Lecturas
Isaías 52, 13 – 53, 12 – Salmo 30 – Hebreos 4, 14-16; 5, 7-9
Juan 18, 1 – 19,42
Pasión de Nuestro Señor Jesucristo:
Comentario
EL PODER DE LA CRUZ
2017 Viernes Santo
La celebración de hoy comienza en un espacio de silencio. Dicen las rúbricas que tanto el sacerdote, postrado, como el pueblo, arrodillado, oren unos momentos de forma silenciosa. Quien vive en el ruido suele tener la mente llena de vaciedad. A la gente le encanta el ruido y la fiesta. Estos mismos días santos son reconvertidos por muchos en vacación y holganza. La muerte de un Dios en la cruz, por inmenso amor, requiere que nos acerquemos a él en actitud de asombro y adoración para reencontrarnos con la realidad más profunda de la fe cristiana y también de nuestra propia existencia. Nada tan coherente, en estos días, como sintonizarnos emotivamente con Cristo y nada tan ilógico como la frialdad y el desentendimiento ante él.
Celebramos en este momento la muerte del Señor. El relato de la pasión según san Juan ocupa el centro de la celebración de este día. Mientras los sinópticos relatan una pasión salpicada de detalles tétricos y sufrientes, Juan procede de forma diferente. La cruz no es para él el patíbulo del “justo sufriente”, injustamente condenado, sino el trono de gloria y de exaltación del Hijo de Dios. En la cruz Jesús lleva a la plenitud la obra que el Padre le encomendó, da a conocer su gloria y en ella Jesús mismo va a ser también glorificado. La cruz es “su hora”, el momento dichoso en que realiza y cumple su misión, el punto culminante de su éxito y de su victoria. Jesús mismo lo vaticinó: “Cuando yo sea elevado, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). La cruz, la muerte de amor de un Dios, es lo más dichoso que ha podido acontecer en nuestra vida y nuestra máxima dicha está en la posibilidad de que lleguemos a comprender lo que representa para nosotros y la asumamos gozosamente.
El fin práctico de esta celebración es que lleguemos a sentirnos Cristo en su Viernes santo, que él actualice en nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nosotros sepamos ponernos en su lugar, que maduremos hasta el punto de que aceptemos con alegría el sufrimiento que cuesta amar, y que, en definitiva, hagamos lo que él hace y como él lo hace.
La celebración de hoy gira del todo en torno a la cruz y tiene cuatro partes. La primera es la pasión proclamada. Leemos, primero, en Isaías la profecía del Servidor Paciente. La carta a los Hebreos nos habla seguidamente del carácter salvador de la obediencia de Cristo. Finalmente escuchamos en el evangelio la pasión de Jesús según el evangelio de Juan. La segunda parte es la pasión orada: ante el crucifijo presentamos nuestras plegarias por el mundo y la Iglesia. Se trata de plegarias que fueron ya formuladas algunas de ellas para este mismo día en la Iglesia de los primeros siglos. La tercera parte es la cruz adorada: presentamos solemnemente la cruz a la asamblea y todos adoramos en ella a Cristo crucificado. La cuarta y última parte es la cruz comulgada: hoy no hay celebración eucarística. Comulgamos con las especies consagradas en la cena del Jueves santo.
Lo que estamos celebrando, en su núcleo más importante, es el amor del Padre que nos da a su propio Hijo entregándolo a la muerte por verdadero amor a nosotros. La cruz nos revela el verdadero dramatismo del pecado como negación de Dios y como perversión del hombre, como enfermedad y muerte de este. La muerte de Jesús nos habla del realismo físico, moral y espiritual de una redención vivida en un amor sobrehumano, más que inhumano, llevado hasta un extremo asombroso. La cruz se nos revela hoy más que nunca como la forma de vida del cristiano: el amor total vivido siempre, incluso en la enemistad, la incomprensión y la persecución. La cruz nos dice hoy que debemos perdonar del todo y siempre y que nuestra vida ha de ser vivida en radical reconciliación, cercanía y proximidad. La cruz es la forma de vida del cristiano.
La cruz nos habla como nada de la seriedad del amor de Dios en la muerte de su Hijo por nosotros. Que Dios ame tanto al hombre es por sí mismo inconcebible. Pero que Dios haya querido expresar históricamente su amor en el acontecimiento de la cruz, como verdadera muerte de amor, es algo que sobrepasa nuestra capacidad de imaginar. Jesús nos revela dónde está la fuente de este amor que él vive en la cruz. Es el Padre. Dice Jesús: “El Padre me ama porque doy mi vida… Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre” (Jn 10,14-18). La cruz es un suceso de la historia, pero su fuente y raíz es el amor eterno del Padre al Hijo. El Padre ama del todo a su Hijo y se le da desde la eternidad, del todo, desde su misma entraña, y para siempre. Dándose, le engendra. Los hombres somos copia del Hijo, su imagen viva. Un amor absoluto y eterno, existente dentro de Dios, quiere él expresarlo, supuesta la encarnación de su Hijo, en una entrega sin límites a los hombres, imagen de su Hijo, en el acontecimiento temporal de la cruz. Se trata de la libertad y gratuidad misma de Dios. Hay conexión entre la cruz y la entraña eterna de Dios. Darse del todo, desde la misma entraña, y para siempre, es el modo característico de amar de Dios. Así hablan los textos evangélicos: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Esto mismo afirma Pablo: “El que no se reservó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?… ¿Quién nos separará del amor de Cristo…?” (R 8,32).
La cultura del Renacimiento y de la modernidad difundieron el principio de que todo depende de la razón y de que la validez de la razón se basa únicamente en la certeza de la experiencia. Un movimiento de secularización y emancipación universal, sin precedentes en la historia, se apoderó del pensamiento humano, desde el hombre culto al hombre de la calle. El antropocentrismo humano sustituyó al teocentrismo de la fe. La certeza fue trasladada de Dios al hombre. El hombre quedó en manos de su propio destino, en la desolación de la nada, ante el fatalismo de una naturaleza mecánica, fría e inmisericorde. Esta mentalidad inundó la misma calle. La duda, la frialdad y la indiferencia cundieron por doquier y con ello se ha perdido el sentido de Dios y también el sentimiento del pecado. Pero evidentemente la muerte en cruz de Dios nos habla del mal del pecado, de la desintegración del destino del hombre, de la seriedad de la perversión de la fe. El mal ya no es solo la existencia del mal en el mundo, es la pérdida de conciencia del mal. Se niega la verdad absoluta. Una vaga somnolencia se ha apoderado del hombre de hoy, de la misma clase sencilla, y ha esparcido la contaminación de la indeterminación, la inseguridad y frialdad. Se ha perdido el sentido de Dios, ha disminuido el afecto y la emoción de la fe, ha decaído la motivación y el estímulo. Se ha hundido la antigua cultura de la fe de nuestros antepasados y no ha nacido una nueva, si no es en pequeños grupos y comunidades. La cruz, la muerte de un Dios, nos dice que el hombre es una realidad absolutamente seria, que el mal del hombre y de la historia, la pérdida del sentido último y del horizonte espiritual es más que una posibilidad trágica. El precio del hombre es la muerte de Dios. La muerte de Dios en cruz por el hombre nos dice que carecen de sentido la frialdad y la indiferencia, la ambigüedad, la falta de participación y de integración. Crear una cultura de la fe, fundamentarla en el sentimiento popular, interesar los sentimientos y el corazón, constituyen una exigencia que requiere una seria evangelización que fundamente al hombre en Dios. No se puede ser buen cristiano, creer en Jesús muerto y resucitado, sin un compromiso firme y serio. Ojalá sepamos hacer propio el sentimiento de Pablo: “Vivo en la fe de Cristo que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20).
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
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