Lecturas

Eclesiático15, 15-20  –  Salmo 118  –  1ª Corintios 2, 6-10

Mateo 5, 17-37

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas:
no he venido a abolir, sino a dar plenitud.
En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley.
El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos.
Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos.
Porque os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será reo de juicio.
Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano “imbécil”, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y silo llama “necio”, merece la condena de la “gehenna” del fuego.
Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda.
Con el que te pone pleito procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo.
Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”.
Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón.
Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en la “gehenna”.
Si tu mano derecha te induce a pecar, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero a la “gehenna”.
Se dijo: “El que repudie a su mujer, que le dé acta de repudio”. Pero yo os digo que si uno repudia a su mujer —no hablo de unión ilegítima— la induce a cometer adulterio, y el que se casa con la repudiada comete adulterio.
También habéis oído que se dijo a los antiguos: “No jurarás en falso” y “Cumplirás tus juramentos al Señor”.
Pero yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo cabello. Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno».

Comentario

SE DIJO A LOS ANTIGUOS… PERO YO OS DIGO

2017, 6º Domingo ordinario

            El evangelio de este domingo continúa el sermón de la montaña. Jesús quiere decirnos cómo ha de ser aquel que quiera seguirle. Afirma que él ha venido a perfeccionar la ley, a llevarla a su verdadera plenitud. Evocando el Antiguo Testamento dice: “Habéis oído…”. Pero enseguida añade: “Yo os digo”. No se detiene en el cumplimiento externo de la ley, sino que desciende a lo más profundo del corazón, al mundo de las actitudes y motivaciones hondas y nos dice que la ley es ahora algo interior, es amar. Jesús, en las bienaventuranzas habla de lo que le ocurre al hombre que le acepta a él y acoge su mensaje. No solo acepta ideas y normas. Le acoge a él en persona, y lo hace de forma entusiasmada. Se siente fuertemente afectado porque Jesús le ha cambiado el corazón. De hecho la ley nueva no es una formulación normativa, sino una felicitación de Jesús: ¡Dichosos, felices, bienaventurados! Jesús, al felicitar al hombre, canta la gracia de Dios, su poder de fascinar y atraer.

LA NUEVA LEY INTERIOR

Las bienaventuranzas son la biografía de Jesús, su propia experiencia personal. Revelan lo que él es y vive por dentro. Los que le oyen quedan fascinados más que por  una doctrina, por la persona que la expone. Asombran sus pensamientos y sentimientos. Y advierten, además, que Jesús, en el fondo, está hablando de la felicidad, de aquello que afecta a todos y todos anhelan. Comprueban que Jesús representa esa felicidad y la ofrece. Seguir a Jesús es para ellos “seguir la mejor parte”. Jesús no propone una simple ley moral ni un programa social y político. No está hablando de otra religión. Habla de algo radicalmente nuevo, absolutamente inédito e inesperado. Ahora la ley es un cumplimiento superior, algo distinto y diferente de lo que hacen los fariseos, la observancia literal, o de lo que la gente piensa normalmente, la fidelidad a lo prescrito. Ahora es algo interior y profundo. Es amar con radicalidad y totalidad. Es ir más allá de lo acostumbrado, de lo que se piensa y se hace, de los hábitos personales y sociales.  Ahora la ley no es lo mandado, sino precisamente superar lo mandado, es el otro en situación. Ahora el que solo es justo y cumplidor, no cumple la medida, porque ahora la ley es amar sin medida. Es un amor que no se limita a evitar negatividades: no robar, no matar. Ni se restringe a procurar el bien externo. Es amar del todo. Jesús lo aclara con tres ejemplos prácticos. Antes matar era matar. Ahora matar es ya ofender. Antes adulterar era adulterar. Ahora es ya mirar con malos ojos. Antes había que jurar para certificar la verdad. Ahora basta decir sí o no para ser fiables del todo. No se precisa de más. El amor que Jesús propone no es una ley de mínimos, sino de máximos. Es ir más allá de lo imaginable. Es dejarse llevar de ese todavía más que hace posible el entusiasmo por Dios y su gracia, cuando nos dejamos llevar de su luz.

Tenemos la manía de lo nuestro. Nuestra generación tiene el síndrome del límite. Construimos muros mentales y de cemento. Somos posesivos. Tenemos agudizado el sentido de propiedad. Abundan los particularismos y los excesos nacionalistas. Lo practican laicos y hasta consagrados de excelencia, personas y grupos sociales. Recelamos de lo comunitario. Regateamos el perdón y la misericordia. Castigamos al otro para justificarnos mejor ante los demás. Nos cuesta integrarnos y participar en lo social y en lo eclesial. No colaboramos. No contribuimos. Prodigamos  y mitificamos el “no” hasta lo paranoide y nos gloriamos de él. Jesús no usó frases restrictivas como “lo siento”, “tolerancia cero”, “a cada uno lo suyo”, “cada uno en su casa o en su tierra”.

Lo que Jesús propone es que nos parezcamos a Dios. “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Esto no corresponde a sentimientos terrenos, aun excelentes; son los de Dios. Por supuesto, tampoco es una sabiduría terrena, la que ofrece la razón. Es un conocimiento que “viene de lo alto”.  No es la sabiduría de los letrados, sino la que viene de Dios cuando uno tiene un corazón abierto y disponible. La gente sencilla entendió a Jesús. No tenían prejuicios ni defendían privilegios personales. Quien está apegado a lo personal tiende a no entender. Es esta una realidad muy generalizada. Solo comprende quien no tiene ofuscaciones egoístas. Solo se ve bien con el corazón. Esto explica la distancia enorme entre la doctrina de Jesús y nuestro comportamiento. No entendemos porque no nos interesa entender. Querer entender nos llevaría a cambiar y esto es precisamente lo que no queremos. Estamos fuertemente necesitados de una opción clara y fundamental por el evangelio de Jesús.

ENTENDER LA CRUZ

Jesús es incomprensible sin la cruz. Es su emblema, su vida. Él le dio máxima importancia y la asumió voluntariamente. Llegó incluso a decir que la atracción que él iba a ejercer sobre la humanidad entera se debería precisamente a la experiencia de la cruz. “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn12,32). La cruz no es reducible al máximo tormento. Es un amor supremo. Es optar por el otro a pesar de las posibles dificultades y sufrimientos. Es un amor sobresaliente y exuberante. Jesús vivió el fondo mismo de la vida social con sus dificultades y enfrentamientos. A él le llevó a la muerte su verdad y generosidad. No se defendió. Nos defendió. Donde nosotros protestamos y condenamos, él vivió un amor sobresaliente que le llevó a apropiarse del mal de nuestros odios y rivalidades. El amor sufrido es signo del poder de Dios. Amó tanto que “soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia” (Hbr 12,2). “A quien no conoció el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros”  (2 Cor 5,21). “Cristo nos rescató de la maldición de la ley haciéndose él mismo maldición por nosotros” (Gal 3,13). Jesús nos convoca a llevar su misma cruz: “Si alguno quiere venir en pos de mí tome su cruz y me siga” (Lc 9,33). En esto mismo cifra Pablo el seguimiento cristiano: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo. El cual, siendo de condición divina… se despojó de sí mismo tomando condición de siervo… se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,5-8). Ser capaz de amar hasta el sufrimiento solo es posible con la gracia y el amor de Dios. El hombre es siempre una posibilidad abierta ante Dios. Su actividad es más intensa y rica no cuando él obra por su cuenta, sino cuando se deja conducir y mover por Dios. Cuando se deja amar y transformar por Dios, su vida y comportamiento adquieren una modalidad divina. El inmaduro y egoísta rechaza siempre el sufrimiento. El que está tomado por Dios, no vive centrado en sí mismo. Tiene un mundo más amplio en el que entran Dios, el universo y los hombres con sus problemas. Entonces irradia los sentimientos de Dios. A una madre le cuesta poco perdonar, porque es madre. Quien tiene a Dios y es tenido por él tiene entrañas de amor y de misericordia y siempre su amor supera la ofensa de los otros. Quien es capaz de amar hasta el sufrimiento, demuestra que Dios se hace presente al hombre,  en la historia concreta de las personas y de sus problemas, influyendo y amando, anticipando ya en nosotros el futuro pleno de la convivencia definitiva de la vida eterna.

                                                              Francisco Martínez

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