Lecturas:

Éxodo12, 1-8. 11-14  –  Salmo  115  –  1ª Corintios 11, 23-26

Juan 13, 1-15

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.
Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?»
Jesús le replicó: «Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.»
Pedro le dijo: «No me lavarás los pies jamás.»
Jesús le contestó: «Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.»
Simón Pedro le dijo: «Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.»
Jesús le dijo: «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos.»
Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios.» Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.»

Comentario

LOS AMÓ HASTA EL EXTREMO

2017 Jueves Santo

            Nos reunimos para cumplir un mandato del Señor que, al instituir la eucaristía, nos dijo: “Haced esto…”. Pero el Señor no quiso solo que practicásemos una reunión. Ni tampoco que la organizásemos como una simple ceremonia piadosa, reproduciendo mecánicamente lo que él hizo, como simple memoria de un suceso pasado y cerrado. Quiso que nosotros hiciéramos hoy en nuestro tiempo lo que él hizo en el suyo: darnos del todo, entregarnos. Lo que celebramos es ciertamente memoria, porque él nos encomendó recordar siempre aquella primera cena suya. Pero es también hoy un gran misterio vivo, pues ahora nosotros revivimos como actual y contemporáneo en nuestras vidas no solo el mismo gesto de Jesús, sino su profundo contenido. Lo que él hizo entonces, nosotros, ¡lo mismo!, lo hacemos ahora juntamente con él. Hablar ahora de la “Cena de Jesús” es referirnos esencialmente al “amor fraterno”. Es su verdadero y más genuino contenido. Sería una incoherencia no reunirse, pues él lo quiso y lo mandó. Pero sería también gran incoherencia reunirnos y no celebrar lo que él quiso e instituyó. Hacer “otra” cosa, aun con apariencias piadosas y esplendorosas, sería quebrar la fidelidad y corromper la realidad. Jesús merece nuestra veracidad. Nuestras “semanas santas”, fundamentadas en numerosas tradiciones populares, tienen mucho de rutina humana, de automatismo cultural, de costumbres y tradiciones que no se ajustan, todas ellas, a la fidelidad histórica y espiritual. El gran problema pastoral y espiritual actual es cómo vivir la verdad original de la Cena.

 

LAS CLAVES DE LA CELEBRACIÓN DEL JUEVES SANTO

En la disposición actual de la Iglesia, los cristianos celebramos hoy en el Triduo sagrado la Cena, la crucifixión y muerte de Cristo y su resurrección, del jueves por la tarde a la vigilia nocturna del sábado. Unas celebraciones primitivas y originales de la Iglesia madre de Jerusalén, fueron pasando a la Iglesia de Roma y de allí a todo el universo cristiano. La misa de la Cena del Señor comenzó a celebrarse en Jerusalén ya en los inicios. Ahora la celebramos en todo el orbe cristiano. En la liturgia actual las claves  estructurantes de la liturgia son la pascua hebrea como prenuncio de la pascua cristiana, el lavatorio de los pies de Jesús a sus discípulos, la institución de la Cena como ritualización de la cruz. La primera lectura nos recuerda la pascua judía, la salida de Egipto camino de la tierra prometida. La señal de la sangre de un cordero, en las casas hebreas, hace que el Señor pase de largo en su poder exterminador, anulando al enemigo. Antes del paso de las aguas del Mar Rojo el pueblo era esclavo, pero al otro lado de las aguas nace la libertad que convierte al pueblo en hijo de Dios. Es el primer gran símbolo del futuro bautismo. La pascua hebrea nos revela desde los mismos comienzos que el meollo de esta conmemoración era liberar, salvar, rescatar. Eso es lo que Jesús hará también en la cruz y lo que los cristianos deberán hacer explícito en sus reuniones eucarísticas. En la segunda lectura, de la primera carta de Pablo a los Corintios, Pablo recuerda la tradición que procede del Señor, la cena del cordero pascual que quita el pecado del mundo. La cena no es sino la ritualización de la cruz para hacer posible su celebración y participación. Se participa comiendo juntos, perdonando y compartiendo, dándose y entregándose, siendo comunión y practicando la comunión. “El pan de la concordia, dice san Agustín, no se  puede comer donde no hay concordia”. Donde hay diferencias y discordias “esto ya no es celebrar la cena del Señor”, dice Pablo.

En el evangelio Juan refiere un hecho asombroso: Jesús lava los pies a sus discípulos. El hecho tiene su significado transcendental. Juan es el único evangelista que no relata la institución de la cena. Esto parece paradójico, pues es el evangelista del amor. Omitir el suceso cumbre de la vida de Jesús en el que Jesús revela e instituye el gesto de amor más admirable de su vida, podría parecer no ya paradoja, sino contradicción profunda. Pero es esto mismo lo que revela lo más profundo de la institución de la eucaristía que es ser para los demás, servirles, darse a comer a los otros. Juan relata el lavado de pies de Jesús a sus discípulos. Realiza una acción propia de esclavos. Lavar los pies será signo de acogida y hospitalidad con el peregrino y el invitado. Pero manifestará también la superioridad del señor frente al esclavo. Por ello no puede extrañar la incomodidad que este gesto provocó en Pedro. Se produce una tremenda inversión de papeles. El diálogo de Jesús con Pedro ofrece la clave de interpretación. Pedro no entiende el gesto. El lavado de pies, en la mente de Jesús, era una metáfora de la cruz. Lavar los pies a los discípulos, haciéndose esclavo, es imagen que prefigura la entrega suprema en la cruz. Cruz y lavado expresan la misma realidad. Lavar es darlo todo, es morir en cruz, y morir en cruz es lavar los pies. Jesús no solo lo hace, sino que manda hacerlo “Os he lavado los pies, vosotros debéis hacer lo mismo unos con otros”. La actuación de Jesús tiene un carácter ejemplar para los discípulos: no es el poder, o la autoridad, lo que se debe buscar, sino el servicio, la entrega a los demás. Repetir hoy el gesto externo, y no su significado interior real, es ridiculizar al mismo Jesús. Seguir lavando los pies en la ceremonia y ejercer el poder abusivo en la vida es corromper el gesto y su significado. Insistamos: Juan coloca esta escena sustituyendo la misma institución de la eucaristía. La eucaristía o es servicialidad y humildad, o no es la eucaristía.

La celebración esencial del Jueves es la santa Cena. Cena y cruz es lo mismo. En la cruz Jesús dio su vida por nosotros. La cena es “mi cuerpo entregado” y “mi sangre derramada” por vosotros. El “tomad y comed… tomad y bebed” el mismo cuerpo y la misma sangre nos dan cuenta de ello si tomamos literalmente las palabras de Jesús. La sublimidad de una entrega tan radical quedó perpetuada no por una fotografía, como se suele hacer hoy en las bodas, sino por una rememoración efectiva de la realidad misma, no de forma cruenta, sino incruenta. En la misa tenemos no los efectos de la redención, sino la redención misma, el suceso de la cruz re-presentado y actualizado de forma sacramental. Pero advirtamos que la eucaristía no solo hace el cuerpo de Cristo en las especies del pan y vino, sino también, y sobre todo, en la comunidad, en las personas. La eucaristía nos hace a nosotros Cuerpo de Cristo, concorpóreos suyos. Y la comunión de todos en un mismo cuerpo es la caridad, la concordia, la unión efectiva y afectiva. La eucaristía es esencialmente la construcción de la  comunidad en el amor y la paz. Quien se siente Cristo en su jueves santo, se deja sustituir por él, hace lo mismo que él hizo, derrama su vida por los demás, construye la comunidad en la fraternidad y la paz. Celebrar el rito y no su contenido es prostituir la eucaristía, tanto más cuanto más “piadosa”, o “solemne”, o ritual parezca. La verdadera eucaristía, vista en lo primordial y esencial de su contenido, es hacernos pan de los otros, derramarnos en ellos sin condiciones, ser siempre positivos, incluso con los que nos ofenden, relacionarnos siempre desde la gratuidad y no por interés, amar incondicionalmente sin tener en cuenta la ignominia. La verdadera eucaristía no se agota en una materia sagrada: comprende esencialmente la acción de entregarse a los otros y de ser uno con ellos. No se puede recibir la comunión y no ser comunión. Cristo adquiere un cuerpo no solo bajo la figura de pan, sino también bajo la forma de la comunidad, de los otros.  Jesús, al instituir la cena, no se dirige a los elementos, sino a las personas. Es impensable recibir el cuerpo de Cristo y rechazar a los otros, porque ellos son el cuerpo de Cristo. “Un solo cuerpo somos porque todos participamos de un mismo pan” (1 Cor 10,17). Hoy es Jueves santo si amamos y en la medida en que amamos a los otros. Cristo nos conceda la ilusión de ser su eucaristía sintiéndonos pan y comida para los demás.

                                                             Francisco Martínez

 

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