¿por qué no? Dios lo quiere y espera nuestro compromiso, el más hermoso que podemos hacer en nuestra vida. Pidamos sinceramente al Señor que permanezca dentro de nosotros, iluminando e impulsando, para que lleguemos a vivir la fe con gozo y emoción intensos.
Francisco Martínez
www.centroberit.com
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