Lecturas
Hechos 6, 1-7 – Salmo 32 – 1ª Pedro 2, 4-9
Juan 14, 1-12
Comentario
YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA
2017, 5º Domingo de Pascua
Estamos ya adentrados en el tiempo pascual, la fiesta de una cincuentena de días, o un día de cincuenta días, que la Iglesia estableció en sus mismos inicios para celebrar la pascua, la gran fiesta de nuestra fe. La Pascua fue lo único y todo lo que la primera comunidad celebró. Lo restante fue viniendo como consecuencias y derivaciones. Las lecturas de la misa de este quinto domingo pascual giran en torno a la vida de una comunidad impactada por la pascua. Reflejan un alto sentido de trascendencia, como pueblo que se siente elegido, y revelan una gran solidaridad social en la vida práctica y cotidiana. Cristo resucitado es el determinante de este estilo de vida absolutamente nuevo que refleja unas relaciones fraternas asombrosas y sorprendentes.
La comunidad, y la nueva forma de relacionase unos con otros, es el protagonista absoluto de las lecturas. El comportamiento es tan llamativo que provoca un numeroso crecimiento de discípulos que provienen incluso de la misma clase sacerdotal judía. La predicación de los apóstoles aparece aureolada de gran autoridad, pues está manifiestamente refrendada por el comportamiento entusiasta de todos los miembros de la comunidad. La conducta social de los cristianos suscita un halo de admiración y de empatía en el pueblo que hace que lo atrayente y evangelizador sea precisamente el modo de vivir de la comunidad y de sus miembros. Llama la atención en ellos su fe viva y su referencia entusiasmada a Jesús resucitado.
Jesús resucitado y viviente ahora en los cielos es ahora quien provoca el entusiasmo de la comunidad. Lo afirman las lecturas. Jesús vino al mundo como el único y definitivo revelador del Padre. Conocer a Jesús era conocer al Padre. El Dios vivo se ha hecho presente en el mundo en la realidad histórica de Jesús. Dios mismo ha sido contemplado en Jesús porque, como él dice, “el Padre y yo somos uno”. Y ahora Jesús dice “marchar” junto al Padre para recibir su gloria, pero habla también de “volver” para llevar a los suyos consigo. Su muerte ha inaugurado en él una nueva existencia dichosa junto a Dios. Se va al Padre para gozar de ella, pero con ánimo de regresar: “volveré y os llevaré conmigo”. La cruz, su modo de estar en el mundo, tuvo un valor salvífico. Él afirmó que convenía sufrir “para así entrar en la gloria”. Caminó hacia Dios desde el sufrimiento, desde la obediencia sumisa y penosa. Asumió nuestros pecados y dificultades y, sufriendo, aprendió a obedecer, enseñándonos toda la verdad y mostrándonos cuál es el camino. A través de su obediencia extrema nos condujo a la vida plena y verdadera. Ahora su “vuelta” tiene la finalidad de conducirnos a donde él está. Vivir con él y con el Padre es la vida eterna. Y esto es lo esencial de la fe, la nueva forma de existir junto a Dios. De este modo Jesús se nos ofrece a nosotros como camino, verdad y vida. Es ciertamente el único camino de acceso al Padre. “Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14.6). Es el único que ha bajado del cielo, y es toda la verdad, la revelación definitiva de todo lo que nos espera. Y es también la vida misma de Dios en nosotros y para nosotros. Jesús ha venido a darnos a conocer que su Padre es también “nuestro Padre”, revelando así nuestra nueva identidad.
Pedro nos habla hoy magistralmente de nuestro destino en Cristo. “Acercándoos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo”. Jesús es nuestra piedra angular, el fundamento sobre el que está edificada nuestra fe y nuestra vida. En consecuencia “sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla y entrar en su luz maravillosa” (1 Pdr 2,7s). En Cristo y con él viviremos junto al Padre. Él es nuestro destino y nuestra patria. Él ha venido a revelarnos la trascendencia de nuestra vocación como regeneración, renovación, nuevo nacimiento, nueva creación. Él posee ya la plenitud junto al Padre y ahora nos la ofrece a nosotros a través de su Espíritu. Este don nos hace partícipes de la vida divina. Ahora Jesús, glorificada en Dios su misma naturaleza humana, nos está comunicando a nosotros lo que Dios es. Comparte con nosotros la misma gloria que él está recibiendo del Padre al ponernos en comunión vital estrecha con él. El hombre ha tenido siempre una cierta nostalgia de existencia divina. El endiosamiento del hombre no ha sido solo la pretensión de la teología. El mismo idealismo y el materialismo del hombre no han sido absolutamente ajenos a esta idea. Han pretendido llegar a Dios, aunque de otra manera. El secreto anhelo del hombre de llegar a Dios, a pesar del empobrecimiento de la fe de los últimos tiempos, sigue siendo profundo y universal. Aunque algunos pensadores hayan afirmado que, al día de la fecha, ya ningún hombre quiere ser Dios, sin embargo, la pretensión pasota de no depender de nadie, de estar por encima de todos, de no sentirse concernidos por nada, de llegar a lo más alto posible, no es sino una velada aspiración a la trascendencia. Es divinizado el hombre de bien, pero también pretende endiosarse, aun sin conseguirlo, mucha gente malvada. La divinización del hombre no es la metamorfosis alienante del ser humano en una realidad extraña. Es la verdadera humanización del hombre. Es la plenificación humana de su propio ser. La identificación con Cristo resucitado nos acerca más a los hombres y nos hace vivir una existencia extraordinariamente solidaria, la del hombre con los hombres y para los hombres. Así fue Jesús. Así vivió. La vida cristiana es un proceso de conformación y transformación en Cristo que tiene como fundamento la comunicación a nosotros de la misma vida gloriosa del Cristo que hoy vive en los cielos. Nos hace ser hijos en el Hijo y nos capacita para vivir, sentir y actuar como él. Lo cual conduce a la más asombrosa fraternidad humana universal. Quien recibe el amor de Dios lo tiene y lo irradia. Lo que se recibe gratis hay que darlo gratis. No darlo, sería no tenerlo.
LA FE COMO DIACONADO
Los Hechos de los Apóstoles relatan hoy una realidad sumamente importante en la Iglesia. Constatan una grave situación. Las viudas de procedencia griega no se sienten debidamente atendidas. Entonces se reúnen los apóstoles, convocan al grupo de discípulos y la necesidad crea el órgano de ayuda. Sorprende la prontitud de respuesta de una Iglesia naciente y joven ante un problema emergente. Instituyen de inmediato el diaconado para atender adecuadamente la grave necesidad. No crean una realidad honorífica, ni una simple institución que diferencia y distingue. Ni menos una nueva institución que hay que mantener y cuidar: crean un servicio. La primera comunidad no crea dignidades ni títulos honoríficos o superfluos. En la comunidad primitiva todo tiene la seriedad de un servicio claro y bien hecho porque en ello va la fe misma en Cristo Jesús. No viven para premiar, diferenciar, distinguir, contraponer. En todos no había sino una sola alma y un solo corazón. Todos irradiaban un fuerte sentido diaconal, porque ninguna jerarquía tenía consistencia en sí misma, sino en Jesús, que vivió como servidor de todos. Ser cristiano, cualquiera que pueda ser su forma, es vivir en comunidad realizando un servicio de amor. De acuerdo con el evangelio, somos y creemos en la medida en que servimos y amamos.
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
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